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21 junio, 2020

NOTAS DESDE MI VENTANA (III)

Madrid está en fase 2. Nos acompañan Salamanca, Ávila, Segovia, Soria, Lleida y Barcelona. Las otras tres cuartas partes del país están ya en fase 3, la última antes de la nueva normalidad.

No, yo tampoco termino a hacerme al término. Qué hay de la normalidad normal, yo quería abrir la puerta de la celda y reencontrarme con el mundo pre-covid, pero parece que ya es historia. Estamos a punto de entrar en una realidad distinta. En qué se desmarca de la anterior todavía está un poco por definir. Lo iremos viendo en el nuevo día a día.

Desde mi ventana veo a un grupo de chavales enmascarillados luciendo gorra y pendiente a la sombra del albaricoquero del portal 8. Llevan más de media hora ahí sentados. Los tengo aquí conmigo, en el salón de casa. Es lo que tiene llevar un altavoz bluetooth hasta arriba de batería. De repente la voz de la señorita Spotify se cuela con dulzura entre una canción y la siguiente anunciando cosas gratis, ellos ni se inmutan. La escucho y me río, toda la calle está oyendo lo mismo. Es spam sonoro de largo alcance que, quien más, quien menos, todos conocemos. La única alternativa es ser Premium.

El barrio se levanta y se acuesta con nueva normalidad. Las calles han recuperado el pulso. Con la fase 2 hemos vuelto a salir. Para muchos se acabó el teletrabajo de estos meses, para otros se baraja implantarlo indefinidamente, visto que permite estirar la jornada laboral como chicle. En esta crisis post virus es fundamental remar en la misma dirección, de ello depende la supervivencia de la empresa. Si esa empresa, además, tiene la meliflua voz de doña Spotify, quién no se presta a echar unas horitas por la cara.

En lo personal también salimos más estos días. Ayer cenamos con amigos. Es la tercera incursión de facto en el intrigante mundo de la nueva socialización y seguimos vivos. Darle un abrazo a un familiar o tomarte un vino con un viejo amigo son cosas que en esta nueva realidad han adquirido otro aroma. Añejados por la pandemia. New flavors para entrar de lleno en el veranito.

Reencontrarte con la gente después de tres meses de confinamiento te devuelve al mundo con mayúsculas, con toda su adictiva y abrumadora complejidad, y te ayuda a poner punto y aparte al capítulo de crisis sanitaria global. En estos días mi cerebro renderiza las vivencias de los casi cien días que hemos pasado en casa entre videorecetas, vaivenes emocionales y esa extraña sensación de vacaciones indoor que por momentos tanto hemos disfrutado. Una cosa que no ha cambiado con la nueva normalidad es nuestro culto al hogar. Seguimos siendo los mismos en ese sentido.

En este tiempo he aprendido a hacer pimientos rellenos, he trasplantado ocho tomates, he escrito un piloto, he abierto una cuenta de zoom, he leído demasiado y he instaurado una rutina aeróbica para acercar posturas con mi espalda. Cocina, botánica basicorra y sentadillas mal hechas. Soy un cliché andante. Un colegial, un aspirante de MasterChef Junior sin olfato. Escritor parado. Procrastinador. Síndrome del impostor. Otra vez, soy un cliché andante.

Desde hace dos lunes cada mañana me quedo solo en casa. Con el estado de alarma llegando a su fin, la necesidad de un trabajo me nubla la vista. La soledad que tanto me gusta se vuelve áspera. Cada vez miro menos por la ventana y más al espejo, al móvil y al semáforo. Total, todo vuelve a estar igual que antes. Los trasbordos del metro, la programación televisiva, los cumpleaños. El mundo vuelve poco a poco a la velocidad máxima permitida recordándote que aún no has encontrado la respuesta a la pregunta sobre qué mierda vas a hacer con tu vida. No tengo portfolio. Tengo portfolio. No tengo portfolio. Me la suda el portfolio. Soy un cliché andante, una fotocopia, un facsímil de otros. Soy dos personas o veinte. O media. Un poco de autocompasión es balsámico pero no paga facturas. Se busca rol en la vida.

Anoto algo en el cuaderno y escucho gritos fuera. Últimamente no miro nada por la ventana, no sé qué hacen los vecinos estos días. La chica del pijama rosa, Carlos el del carlino, la señora del 3ºB. Como hay más movimiento y tenemos las ventanas siempre abiertas, se oyen las conversaciones y los motores que arrancan. Y, como que me basta para imaginarme el resto, no me da por asomarme. Definitivamente el desconfinamiento me ha arrebatado ese contacto ventana-ventana y ventana-calle, ese clima raro de estado de excepción que me unía al personal. Y es en parte por mi culpa. Volver a salir ahí fuera y reencontrarme con mi vida al completo me ha devuelto a la introspección. Solo yo, yo, yo. Qué paradoja. Salir para encerrarte aún más en ti mismo.

La fase 2 ha terminado con la narración coral del barrio. Ya no aplaude nadie. No compartimos canciones ni arengas. Ya no somos una misma voz de aliento. Era de esperar. Hemos recuperado el pudor y las rutinas de siempre. El clima de excepción ha acabado y la rueda tiene que seguir girando por el bien de todos. Otra paradoja.

