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24 noviembre, 2016

TIERRA DE NADIE

Los primeros llegaron al borde del anochecer. La cadena humana se extendía a lo largo de cientos de kilómetros como una serpiente que en pocas horas se fundiría en una masa informe de piernas, enseres y rostros sucios. Justamente ahí, ante el portón electrificado que daba acceso a otro sitio, a otra puerta, desembocaba la nube de polvo. Más y más gente iba llegando ante el reojo abúlico de los soldados, muchos de ellos aún con las gafas de sol pese al ocaso. Gracias a los voluntarios, los demás nos íbamos enterando de lo que ocurría delante, en la vanguardia de la comitiva.

Los más rápidos fueron los niños. Vagaban solos en grupos de veinte o treinta, pululaban descalzos entre la multitud como moscas alrededor de un cadáver. Los adultos que llegaban iban formando corros y discutían por lo bajo, como temerosos de una posible reacción de los tanques aparcados más allá. Seguramente no sabían ni qué decir llegado tal punto, a quién dirigirse, qué pedir exactamente…, así que se volvían ante sus compadres en busca de apoyo y consenso. Entretanto se les iban sumando por cientos los recién llegados, todos cargados con pesados sacos y bolsas de basura. Aquello no era ya Serbia ni todavía Hungría, era tierra de nadie.

Avancé entre la multitud con Samir en brazos hasta llegar a un claro desde el que pude ver la puerta. Allí, en el epicentro de las miradas, alcancé a ver lo que parecía una tranquila conversación entre un oficial húngaro y el grupo de periodistas acreditados. Otros tantos periodistas aguardaban tras el cordón policial mezclados entre la marabunta. Éstos parecían visiblemente menos tranquilos a juzgar por el brillo en sus ojos y la orientación de sus comisuras. Los primeros voluntarios comenzaron a llegar a la zona, diseminándose entre la gente con los brazos extendidos, embutidos en sus petos fluorescentes tachonados de siglas.

Las primeras en ser llamadas fueron las mujeres con bebés. Samir lloraba a pleno pulmón entre el hedor y el polvo pero no recuerdo hacer nada por taparle la cara o protegerle de alguna forma. Alrededor otras madres se aprestaban a seguir al voluntarios de turno como si así fueran a darles una visa de inmediato, cosa que evidentemente no ocurrió –a la postre todos descubriríamos tristemente cómo todo va mucho, muchísimo más lento incluso en el mejor de los casos, salvo contadas excepciones–. Yo preferí aguardar unos instantes más para ver si sacaba algún detalle de la conversación, algún gesto o ademán que pudiera advertir por dónde estaba fluyendo el asunto entre el ejército húngaro y los mediadores internacionales. Alrededor se escuchaban rezos y llantos, niños correteando entre ancianos de mirada perdida. Aún hoy recuerdo sus rostros ajados por el tiempo y el éxodo, sus comisuras desinfladas, sus pechos vaciados buscando el resuello en algún punto de su pasado, la pupila perdida en la grava.

Siempre se me dio bien leer las caras, traducir los gestos, interpretar las miradas… De joven siempre pensé que me convertiría en analista política –quizá la mejor, soñaba– justo en el momento en que todo cambiaría, justo al rebufo del progreso. Por fin mi país luciría orgulloso la bandera de la modernidad, sin nada que envidiar a los demás, ni siquiera a América. Poco tardó la vida en demostrarme lo contrario, lo equivocados que estábamos entonces, lo tarde que reaccionamos…

Por más que los observaba no pude sacar una vaga conclusión de la conversación entre el oficial, los periodistas y las delegaciones de voluntarios. Caía la noche sobre nuestras cabezas y ninguno de nosotros había logrado cruzar al otro lado –tampoco las madres con bebés– por lo que empecé a pensar que el ejército quizá tendría órdenes de no dejar pasar a nadie. A nuestras espaldas, cientos de miles abandonaban territorio serbio borrando nuestras huellas con las suyas.

