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11 noviembre, 2011

LA CAJA


     Me estaba cortando el pelo. Yo estaba sentado en el sillón de la barbería, Beltrán ya me pasaba las últimas rasuradas por la garganta. Saludé y me fui. Con la barba ya dispuesta, caminé manzana y media hasta la tienda. Abrí el portón poco más tarde de las 11 de la mañana. Apenas me había dado tiempo a prepararme un té cuando irrumpió en la tienda un joven ganso y timorato. Era Joel, con cara de llevar muchas horas despierto. Entonces, él aún no me conocía. Yo a él, tampoco.
Comenzó a pasear por los pasillos enmoquetados, observando el mobiliario, escudriñando los estantes colmados, escrutando objeto tras objeto, a cada cual más brillante, maravillado por las lámparas y las cristaleras de colores. Parecía un niño en un almacén de caramelos. Me hizo un par de preguntas vanas, a las que respondí solícito, y me puse a reparar una vieja marioneta sobre el buró. No pasaron quince segundos cuando Joel salía presuroso por la puerta de la tienda, fugaz como un estornudo, y se alejaba calle abajo hasta hacerse píxel. A mí, dueño del objeto y NARRADOR de la presente, se me enfriaba el rooibos de atender.
El chico corrió y corrió hasta salir de Chamberí, y al fin se paró en una esquina a examinar el botín. Era una caja de nácar, bronce y caoba, con diminutos brillantes dibujando ojos y ondas. Mi objeto más valioso, mi antigualla mágica. La contempló satisfecho el chaval. Resolvió que bien podría valer un viaje. Ahora lo que seguía era empeñar el botín y comprar un billete a Cádiz. Y de ahí, por el mar a Nueva York.
Caminaba por Princesa, embelesado con Manhattan, cuando chocó de bruces contra una refinada anciana, una de esas viejas glorias de gran ciudad que destilan moralejas. La señora se giró enojada a regañarlo, colocándose el foulard entre gruñidos. Andaba cerca un policía que había presenciado la escena, y comenzaba a caminar lentamente hacia él, colocándose el cinto con grandilocuencia. Joel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. De dos zancadas alcanzó a doblar la esquina, tenía que pensar algo. El agente avivó el paso con gesto suspicaz, mientras Joel, a la vuelta y contra la pared, trataba de idear una solución. No pueden reconocerme, sentenció, y escondió el DNI en el interior de la caja robada. En caso de problemas, diría que no lo llevaba encima.
Cerró los ojos, tiritando de ansiedad. No quería mirar. Musitaba lo poco que recordaba del Padre nuestro, paralizado, sacando punta lentamente al segundero entre hondos jadeos, cuando un dedo le pulsó en el hombro por dos veces. No quería abrir los ojos.
-Qué pasa, Joel. ¿Jugando al escondite? –soltó burlón el policía frente al chico. Éste no daba crédito a la actitud del agente, que tras una breve cháchara, se alejó dando recuerdos para todos, ante la perplejidad del chico. Aquello no tenía explicación.
Continuó el camino por Rosales en busca de un empeñista donde deshacerse del mamotreto. Caminaba por el Paseo cavilando sobre lo que acababa de ocurrirle con aquel madero, cuando comenzó a percibir algo extraño. Todo el mundo lo conocía. Los viandantes, sin excepción, lo saludaban amablemente y por su nombre, al cruzarse con él, adjuntando solemnidades y gestos con la cabeza o la mano. Joel no se lo podía explicar. Correspondía a medias a los tantos saludos, mientras trataba de despertar de lo que creía un mal sueño, un sueño muy raro en cualquier caso. Pero poco tardó en comprobar que aquello no era un sueño, sino realidad, tan real como que era de noche, pero sin explicación para él. En cualquier caso, el policía ya se había ido. Joel abrió la caja para coger el…
Ni rastro del carnet. El cofre estaba vacío. No puede ser. Sin documentos no podría viajar a ningún sitio, pero tampoco podía acudir a la policía. ¿Qué carajo había pasado con el DNI? ¿Tan lerdo era para liarla de esa forma? La caja había permanecido cerrada en todo momento, se chilló por dentro. No se podía haber perdido. Repasó paso a paso las últimas horas, descartando lugares y momentos donde pudiera haberlo perdido. Volvía atrás mentalmente, sentado junto a un cajero, con la mirada perdida. Finalmente, tornó la vista hacia la caja, y comenzó a observarla. Y la observó al detalle. Examinó cada minucia de la exótica urna, sin perder detalle, bajo el manto amarillento que segregan las farolas.
