Un profesor calvo y chaparro
golpea con la regla en la mesa, tratando de acallar el barullo de la clase. En
la pizarra está escrita una pregunta: “¿¿¿Qué es la DEMOCRACIA???”
—Chsst, eh… ¡Felipín! ¡Jose
Mari! A callar… —les riñe—. Vamos terminando, quedan tres minutos. Voy
a salir un momento. No quiero escándalos. Juancar,
muchacho, ven aquí. Te sientas en mi sitio y vigilas; al que se porte mal, me lo apuntas en la pizarra.
—A la orden, señor —certifica
el muchacho, tenso y repeinado.
Camino a la puerta, don
Francisco se topa con dos alumnos sacando punta en la papelera.
—Santiago y Manuel, Manolito y
Santi… ¿Qué hacen hablando dos crápulas como vosotros, que estáis siempre a la gresca? ¿Qué tramáis? Venga a sentarse, coño. —les riñe—.
—Estamos concertando la hora y
el lugar para la batalla final, señorísimo —dice Manolito.
—Después de clase, a las cinco y
media en la plaza España… —añade Santi, admirando la larga punta de su lápiz—. ¡¡¡A morir de pie!!!
Don Francisco sale de clase
enfurecido arrastrando a Santi por las solapas de la chaqueta. Manolito vuelve
a su sitio, saca el ABC y se pone a recortar la silueta de Massiel de la
portada. Desde el centro de la clase, Juancar se dirige a los demás palpando la
regla. —Queridos compañeros, me llena de orgullo y sat…—. Una voz afeminada lo
interrumpe desde el fondo. —¡¡Cállate ya, mastuerzo!! ¡Que eres un bobón!
Juancar da un respingo y se va corriendo a la pizarra. —Vale, Blas, te he oído. A don Francisco vas… —Juancar apunta el nombre de Blas—. Cada vez que hables, te apunto un corchete ¿eh? Y cada uno resta un punto en la redacción.
—¿Qué redacción…? —pregunta
Blas.
—¿Cuál va a ser…? Pues ésa. —responde
Juancar, señalando la pizarra.
—¿Y si no me da la gana de
hacerla? ¿Qué tengo yo que escribir lo que opine yo de eso? Esto no es clase de historia, es política. Política de la peor que hay.
—Zi ya lo dice mi madre, metedze
en cozaz de política no trae nada bueno… —apunta otro.
—Pues claro, Marianito.
Tú, mejor, registrador de la propiedad, o asesor financiero. Algo chuli… —dice
Josemari.
—Vosotros es que no atendéis
cuando habla don Francisco ¿verdad? Es que seguís en tercero... La redacción hay que hacerla y aprobarla —repone Alfredín—. El que no la escriba, luego no puede votar las reglas de la Pronstitución. Las reglas salen de la votación de los textos, ¡a que sí, José Luis! —Joselu Rodríguez asiente en el pupitre contiguo.
—¿¿¿Cómo…??? —saltan Josemari,
Blas y Albertito Ruiz. —¿La JONS-titución? —pregunta este último.
—La Constitución, lerdos. Hombre, por favor... Se
trata de votar unas reglas de convivencia para todos los hombres y mujeres de
este colegio. Empezando por nosotros, los de esta clase. —explica Felipín.
—Uy, qué redicho…, ¡ni que hubiera aquí chicas! —gimotea riendo Albertito. —¿Y esas reglas, por qué no las escribe don Francisco, que para eso es el director y le pagan?
—Porque eso ya no se vale, Bertín.
¿No ves que esto de la demogracia ahora está hasta en misa? —responde
Josemari, a su lado. —Tú tranquilo, hombre. Son tres párrafos, lo hacemos en un periquete.
—Sí, hombre, sí… Pero que a mí
no me la dan. Aquí ya nos van a imponer de todo…
El orejudo Manolín camina pesadamente desde la primera fila hasta la mesa de
Albertito y le explica algo al oído. Éste asiente, asombrado y sonriente,
suspirando. —Si es que sois unos penosos, ahí, toda la clase venga a
escribir sandeces… —añade Blas desde la esquina, dirigiéndose al grupo de Felipín.
—Conciencia
de clase, gilipuertas. Que no sabéis lo que es eso. Ya vendréis, ya… Y no os dejaremos ni las migas del bocata —contraataca
Joselu Rodríguez, arengado por Alfredo. Sentado delante, Felipín se acerca a Joselu y le explica algo al oído. Éste alza las cejas asombrado, asintiendo con gesto pensativo.
En primera fila, Adolfito
permanece neutro y concentrado, ajeno al griterío de sus compañeros. Adolfito
practica la caligrafía de su firma una y otra vez en la esquina del pupitre hasta rayar el barniz.
Juancar pide silencio vanamente en el centro de la clase; primero, alzando insuficientemente la voz entre las pandillas; y después, apuntando en la pizarra los nombres de los implicados. El
ruido aumenta por momentos, Juancar persiste infructuosamente en sus
intentos por acallar la clase. —Ehm… Esto… A ver… Oye, chicos… —balbucea, no sabe cómo hacerse oír— ¿¿...por qué no
os calláis??
Los muchachos hacen caso omiso a
las órdenes del delegado de clase, que finalmente opta por acercarse al pupitre de
su amigo Adolfo, a ver qué anda haciendo.
Las bolas de papel cruzan la
clase de derecha a izquierda y viceversa, en un vaivén de salivazos que se corta de inmediato al sonar la puerta de la clase. Entra don Carlos, el jefe de estudios, con gesto de infinita gravedad.
—Muchachos… don Francisco… ha
muerto. El hombre de excepción que, ante Dios y ante la APA, asumió la
responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a este colegio, ha
entregado su vida, día a día, en el cumplimiento de esta misión: educaros con el fin de que, el día de mañana, seáis vosotros los conductores de la carabela patria…
—¡¡¡Arriba!!! —vocea Blas,
y collejea a Mariano, sentado delante.
—…y digo el día de mañana —prosigue
don Carlos— porque, dadas las circunstancias, y ante la falta de profesor, serán
ustedes enviados directamente al Bachillerato a partir de mañana mismo, sin pasar por B.U.P. ni hostias.
—Un momento, señor Arias —interrumpe
Juancar—. Pero esto es un colegio. Un college, un lycee, una escuela. Aquí no hay Bachillerato…
—Qué ojo de lince tiene usted,
don Juan Carlos. Lleva toda la razón. Aquí Primaria y poco más. A partir de mañana, deberán todos acudir
a clase a la Carrera de San Jerónimo, frente a la plaza las Cortes. No se olviden de llevar corbata, estilográfica
y portafolios. Y bien peinaos. Ah, y dígale a su padre… —concluye don Carlos, volviéndose a Juancar— …que la Dirección del Centro solicita urgentemente una
reunión con su persona, en el marco de estas terribles circunstancias que nos
sobrevienen.