Unirnos de nuevo a la coreografía de la ciudad nos permite pasar desapercibidos los unos a los otros, como tapados por un manto de invisibilidad que convierte individuos en masas borrosas que te cruzas de camino a algún sitio. Ver las noticias vuelve a ser tan poco emocionante como antes. Ocho horas para dormir, ocho horas para trabajar, ocho horas para vivir. De vuelta a la vorágine de la vida moderna, la necesidad de economizar la atención nos lleva a eliminar lo superfluo como hace la ley d´Hondt con los partidos que no alcanzan el mínimo de votos. Son tiempos de apretarse el cinturón en todos los sentidos y la atención es un bien cada vez más preciado. Lo que no se puede digerir, se ignora por seguridad y economía…

Y bla, bla, bla. Solo yo. Tiempos en plural pero solo yo. Yo, yo, yo. Tengo para todos.

Las dos Españas están más lejos que nunca. Los médicos y sanitarios más jodidos que ídem. Las pymes y los curritos más ídem de ídem. Todos más jodidos que nunca y las diferencias ideológicas marcan el tono en reencuentros familiares y grupos de whatsapp. Las trincheras ya no son dos sino infinitas. La libertad es un centrifugador social. La nueva libertad, una incógnita. La segmentación publicitaria ha ganado. Es tiempo de conspiraciones y memes, sectarismo, haterswannabes y conciertos por streaming. Algunos dicen que se acerca una nueva guerra mundial. La tercera. No, la nueva I Guerra Mundial. Imposible. Cómo va a ser posible a estas alturas.

Durante la cena un amigo comenta que el mundo está loco como lo está un psicópata. Estoy de acuerdo y lo expreso con determinación y hasta con un hilillo de ansiedad. Es formidable volver a ver a otra gente y estar de acuerdo en cosas. Quizás estemos equivocados y el mundo siempre ha estado así de loco y somos nosotros los que nos creemos especiales en estos nuevos locos años 20. O quizás es verdad que nunca antes en la historia ha habido semejante concatenación de avances, revoluciones y cambios de paradigma como en las últimas décadas.

Si por lo que fuera el día de mañana somos millonarios, cosa que nunca conviene descartar, tendré la posibilidad de pasar mis últimos días en una agradable residencia espacial en plena cara buena de la luna. No es que me interese lo más mínimo, pero el caso es que podría hacerlo. Según los científicos, esto es algo que va a ser una realidad en solo unas décadas. ¿No es una puta locura? Me da escalofríos pensar en cómo será la tierra cuando exista una opción B para los más afortunados. Eso sí que es una nueva realidad.

Menos mal que tenemos paz, amor y videorecetas a punta pala. A mí no se me ha perdido nada en la luna, lo sé sin necesidad de ir para allá. Si ya es difícil ponerse de acuerdo en la Tierra, allí la cosa va a ser imposible. Entre su ingravidez relativa y que habrá cuatro gatos, eso debe ser como una partida de Risk: todos contra todos.  En fin, nunca digas nunca y menos cuando estás en búsqueda activa de empleo. Al final es una cuestión de disponibilidad geográfica y horaria. El famoso espacio-tiempo ese.

02 mayo, 2020

NOTAS DESDE MI VENTANA (II)

Esperanza. Las ventanas de la casa de enfrente, la de la familia dominicana, vuelven a estar abiertas. Las persianas han retrocedido un poco, ondean a media asta, lo justo para dejar que entre el aire y que la casa se ventile. Nos hemos perdido el momento en que las abrieron. Ayer, quizá anteayer. Últimamente miramos menos por la ventana que al principio, pero ahora, ante semejante sorpresa volvemos a pegar la nariz al cristal.

De momento no hemos visto casi actividad. Solo a la hija mayor sacando la cabeza por la ventana de la cocina para fumarse un cigarro liado. Sus esfuerzos por expulsar todo el humo fuera me llevan a pensar que está haciendo algo prohibido. O quizá lo hace por ella, porque habitualmente no fuma y el olor a tabaco todavía le molesta. El tedio, como la impotencia, son buenos promotores del vicio.

Me gustaría preguntarle dónde está su hermano. Parte de la incertidumbre propia de estos días raros ha tomado la forma de él. Cada vez que dejo vagar la mente acabo volviendo a la misma incógnita. No sirve de nada lanzar hipótesis al aire. Lo único que sabemos es que la chica ha vuelto a casa. ¿A airear la estancia? ¿Regar las plantas? ¿Recoger el correo? ¿Masturbarse tranquilamente? ¿Fumar en soledad…? Lo que está claro es que ha venido sola.

El hule de la mesa me recuerda a esos rollos gigantes de los todo a 100 donde puedes comprar kilómetros de mantel a buen precio. No se adivina mucho más desde aquí, ni los fuegos ni la nevera pueden verse. Pero el hule, sí. El hule domina el plano y le otorga sin discusión el estatus de cocina a esa ventana del medio por la que vuelve a entrar el sol diez días después. Encima del hule hay un frutero vacío. Después de tantos días enclaustrada, la fruta se echa a perder y huele. Me imagino la bolsa de basura, vacía salvo por las frutas podridas fermentando en el fondo. Quiero saber dónde están. El chico, la madre, la abuela, los niños… Si por lo menos supiera interpretar las señales de humo.

Ayer, unos vecinos del portal se encontraron al volver de dar la vuelta al perro, y se pusieron a hablar en voz baja. O me estoy volviendo paranoico o estaban hablando de lo ocurrido en casa de los dominicanos. Era imposible oírlos, pero sus gestos los delataban. Forzando una falta de gestualidad inhabitual, agachando la cabeza como para esconderse en plena calle, señalando disimuladamente la ventana de la cocina. Para eso lo mejor, lo más discreto, es el golpe de ojos. O en su defecto, el de cuello. Pero cuando algo te toca de cerca, aunque sea en calidad de vecino de arriba o de abajo, a veces te traiciona el subconsciente. Estás hablando todo lo bajito que puedes, sin mover las manos ni los hombros, y de repente en medio de la frase tu propia mano te la juega. Cobra vida por sí misma y no te das cuenta hasta que la descubres señalando hacia la ventana que nos tiene en vilo. Esa en la que confluyen todos nuestros signos de interrogación.

