A María empezó a
crecerle la barriga un día de finales de marzo mientras almorzaba con sus
amigas. Entre chisme y chisme, de pronto su vientre comenzó a hincharse ante la
sorpresa de las otras mujeres. Un murmullo surgió en alguna de aquellas bocas
masticantes de ojos cómplices y la noticia se propagó.
María sabía que no estaba embarazada. No podía estarlo pues, como todo el mundo sabía, era la
única mujer del pueblo que aún no había probado hombre. De ello se lamentaban
sus padres, que no veían la forma de desposarla con nadie; simplemente, ningún
hombre la quería. Periodistas, maleantes y curiosos de toda la comarca se
acercaron atraídos por el morbo. Aquella barriga virgen crecía cada día un poco
más sin que nadie reclamara la paternidad del nonato.
Nueve meses después,
María yacía tendida en la cama esperando a su hijo. Tras llantos,
gritos y una pizca de placer, se lo pusieron en los brazos. En vez
de un niño, había parido una religión.