El día
que se descubrió todo, la condición humana aterrizó en un estado de colapso
jamás visto. Lo primero fue la Bolsa, después las compañías de certezas, las
PYMES, los grandes almacenes, las factorías de objetos y experiencias, los
hospitales, las centrales energéticas… En efecto dominó, fueron cayendo las
iglesias, los sindicatos, los ultramarinos, los negocios rurales, los quioscos,
los centros psiquiátricos y de la tercera edad, las tascas de barrio, los
museos…
En poco
tiempo, el ocio y la enseñanza, tal y como se conocían, se convirtieron en un
vago recuerdo, apenas un símbolo para algunos locos, de lo que muchísimo
después se conocería como “los tiempos del bienestar desmedido” o la “era del
déficit humanista”, según la corriente de pensamiento.
En las
décadas siguientes, las cifras se cebaron con el Hombre: dos de cada nueve
personas no cumplieron la mayoría de edad; tres de cada diez fueron desnudos
toda su vida; uno de cada dos jamás probaría la carne y uno de cada tres, el
agua limpia; cuatro de cada cinco no pudo jamás permitirse un hijo; y nueve de
cada diez murió solo.
Más de
cinco mil millones de personas fallecieron en poco más de veinte años. Los tres
dieciseisavos restantes tuvieron que aprender a racionar los recursos,
principalmente agua, comida y papel. Invariablemente, en poco tiempo se
agotaron. La necesidad de repensar la estrategia global se impuso como una
realidad en los rostros ajados de los últimos hombres.
En un
pequeño pueblo de montaña, un viejo pastor disfrutaba de la soledad al margen
del Apocalipsis, conversando con el rumor del riachuelo mientras recogía flores
para un ramo. Llegado el momento, el viejo agarró el ramo y lo tiró a la zanja,
dejándose caer tras unas breves palabras.
Desde entonces, el planeta
prosiguió su marcha bajo la protección de las flores. Habrían de pasar miles de
años hasta la siguiente crisis.
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