Vamos camino de la séptima semana de confinamiento y hay quien empieza a tener claro a quién culpar de todo lo que está pasando. Quién puede negar que un antagonista bien definido es una forma tan válida como cualquier otra de afrontar una crisis. Para Carlos, el del cachorro de carlino, el gobierno es el responsable de todo. Quizá no de todo en sentido literal, pero sí en un sentido amplio. Por lo que dice, está hasta los huevos de que le sigan cobrando la cuota de autónomos cuando no le dejan ni hacer unos servicios mínimos. Como no sé de qué trabaja, no sé a qué servicios mínimos se refiere. Mientras tanto su carlino parece continuamente al borde del infarto, casi le cuesta poner una pata delante de otra. El suelo es lava. Pero Carlos, su dueño, necesita que lo saquen. El pobre no podía aguantar más sin salir a ver qué tal van los vecinos. Porque los perros dan mucha y muy buena compañía, pero una conversación es una conversación.

Yo nunca he tenido perro, así que no sé de lo que hablo, pero me parece a mí que ese carlino aún es muy pequeño para salir a la calle. En vez de collar lleva una pulsera de cuero con cuentas de plástico, atada a una cuerda de las blancas y verdes de tender. De vez en cuando el carlino se atreve a tirar de su dueño en busca de olores cercanos, pero al primer ruido extraño o coche que pasa, vuelve derrapando hasta los pies de su amo. Si sé que se llama Carlos es porque el otro día, el padre del pelirrojo del punk vasco se asomó por la ventana para saludarle como si llevaran sin verse desde la comunión del niño. Hay algo extraño en ver gente mayor paseando cachorros. No malo, extraño. Como un bebé a lomos de una tortuga laúd.

Carlos debe llevar muchos años viviendo en el barrio porque conoce a mucha gente de mi calle. Se saludan sin formalidades, solo gritando el nombre del otro, alargando la última sílaba en el típico código de camaradería patria. ¡Carlitoooooos…, ojo con la fiera, a ver si se te va a llevar por delante! ¿Qué, nos van a dar la condicional ya de una vez? Por respuesta, un calla, calla, menuda ruina, chico. Un yo les daba garrote a todos. Cosas así. Primera regla de la comunicación humana: el aspecto verbal es lo de menos, como mucho un 5% del mensaje. Todo lo demás está en el aire, en las manos, en la cara, en la cadencia y las elipsis y los cagoendios y mismuertos del final. Las elipsis son un buen indicador del nivel de complicidad entre dos vecinos. Cuanto más elidan, más se conocen. Un buen trozo de ironía vale más que mil palabras, sobre todo cuando el perro te está pidiendo volver a casa de una puta vez. Hay que economizar en palabras, tiempo y espacio, especialmente en tiempos de crisis.

El otro día, Carlos y la vecina del pijama rosa se encontraron a dos portales del mío. También tienen pinta de conocerse desde hace años. Sus perros han hecho buenas migas, por más que la imagen de un dogo adulto y un carlino cachorro oliéndose los genitales me recuerde a una batalla injustamente desigual. El pobre carlino no llega. La vecina del pijama rosa, que tiene una voz potente de mezzosoprano, le cuenta entre risas que lleva toda la semana viendo luces raras en el cielo. Que vaya movida. No me jodas. Que si ahora se enciende, ahora se apaga, y que eso un avión no puede ser.

Otra vecina que no había visto nunca se suma a la conversación sin cortarse lo más mínimo. A ver si van a ser extraterrestres, dice. No puedo evitar imaginármela en el sofá, de madrugada, devorando los capítulos de Expediente X que antaño la hicieran descubrir su afición a lo paranormal. Desde entonces las estanterías se le han ido llenando con títulos de ciencia ficción, pero ha perdido la fe. Parte de la culpa, fantaseo, la tiene Iker Jiménez y sus absurdas cacofonías de primero de espiritismo.

Me pregunto si esa será la misma señora que al principio de la cuarentena nos ponía Manolo Escobar indiscriminadamente. Para Carlos todo eso de los ovnis no son más que bobadas para asustar al personal. Lo deja claro con dos palmadas y una media sonrisa burlona que esconde acariciando a su carlino. La vecina del pijama rosa no tiene las cosas tan claras. Recalca que es una movida. Lo único que pide es que, si son extraterrestres, que no vengan a tocar los huevos. Que bastante tenemos ya con lo que tenemos, y concluye embocándose un Marlboro light.

Hace unos días el Gobierno activó la fase cero del plan de desescalada. Nosotros en casa hablamos de desconfinamiento, que suena muy parecido a desconfiamiento pero no es lo mismo. Esperemos que no. Desescalada suena a haber estado escalando y yo después de dos meses sin salir de casa* temo que cuando salga no voy a ser capaz de subir el paseo de Extremadura sin bombona de oxígeno.

*Salir de casa: abandonar el lugar de confinamiento. Excepciones: ir al supermercado, farmacia o estanco más cercano. A partir de ahí, “señor Frodo, si doy un paso más será lo más lejos que he estado de mi casa en mucho, mucho tiempo.”