Cada vez que hago memoria de aquel día veo a Samir en mi regazo llorando sin descanso y, sin embargo, no recuerdo haber hecho un solo movimiento por acallarle. Toda mi atención –como la de casi todos los demás– era absorbida por lo que pudiera estar debatiéndose en ese epicentro migratorio en medio del campo, un campo cualquiera postrado a lo largo de tres países vecinos con banderas y gobiernos distintos. Fue entonces cuando vi la cámara.

Al principio solo vi el haz de luz y pensé que se trataría de una linterna o quizá un foco de luz con el que visibilizar al oficial húngaro, tal como se aplica con los domadores en los circos. Entonces el haz rotó sobre sí mismo y pude ver la enorme cámara de video asida al hombro de un hombre pelirrojo entrado en años. A su lado, un joven reportero daba instrucciones sin mirarle, braceando nerviosamente sin mirar realmente a ningún sitio. Probablemente se prepara para entrar de lleno en el meollo y lanzar su pregunta, pensé en aquel momento.

Fui abriéndome paso lentamente entre la muchedumbre hasta colocarme cerca, esperé el momento oportuno y entonces, en ese preciso momento, todo pensamiento desapareció de mi cabeza. Lo que vino después muchos ya lo conocen. Una madre tirada en el suelo tratando de proteger a su bebé, lágrimas cayendo, alarmas y empujones, gritos desesperados que prenden la mecha de la marabunta… Por un momento pensé que moriría sepultada bajo el mar de piernas, que después de tantos kilómetros, tanta muerte y sacrificio todo acabaría ahí, antes de llegar a ninguna meta. Sólo era capaz de seguir el haz de la cámara y llorarle, gritarle, desgañitarme ante esa luz que llega a las casas de la gente sin guerra.

Mi padre hubo de cumplir cuarenta años hasta poder abrir su propio despacho y, antes de él, mi abuelo trabajó como peón de los colonos durante treinta años hasta poder abrir su granja. Mi marido abrió la agencia de viajes con tan sólo veintisiete años. Ahora todos habían muerto y yo me veía a mí misma desde fuera de mi cuerpo, yaciendo poseída en una tierra que no era la mía ante aquella caja que transporta imágenes. Rasca en tus adentros, me decía sin cesar en aquel entonces, y casi no hizo falta: un padre, un marido, un hijo… Mis ojos se llenaron de lágrimas, mis labios escupían lamentos y mis manos gritaban al Mundo, riñéndole por pasivo y por cruel.

Dales lo que quieren... Si han traído hasta aquí este artefacto tan caro es porque algo andarán buscando… Dales lo que quieren… Llora, grita, finge…

Al día siguiente mi rostro aparecía en todas las portadas, periódicos de todo el mundo me ofrecieron entrevistas y así, tuve la oportunidad de contar mi historia mientras médicos voluntarios se ocupaban de Samir. Apenas una semana más tarde recibimos una visa de asilo por parte del gobierno noruego y el veintiuno de Mayo aterrizamos en Oslo. Mi hijo Samir y yo.



PUES MIRE USTED

Mi Alfonso dice que me va a llevar a San Vicente con Mercedes y los niños, que allí se come de muerte por dos duros y que me van a sentar bien los baños en el mar. Que tengo cara de cansada últimamente y que si ya no salgo de casa. Yo le digo que es para mantener la piel blanca como la marquesa y que si tengo ojeras es porque me paso las noches pegada a la radio, como hacía padre. Él se ríe y suelta alguna coletilla para salir del paso. No le gusta que saque el tema, yo lo sé porque se le nota; aunque no lo dice se le ve en la frente y en los labios que no quiere hablar de ello, que no sabe.

La verdad es que yo no creo en Dios. Necesitaba contárselo a alguien pero no quiero que nadie en mi familia se entere. Pensé en ir a un psicólogo de esos pero al final me he atrevido a venir aquí, que es gratis. A estas alturas no quiero hacer más gasto del necesario. Espero tenga a bien que no vaya a dejar nada en el cepillo, sería hipócrita después de todo.

