Ella había cumplido un mes sin fumar y me pidió
una calada. Unas caladas. Le dije que sí, aunque era que no. En efecto, para
cuando tiré el cigarro, ella ya había olvidado sus caladas, su ración de humo.
Por fin supe que había dado con la horma de mi zapato. La quise para siempre,
aunque ahora mismo no recuerdo su nombre.