Volviendo a lo importante, la fase cero significa que los niños de cero a catorce años podrán salir un rato a pasear. En el barrio suenan los mismos ladridos de siempre, el silbido de los tendederos y como mucho algún patinete lejano. Pero en cosa de horas, periódicos y redes sociales se llenan de imágenes, todas iguales.

Parques y plazas abarrotados de niños con sus padres disfrutando de un rato de sol y libertad condicionada. El toque de queda está fijado en las nueve de la noche, no porque luego empiecen a caer bombas o porque el virus salga a cazar como los búhos, sino porque a los niños luego hay que bañarlos, darles de cenar y toda la pesca. Y si retrasas eso, retrasas o, en el peor de los casos, te cargas el único momento de intimidad de papá y mamá en todo el día. Ese impasse de vinito y desahogo es esencial en la salud mental de los progenitores, que al fin y al cabo son la población activa de la casa.

Esto el Gobierno lo sabe, por eso decretan que a las nueve de la noche todos a recogerse. Porque si les privamos de eso a los padres de España, entonces sí que a tomar por saco el sistema. Eso no hay dios que lo levante, ni con los bonos perpetuos de Soros. Y lo de las fotos de parques abarrotados, a lo mejor es porque hacen las fotos con teleobjetivo, o porque hay mucho inconsciente, o porque somos demasiados en esta puta ciudad enorme. Quién tiene la verdad. Por lo menos la polémica está servida, puedes tuitear o retuitear lo que te parezca. A nadie le amarga un dulce.

Si le preguntas al chaval de justo enfrente, el que se está haciendo amigo de la botella, supongo que dirá que lo de salir a pasear a los niños le da bastante igual. Vive solo. ¿Tiene trabajo? No tiene ni perro. A lo mejor tiene gato u otra cosa. A saber. Un gato se asomaría a la ventana. El nuestro lo hace. Entonces un conejo o una serpiente, que son más de tenerlos enjaulados. Un tigre. Mi vecino de justo enfrente podría ser un discípulo de Joe Exotic y yo aquí, buscando temas para escribir. Lo poco que sé de él no desmiente que pueda serlo. Por lo que se ve desde nuestra ventana parece ser un tío que va bastante por libre. Ni siquiera sale a aplaudir. En fin, tampoco es obligatorio, pero en estos días es una de las cosas que más dividen. Aplaudir o no aplaudir, esa es la cuestión.

Dentro de los que aplauden, a mí me incomoda un poco un señor que vive en el bajo A del portal de enfrente. Sale todos los días a las ocho menos cinco y se pone a aplaudir con convicción. Tiene las manos enormes y el pelo blanco. Según empieza a dar palmas le brota una sonrisa enorme, muy graciosa. Tiene la manía de buscar con la mirada a los vecinos de enfrente y establecer contacto visual. No llega a decir nada, solo agita la cabeza o masculla algo, pero no deja de mirarte en ningún momento. Yo creo que ni pestañea. Al principio sólo me hacía gracia por su forma de aplaudir sonriendo. El problema es que en mi fachada cada vez somos menos los que salimos a aplaudir y me estoy convirtiendo en su único objetivo. Tras un par de momentos incómodos en los que no supe cómo reaccionar, llevo tres días evitando deliberadamente mirar hacia el bajo A. Qué estupidez. Seguro que él sigue mirando para arriba, todo sonriente, intentando darnos ánimo.

En el 3ºA vive una pareja joven que no había visto hasta ahora. Tienen un bebé muy pequeño que no debe tener más de tres a seis meses. Él sale del portal con el bebé envuelto en el porteador, lo que le permite cargar en cada mano dos, tres bolsas de basura llenas a reventar. En estos días hay que optimizar cada viaje o te come la mierda, sobre todo si convives con neonatos. El bebé va perfectamente protegido con gafas de sol y gorrita con orejeras. El padre se detiene a echarle un vistazo nada más salir. Hace un día que ni hecho aposta, sólo un pelín de viento.

Desde la ventana del tercero, la madre se asoma con el móvil en la mano para hacerles una foto. Él la mira, levanta los brazos un poco, enfatizando las bolsas de basura. Da igual, si no se ven. Tú escóndelas un poco. A ver. Ya está. Mua. Os quiero. Él le lanza un beso, esquiva una mierda de perro y se va sacando pecho hacia el contenedor de los plásticos. El niño está en algún lugar ahí dentro, solo sobresale la cabeza. A buenas horas has venido a este mundo, colega. Con la que está cayendo. Qué cristo. Verás ahora, este mundo que ves ya no es el que era. Este tipo de frases se me están pegando mucho durante la cuarentena. Me estoy volviendo un kitsch. Un viejo mal.

Ayer pasaron por mi calle dos policías a caballo. Los dos eran enormes. Uno marrón y otro blanco. El sonido de los cascos chocando contra el asfalto nos levantó de la siesta. En casa somos muy de caballos. Pegados a la ventana de su dormitorio, los niños del 1º A estaban flipando en colores cuando salimos a asomarnos. Nos hicimos los duros pero estábamos igual que ellos, no les quitábamos ojo. Joder, si es que hace cuatro días era un niño. Cuatro días...

Eso de ver caballos paseando entre coches aparcados o junto al contenedor donde tiras la basura es bastante extraordinario. No les perdimos de vista hasta que doblaron por Galiana. Los que andaban sacando al perro les saludaban con la cabeza, con más normalidad de lo normal. Es lo que tiene tener perro en estos días, son todo ventajas. Lo digo yo, que no tengo. Pero eso de ser una coartada andante, envalentona. Los perretes hasta se atreven a ladrar a los caballos, como diciendo "no estamos haciendo nada ilegal, señor agente. Si quiere venga aquí a registrarnos".