El caso es que ya ha insistido varias veces con el tema de la playa. Al principio yo pensé que lo decía por decir, para animarme, y no me costaba mucho esfuerzo seguirle la corriente. Pero ya no sé ni qué decir ni qué cara poner, el corazón se me parte en mil cachos. Si pudiera desaparecer sin más, borrarme de sus vidas y que todo siguiera igual... Hay que joderse... Perdón.

Disculpe, voy a sonarme...

Es que me da tanta rabia... Me quieren mucho, eso yo lo sé. El pequeño lleva un tiempo que no le da la gana de dormirse si no voy yo a cantarle, menudo genio tiene... El mayor es más tranquilo pero listo..., más listo que el hambre. Los dos me adoran, por eso en parte esta rabia de saber que no los voy a ver hacerse hombres.

Llevo tiempo preguntándome porqué me siento tan culpable sólo de pensarlo... Si fuera creyente... Y no es porque no me atreva, eso ya se lo digo.

Mire que otras veces lo pienso fríamente y lo veo claro. No queda otra solución. Esos tratamientos son carísimos, dicen que se te caen el pelo y hasta las uñas, que no te controlas y que -para más inri- parece ser dolorosísimo... Total, para acabar muriéndote de todas formas.

Yo jamás hubiera pensado que una cosa así pudiera darme a mí remordimientos. Con lo que yo he sido... Si alguien me lo hubiera dicho hace treinta años, le habría contestado bien clarito, sin vacilar. Que en mi vida mando yo, para bien o para mal, y sanseacabó.

El caso es que tengo que hacerlo, no tengo otra opción ni tampoco mucho más tiempo, pero no sé cómo. Por eso necesito que me ayude, para que mi familia no se entere y yo pueda irme tranquila, sin que sufran más de la cuenta. Entiendo que esto que le pido es para usted un pecado gravísimo pero entiéndame también usted a mí, le ruego que lo tome como mi última voluntad.


05 mayo, 2015

PATANOIA

La cafetera tiene un poso agarrado a la punta del conducto de salida. Nadie sabe aún de su existencia pero ese poso cambiará el aparentemente tranquilo discurrir del Mundo tan pronto como se convierta en moho.

En los estanques del jardín hay patos cabreados, aquellos que prefieren una vida en lago abierto se han unido y están muy cabreados. Son astutos, planean atentados, cagan sin descanso por los bordes del estanque en espera de que un pobre despistado resbale y caiga preso en su reino de nenúfares de plástico.

En apenas veinticuatro horas los jardines se llenarán de sombreros, broches y sonrisas de pera a juego con las brochetas de fruta y los manzanos en flor. Portarán copas de champan largas y finas como los cigarros mentolados que yacen al fondo del estanque -bajo los patos que conspiran aguardando los instantes que restan- y vagarán torpemente por la gravilla durante una hora en espera del anfitrión.

En las noticias hablan de conflictos y miedo pero aún no saben nada.

El sol se pone tras la ventana de la sala de reuniones, en el primer piso, dejando en penumbra el rincón donde nuestro poso va mutando. En este preciso momento, si a tan solo uno de esos patos le gustara un buen espresso, el resentimiento de los patos y el nihilismo del poso podrían llegar a converger en una inmediata reacción involutiva que acabaría con todo en décimas de segundo. Tristemente no es éste el caso...

Mientras tanto un viejo reloj de pared arrastra el segundero como siempre, quizá algo más consciente de su rol en el mundo pero no más lento ni más rápido en cualquier caso.

La casa se llena de vestidos negros y abrigos pendientes de ser colgados. El servicio hormiguea por las estancias luciendo cara de pato cabreado, deseando llegar cuanto antes al café y los postres tras cuatro horas de frenética preparación coordinada.

En medio de una famosa pieza clásica interpretada por un quinteto de cuerda, el reloj de pared empieza a retumbar bajo las cúpulas marcando las nueve. El ama de llaves y el somelier se miran contrariados. Comienza la coreografía de muchachas con paso tenso y café humeante. En el jardín suenan tambores y al cabo un pistoletazo. En un segundo el cielo se llena de pólvora y luces de color. Los primeros patos abandonan sus posiciones en dirección a la mansión.