De pronto cambió el gesto, y se quitó las gafas. Las introdujo con presteza en la caja pensando que así, sin gafas, quizá no lo reconocerían. Buscó una bolsa de plástico grande donde camuflar el cofre, y se encaminó Marqués de Urquijo arriba hacia el metro de Arguelles.
Atropellado, Joel bajó las escaleras hasta imbuirse en el subsuelo. Se aproximó a las barreras del subterráneo y, de un salto, burló el importe del billete. Aterrizó agarrando a mano y media el cajón, y al erguirse, topó de frente con el vigilante de seguridad, que surgía tras la columna. El chaval miraba al suelo, inmóvil, preparándose para el sermón del jurado. Sin embargo, éste mantenía la mirada al frente y caminaba entre silbidos, hasta pasar de largo por el pasillo, sin tan siquiera reparar en el muchacho. Joel se giró confuso. Pero sin perder más tiempo, se encaminó a las escaleras agotado, ojeroso. Se sentó en los peldaños metálicos, mecido por los ciclos del motor, y mientras bajaba miró qué hora era. Había perdido ya más de medio día, comenzaba a anochecer y no quería encontrarse el local cerrado al llegar. Tenía que empeñar la urna ya. Llegando ya al final de la escalera, Joel se incorporó del escalón a la vez que un hombre, bajando deprisa, lo arrolló por detrás. Rodaron ambos hasta el pie de las escaleras mecánicas, y como una centella, el chico se giró hacia el hombre, que miraba despavorido en todas direcciones. Joel estaba enfrente, pero no le veía. Entonces lo comprendió. La caja, el carnet, las gafas. Era invisible, transparente ante los demás. Aquello lo maravilló.
Entró en el último vagón, sabiéndose invisible, y se tumbó en el suelo. Se hubiera dormido ahí mismo de no ser por aquella voz automática que, de pronto, brotó de las paredes. Próxima parada, Plaza de España. Joel agarró la bolsa y salió a la superficie. Ahora, pensó, a Gran Vía. La idea era utilizar aquel milagro, para entrar en un par de tiendas pequeñas y tomar lo necesario de la caja.
Sin embargo, mientras corría por Callao invisible al Universo entero, Joel comprendió que todo era mucho más fácil que eso, mucho más a mano. Con todo lo ocurrido no había reparado en ello, aunque ahora se mostraba evidente. Entonces comprendió que la urna era la clave.
Escribió en un papel “Nueva York”, y lo introdujo iluso en la caja. No sirvió. Entonces probó con escribirlo en inglés, pero tampoco. Luego probó con las iniciales, e incluso con una bandera adhesiva y un mapa que robó en un kiosco de prensa. Nada de nada. En un primer momento, había pensado que, si al meter el carnet lo conocían y al introducir las gafas, nadie le veía, quizá si metía algo de Nueva York le llevaría mágicamente a la ciudad. Necesito descansar, se dijo. Pero no podía ser, había perdido la identidad y los ojos comenzaban a escocerle. Comenzó a sentir sudores fríos y temblores, y pensó que quizá también fuera efecto de aquella maldita caja árabe. Tengo que deshacerme de ella, pensaba, no puede ser buena.
Joel se sentía cada vez peor, y callejeó hasta encontrar un lugar apartado y sombrío. Cada vez más ciego, Joel tuvo una idea. Quizá si introdujera directamente dinero en la caja, no tendría nunca más que pagar nada. O podría ser que al meter dinero dentro, se convirtiera directamente en millonario. Visto lo visto, ¿por qué no?, pensó. Observó el billete de cinco euros mientras los introducía en el cofre, deseando que fueran suficientes, y cerró la caja pensativo.
Esperó un rato y después entró en unos ultramarinos a por algo de comer, pero poco tardó en percatarse de que el dinero introducido aún no había surtido efecto, o simplemente que aquello no funcionaba así. Decidió entonces abrir la caja y, al minar en su interior, por poco no cayó en desmayo.
En el interior forrado de la urna había una mano. Una mano humana, masculina, tosca y morena, de uñas largas que había brotado en el interior de improviso. Joel se decidió a examinarla, pues no sangraba ni parecía hincharse cuando, de repente, la mano se hizo brazo desde el fondo del brillante cofre y, tomándolo por la pechera, arrastró a Joel dentro del cofre.
Le serví un té mientras le hablaba. Joel permanecía mudo, pensativo en el sillón, recomponiendo uno a uno los enigmas de las últimas 24 horas, mientras yo le desarrollaba lo ocurrido.
Hube de explicarle el funcionamiento de la caja, sus propiedades mágicas y su responsabilidad también. El muchacho se recreaba arrepentido sobre el butacón, sin soltar sílaba. Le contesté que podía quedarse, eso sí, sin robos. Asintió con la cabeza y le dio un sorbo al rooibos.