He pensado probar a bajar con mi gato a la calle, pero al final nunca nos acaba apeteciendo. Los dos somos bastante caseros y ahora que dicen que está todo lleno de niños, más. Por mucho que youtube se empeñe, los niños y los gatos se llevan fatal. Además, ya no le cabe el arnés. Demasiadas latillas.


@ottoelbotas 

23 abril, 2020

NOTAS DESDE MI VENTANA

Cada día a las 20.00 la gente sale a ventanas y balcones a aplaudir. Un virus se extiende por el mundo y nos sentimos más unidos que nunca, al menos por el rato que dura el aplauso. A diferencia de twitter, asomarse a las ventanas físicas de nuestro confinamiento nos está dando otra perspectiva. Una que hasta ahora creíamos no necesitar.

Madrid, 2020. En mi calle hay un poco de todo. Con el paso de los días voy conociendo a mis vecinos del bloque de enfrente como si de una novela por fascículos se tratara. Episodios inconexos, si no fuera porque en todos ellos el malo es el mismo. Un antagonista común es lo único que une a las víctimas de este cuento. Todos somos protagonistas, pero como estamos confinados, la narración llega fragmentada en pequeñas unidades dramáticas que, como mucho, confluyen al calor de una mierda de perro recién hecha. Los que tienen perro bajan con bolsitas, hoy más que nunca.

Tiene algo de simbólico que, aún en estas circunstancias, es más fácil y más gráfico observar lo que ocurre en la fachada de enfrente que en la propia comunidad. Dicen que algunos portales se coordinan para facilitar la convivencia en tiempos de crisis. Apenas sé nada de los de la mía, a parte de la vecina de abajo, que nos dijo el otro día que ha estado ingresada dos semanas por el puto virus. Lo que veníamos oyendo no eran ladridos, sino sus arranques de tos. Querríamos ayudar, pero no sabemos cómo. La del 1ºB resulta ser psicóloga, nos ofrece apoyo y asesoramiento a través de un sobre rojo que ha dejado en el felpudo. A nosotros y al resto de vecinos. Puerta por puerta. Con un lacito y una frase reconfortante en el anverso. Al verlo se nos puso la piel de gallina. Ayudar, pero cómo.

Enfrente, en cambio, el edificio cada día nos regala una nueva historia. Un chispazo de lo que están viviendo otros a solo unos metros, justo al otro lado de la calle. Aquí van algunas en orden cronológico:

La señora del 3ºB ha puesto el Sobreviviré -el de Manzanita, no el de la Naranjo- a todo trapo y sale al balconcito a ofrecer su mejor playback. Una mano en la barriga, la otra en alto, los rulos puestos y de fondo una hilera de bragas tendidas. Se contonea despacio mirando de reojo al exterior, sabe que hay ojos que la miran, pero le da igual. O por eso mismo.

Un portal más allá, en el 2ºA, un chico pelirrojo con pinta de gustarle la acampada y los programas de supervivencia decide poner punk vasco a todo trapo en respuesta a otro vecino cercano que se empeña en hacernos bailar cada tarde a ritmo de Manolo Escobar. Por un momento parece que volvemos a las dos Españas. Unos días después, el pelirrojo incluso saca una bandera republicana y la cuelga de ventana a ventana. Ah, es porque hoy se conmemora la proclamación de la II República. En los días siguientes comprobamos cómo uno y otro conviven sin mayor problema. Esos mismos que compiten musicalmente de balcón a balcón, de bafle a bafle, van a jugar dentro de unos días al bingo con otros vecinos del final de la calle. Es lo que tiene el confinamiento, que relativizas por encima de tus posibilidades.

Justo enfrente, a mi misma altura, un chaval de unos veintitantos va y viene a la cocina con mirada legañosa. El primer día le veo cortando cebollas. De cuando en cuando mira por la ventana, arriba, abajo, pero sigue lloviendo. Lleva días que no para. La siguiente vez que coincidimos -coincidimos-, está vertiendo leche sobre un tazón de cereales. De noche se ve todo mejor porque la calle está oscura y las luces, sobre todo las de la cocina, inundan los cubículos. Si tuviera cereales, yo también me echaría un bol. De todas formas no tengo hambre, ya hemos cenado.

La tercera y la cuarta vez que le veo entrar en la cocina ya ni se asoma a la ventana. Total, sigue lloviendo. Noto que cada vez entra con más decisión, directo al armarito de arriba. Lleva un pijama nuevo, bueno, distinto del de estos días. El chaval de veintitantos saca una botella de J&B del armario y le pega un lingotazo a palo seco. Y luego otro. Y otro por la tarde. Y por la noche. Y a la mañana siguiente. Dicen que el alcohol es bueno para las heridas y que lo que no te mata te hace más fuerte. Yo no tengo whiskey, pero queda un culo de ginebra de la última vez que vinieron amigos a casa. Desenrosco y le doy un lingotazo mirando a su ventana. No sé por qué. Ni siquiera nos conocemos.

Otro día, los del 1ºB se quedan un rato más en la ventana después de las 20.00. Suenan aplausos, como todos los días, pero más fuerte. Desde una esquina empieza a sonar el cumpleaños feliz de Parchís. Busco la fuente sonora pero no me da el alféizar. Las ondas rebotan como un pinball y es imposible detectar de dónde sale. Por más que me estire no sé de dónde viene el regalo. No te desquicies.

Vuelvo a mirar a los del 1ºB. Unas manitas pequeñas se agarran a la barandilla, una niña vestida de princesa, con tutú y todo, aparece en cuadro aupada por su madre. Asumo que es su madre porque comparten rasgos. Joder, y porque quién va a estar ahí, a su lado, intentando endulzarle el día a la nena, si no es su santa madre. Alguien pregunta a voces cuántos añitos cumple la princesa. La niña, que aprendió a hablar hace cuatro días, responde agitando los dibujos que ha pintado estos días. Su hermana mayor se los va dando para que los enseñe al vecindario. Es como un powerpoint de colorines visto desde lejos que levanta más y más aplausos. La mamá contesta con una media sonrisa afectada. La princesa hoy cumple dos añitos. Seguro que le han hecho una tarta estupenda, si es que han tenido suerte de encontrar harina en el supermercado.

Al día siguiente, después de comer, vuelven a sonar aplausos. Cierro el grifo y dejo la olla a medio fregar. O he perdido la percepción del paso del tiempo o se han adelantado cuatro horas. O nos hemos vuelto todos locos y ya nos da por aplaudir a cualquier hora.

Pues no, nada de eso. Al asomarme veo a una mujer joven, no tendrá más de cuatro o cinco años más que yo. Lleva mascarilla y guantes de látex, el pelo recogido en un moño y una mochila grande donde llevará vete tú a saber qué. La comida, quizá, una muda, un libro para el camino. A los aplausos se suman vítores, silbidos constructivos, de aliento, y gritos de apoyo que no me atrevo a recordar por miedo a acabar dándole otro lingotazo a la ginebra. Soy un flan. Me digo que la vida es para los fuertes, como mi vecina desconocida que un día más sale a bregar en el frente. Trago saliva tres veces seguidas a ver si pasa el nudo. Yo, aquí, haciendo nada por nadie. Mientras avanza por la acera, más y más gente sale a la ventana y se suma al homenaje. Este es todo para ella. Todo… Nada. Algunos no hacemos nada. Pienso que, o bien ha aparcado en otra calle, o se está yendo al trabajo en metro. Por lo menos va en esa dirección. Si va a tener que ir en transporte público, espero que por lo menos el libro sea bueno. Para cuando dan las 20.00 y volvemos a salir, ya no queda ginebra en la botella. La vida es para los fuertes.

Hay una vecina que no logro ubicar, no sé de qué portal sale. La veo por la mañana, por la tarde y a veces también por la noche, manteniendo el equilibrio a pesar de las sacudidas de su perro, un dogo gigante que caga como si comiera montañas de pienso. Ella va siempre con el mismo conjunto, un pijama rosa de pelo gordo con la cara de Hello Kitty en el pecho. No se lo cambia nunca -cosas en común, yo tampoco-, es como si estuviera haciendo luto perpetuo hasta que todo esto acabe. Como mi abuela, cuando decidió vestir de negro nazareno por la muerte de mi abuelo y pasaron años hasta que consiguieron convencerla de volver, al menos, a la falda negra y el suéter holgado.

La vecina del perro sale cada día con el uniforme, el moño medio deshecho, las manos llenas de anillos de oro. A juego con el pijama lleva unas alpargatas desgastadas, también de pelo rosa. Claro, pienso, así cómo no te vas a resbalar con los tirones del perro. Qué facilísimo es juzgar desde las alturas, protegido tras mi ventana. Yo, que no tengo perros ni críos ni hipoteca ni muertos cercanos ni nada que realmente justifique porqué ya no queda ginebra en la puta botella. Lo que no te mata te hace más fuerte o te llena de prejuicios. El diablo llamando a la puerta de tu ego, y tú preguntándote si habrán repuesto la vitrina de licores del Día.

Unos días después, al anochecer, un taxi se detiene frente al portal de enfrente. De él se baja una señora con tres niños: uno de trece, una de diez y uno de seis o siete. No lo sé, pero lo supongo porque los he visto mucho. Parecen buena gente, gente animada. Todos llevan mascarillas, guantes no. Salen despacio del coche y se aproximan al portal. La puerta del taxi se queda abierta, no se han acordado de cerrarla al salir. Caminan despacio, arrastrando los pies. Los cuatro llevan las bocas tapadas, pero aún así se intuye lo que no se ve. Mientras la madre busca las llaves uno de los niños se rompe, mamá se da la vuelta y los abraza a los tres. Los agarra fuerte, en silencio, movimientos pesados. El tiempo se congela.

Cuando deshacen la piña me fijo en que también mamá está llorando. También está rota. Entran. Unos segundos después se enciende la luz en la cocina del 1ºA. El de trece años saca la cabeza por la ventana y llora solo, sin consuelo, ajeno a nuestros ojos. Del interior brotan gritos de dolor y de rabia, gritos que me atraviesan como me imagino que estarán atravesando al resto de vecinos que están escuchándolo todo desde detrás de sus ventanas. Hasta entonces, todo lo que sabía de los del 1ºA es que son una familia numerosa, dominicanos, quizá, porque les gusta poner bachata los sábados por la mañana, y que tienen otro hijo más, el mayor, de unos dieciséis años, al que a menudo vienen a buscar un grupito de chicas de su edad. El chaval, aún sin barba, es todo un guaperas. De repente la ventana vuelve a estar vacía. El niño, el chico, se ha ido. El llanto es cada vez más fuerte en el interior, todo el rato es la misma persona. La madre. Nadie puede llorar más alto que una madre, es ley natural. Alguien baja la persiana con afán de contener la expansión del dolor. Hasta las culturas más abiertas, más sociales, se encierran ante una tragedia real porque la muerte no hay quien la endulce con Me gustas ni simpatía ni empatía ni nada. En este mundo nuevo los trapos sucios se siguen lavando en casa, a lo mejor aún más que antes, y lo mismo con las pérdidas humanas.

Pero no. Al cabo de unos minutos vuelve a subirse la persiana y aparece una chica joven, guapa, demacrada. Se asoma para mirar hacia el final de la calle como buscando algo. Al cabo de unos minutos llega al portal otra mujer con dos niños agarrados de la mano. La chica en la ventana desaparece y vuelve a aparecer abajo, en el portal. Al abrir, el contacto visual hace que la chica guapa se rompa también y se funden en un abrazo cuya onda expansiva atraviesa los cristales. Los dos niños, que no entienden pero entienden, aportan como pueden aferrándose a las piernas de su madre y su ¿tía? ¿prima? Da igual. Al cabo van llegando más y más familiares. Padres, madres, adolescentes, niños...

La distancia social pasa a un segundo plano cuando se trata de estar al lado de un ser querido al que la vida acaba de tumbar de una hostia. Por eso sería mejor hablar de distancia física, porque la distancia social no fluctúa según las normas de ningún gobierno. La distancia social -la cercanía social, coño- no desaparece ni desaparecerá por mucho que se nos caiga el mundo encima. En todo caso, será internet quien nos aísle socialmente. Pero hoy no. A medida que va llegando más y más gente, no puedo evitar que mi mente formule ese asqueroso razonamiento racionalista. ¿Se estarán poniendo en peligro los unos a los otros? Si el piso tiene el mismo tamaño que el mío, hace rato que han sobrepasado el aforo. Poco a poco el llanto y la rabia van amainando, al menos en nuestros oídos. De los suyos quizá ya no se vayan nunca, pienso, imaginando cómo sería si fuese yo quien sube y baja las persianas de enfrente.

El caso es que hace una semana de todo esto y yo, ojalá me equivoque, temo no volver a verlos. Las ventanas no se han vuelto a abrir, los párpados de la casa están cerrados a cal y canto... Y yo no dejo de preguntarme dónde está el mayor de los hermanos, el romeo de acento caribeño que correspondía con flirteos inocentes a las julietas de hormonas exaltadas que solían hacer fila bajo su ventana.

Mientras tanto, algunos vecinos están empezando a perderle el miedo al Miedo y se reúnen por la tarde en los escalones del nº21. Siempre respetando la distancia física de seguridad, el sucedáneo del contacto humano es una caricia al perro del otro, golpes de cuello y preguntas vacías. Y en la tele, que un tigre del zoo del Bronx está enfermo del virus. Hace unas pocas semanas los habría juzgado, por irresponsables, quizá hasta habría salido a increparles. Con la que está cayendo. Como esas ancianas amargadas que nos echaban la bronca de pequeños por colarnos a jugar al fútbol en el césped del jardín municipal. No tiene nada que ver, pero yo me entiendo. Bueno, no sé.

Cada día me siento más viejo. Igual ese que veo en el reflejo al bajar la persiana se esté convirtiendo en una anciana amargada. Si es así, por lo menos espero ser capaz de no echar más leña al fuego, de no verlo todo bajo el filtro de mi propio miedo. ¿Cuál es la verdad? A lo mejor es que ya no hay más verdad que aquella con la que cada uno alcanza a vivir. La posverdad y toda esa mierda que nos podemos permitir porque twitter es gratis. Basta con hablar de Islandia para que, de repente, los banners me bombardeen con vuelos low cost a Reikiavik. Con la que está cayendo, y yo cabreado con el mundo porque no es como yo quiero. Puto miedo.

18 marzo, 2014

PALOS, PIEDRAS Y PALABRAS


Pasado
m. Tiempo anterior al presente: Los dinosaurios vivieron en el pasado
Presente
adj. y m. [Tiempo] en que se sitúa actualmente el hablante o la acción: El presente es una incógnita
Futuro
m. Tiempo que está por llegar: En el futuro la ciencia y la tecnología harán posible lo imposible


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ESTACIÓN CHAMARTÍN, ANDÉN 18 – AMANECER

El día en que Armando marchaba hacia el frente, los pájaros no acudieron a piar el alba. Genoveva, la madre de Armando, lo interpretó como un mal augurio, apoyada contra una de las altísimas columnas del andén, pero prefirió guardarse las supersticiones para sí misma. Ya nada lo separaba de cumplir, había llegado el día.

Jóvenes patriotas de verde oliva sellaban sus bocas contra preciosas jovencitas perfumadas, orgullosas de llorarles por la futura ausencia. Armando esperaba al margen de la muchedumbre, sentado en su petate, callado, con la mirada y la mente enredadas en aquella catenaria que los llevaría, a través de mil fronteras, hasta el frente ruso.

En el mundo de Armando las cosas importantes eran pocas y pequeñas. Las grandes ocupaban muy poquito espacio. La política, las grandes ideas, las ideologías… Le parecía que todo eso, lo que era a él, le influía poco o nada. Esas cosas quedaban muy lejos de su casa al pie del Manzanares. Él jamás en la vida se habría alistado para ir a Rusia a pegarse tiros -y de voluntario, menos- pero ya se había encargado su madre de que la quinta generación de Armando Guerra cumpliera con su compromiso histórico de servir a la patria. A Armando aquello le daba más o menos igual. Por ideales no era, pero igual después podría hacerse un hueco y acabar, quién sabe, de reservista. No era sensato descartarlo.

Lo de estudiar no le interesó nunca. Las Ciencias le parecían cosa de listos, y más aún, de listos pudientes; mientras que las Humanidades directamente le parecían inútiles e incomprensibles. Le hubiera gustado echarse una chavala, eso sí, y llevarla de paseo los domingos a la Gran Vía. Pero era muy feo –él lo sabía, como también sabía que no lucía mucho en porvenir como ayudante de ferretero–. En cualquier caso, así mejor. No tendría que despedirse de ninguna. Bueno, de mamá. Con tal de no contradecirla, Armando…, lo que hiciese falta. Ya pueden llover cantos en Rusia que, por no oírla…

Genoveva colocó una gruesa bufanda en torno al cuello de su hijo, se estiró sobre las puntas de esparto y lo besó en la frente hasta que el tren echó a andar. Genoveva arqueó una comisura al verlo marchar. El andén rompió en un sonoro aplauso de despedida a los héroes. Como todos los demás, Armando sacó el brazo derecho por la ventanilla y lo extendió en dirección al sol, al estilo de los buenos patriotas. El cielo se llenó de proclamas victoriosas y humo negro. Aquel día ni siquiera había sol y, muy en el fondo de sus pensamientos, Armando simplemente pensaba en el tiempo que pasaría hasta volver a ver un partido de su Atleti.

En ese mismo instante, la prima Lola rompía aguas en algún lugar del Parque de la Bombilla, dejando caer al barro un cántaro lleno de leche fresca.


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ESTADIO VICENTE CALDERÓN, FONDO SUR – ANOCHECER

Salvador Guerra había apostado diez mil calas a que el Atleti ganaba en casa al Spartak de Moscú. Partido de vuelta de Semifinales de la Champions, las gradas rugían de ilusión aquel martes. Salva tenía un abono y la cabeza rapada. Después de acabarse una botella de Ballantine’s, entró al campo y cantó a pleno pulmón durante noventa minutos; ahí, al frente, con su familia deportiva.
El Atleti perdió tres a dos en un partido brusco y pobre. Sendas aficiones se citaron en la calle para el epílogo, bien dispuestos para soltar adrenalina, frustraciones y hostias. Salva llevaba un bate con la esvástica. Tiros ya no quedaban. La rabia de la derrota hacía salivar a los fanáticos rojiblancos como él, y los rusos no iban a ser menos. Los de casa esperaron bebiendo en las inmediaciones, esperando a que soltaran la liebre. Cuando la hinchada moscovita salió del estadio, comenzó la batalla.

Salva murió junto a un coche aparcado con el pecho hundido a golpes. Un mes después despertaría en La Paz, preguntando por las diez mil calas que tenía apostadas a la victoria del Atleti.


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PARQUE DE LA BOMBILLA, CINE VERANO – NOCHE

Iván Guerra y su novia compartían la ensaladilla rusa a cucharadas entre las sillas vacías. Sería un martes o un miércoles, uno cualquiera, en el cine de verano de la Bombilla. No había nadie. Estaban ellos solos, cargados de zampe y cerveza. Se instalaron en el centro y cenaron a la fresca del Manzanares. Esa noche echaban una muy mala, la típica americanada, El último soldado o algo por el estilo.

Comando americano trasladado a país árabe para aniquilar infieles sufre emboscada modelo vietcong y mueren todos los guapos menos uno, el más guapo, que vuelve a su país como un héroe. A Iván le encantaba ese tipo de películas, le recordaban a su padre, a cuando le llevaba al cine y luego al estadio, a ver el Atleti con sus amigos. Más que recordar, Iván rememoraba una especie de versión dulce e hipertrofiada de su padre, formada a partir de las dos o tres imágenes mentales que conservaba de la infancia.

Iván quería ser rico a toda costa y cuanto antes, esa era la clave. Siempre había pensado que su padre desapareció para largarse a hacer dinero a algún otro sitio de Madrid o de España, seguramente lejos del río. Iván era potamófobo –fobia a los ríos– y, curiosamente, había vivido desde siempre frente a la ribera del Manzanares. Con el tiempo acabó construyéndose una extraña relación de amor y miedo entre ambos.

En cierto modo, su demencia estaba plenamente justificada. Cuando papá se fue, mamá se tomó una botella de DYC y se tiró al río. Iván estaba a escasos cien metros, en el mismo cine de verano donde ahora Julieta y él se metían mano como locos ajenos al discurso de Mark Whalberg. La noche en la que Iván se quedó huérfano echaron Lilith, una película de Robert Rossen sobre lunáticos y cascadas. Iván no paró de ver ríos durante más de dos horas pero no entendió nada de aquella película. Al llegar a casa, su madre no estaba. Tampoco lo entendió.

Cuando no se besaban, Iván miraba de reojo el escote de Julieta y se retensaba todo entero. La película transcurrió por los afluentes del patriotismo yankee hasta la última escena, en la que Whalberg recibía la tan ansiada condecoración por el coraje derrochado.

Detrás de la pantalla, entre un par de urinarios móviles, Iván y Julieta luchaban sin protección ninguna, diciéndoselo todo muy despacio desde los sótanos del Despacho Oval. Se oyó un largo quejido. A continuación, Morgan Freeman Obama concluía su discurso presidencial con una frase de agradecimiento a los miles de americanos que abandonaban sus casas para liberar al Mundo del integrismo y la tiranía ayatollah:

—Los palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras rompen todos los corazones.