En el interior, vestidos negros yacen apilados babeando alfombra frente al gran mural de banderas, algunos aún con la servilleta al cuello. El servicio se ha encerrado en la cocina, presa del pánico. Cuando el reloj suena de nuevo, los patos, conscientes de lo bien que les ha salido la jugada, entran y se explayan por la estancia con júbilo infantil, encienden puros y tosen juntos por la gran victoria.

En el exterior se concentran más y más patos unidos por un mismo grito pero las puertas son gruesas y las ventanas aún más. Ya no cabe un pato más en la mansión y las puertas, en un momento de extrema tensión, terminan cerradas. Nadie en el interior alcanza a oír ya el llamado de los otros, el resto que aguarda fuera ansioso por entrar. En el interior, algunos cientos o quizá miles de patos afortunados corean el nombre del célebre cisne negro.
En el rincón del fondo de la sala de reuniones del primer piso, en la máquina de café, una hormiga y una araña se encuentran y, sin mediar palabra, se funden en un beso como si en ese preciso instante alguien les hubiera susurrado al oído que al final lo mejor es un final feliz con beso.

11 mayo, 2014

EL PRIMER BESO


Cerraron los ojos a la vez y se acercaron despacio, cogidos de la mano bajo el viejo castaño. El recreo bullía en un segundo plano con los gritos de los apostadores de tazos, los versados en liebre o los reyes del futbito -entre otros muchos-, repartidos por el patio en pacífica coexistencia.
A
Ellos estaban al margen, al fondo, en la zona prohibida. Siguieron acercándose más y más, muy despacio, hasta que sus diminutas bocas colisionaron en un beso. El primero de Bea. Qué guapo era Jorge, el que más de la clase. Bea sucumbió a una sonrisa desconocida, rara, mayor. También le había quedado un regusto a caucho en los labios. Abrió los ojos y se vio sola bajo el viejo castaño. Quiso otro beso pero ni rastro de Jorge.
A
Empezaron a oírse gritos en el arenero. En unos minutos todo el patio estaba allí curioseando. También Bea se acercó a ver qué pasaba, saboreando todavía en ese sabor a caucho lejanamente familiar. Aún le dolían los labios por culpa de los brackets de Jorge, pero era tan guapo… Y con esos ojos, tan azules…
A
En el epicentro del griterío, una rana gorda y fea planeaba la huida entre el alboroto de manos y cubos y abrigos, brincando hacia el despacho del director.

Inmediatamente Bea se exculpó consigo misma de haber convertido a Jorge en un sapo. En fin, ¿cómo iba a saber ella que lo del beso funciona también en la vida real? ¡¡¿¿y al revés??!!

Como llegara a oídos de don Ángel, se la iba a cargar entera. La castigarían, llamarían a sus padres y también ellos la castigarían. Total, por un beso.
A
Mayores y pequeños perseguían a la rana hasta la entrada del aulario, vociferando y empujándose como posesos. Bea fue sorteando a unos y otros hasta llegar al origen. Enganchó la rana de un certero agarrón y lo primero que hizo fue mirarla a los ojos, por si se deshacía el hechizo, pero no. Ni siquiera los tenía azules. Bea dudó un instante acerca de la diferencia entre las ranas y los sapos; luego salió del tumulto entre las quejas de los mas mayores, indignados por la repentina interrupción del escarnio. Uno de ellos le quitó la rana de las manos y, con una mueca de placer, cargó el brazo con todas sus fuerzas. Bea se desvaneció ante la imagen del pobre Jorge proyectado a esa velocidad contra la pista de baloncesto.

A
De pronto todo era oscuridad y Bea creyó escuchar que la llamaban desde lejos.

Doña Úrsula golpeó varias veces en la mesa con el dorso del borrador, pronunciando cada vez más alto el nombre y los apellidos de Bea, que dormía plácidamente sobre sus pequeñas manos llenas de pulseras de colores. En el pupitre contiguo, Rubén le soltó un codazo entre risas nerviosas. Por fin Bea sacó la cabeza de entre los brazos, roja de vergüenza, y continuó leyendo en voz alta por donde Doña Úrsula le indicó.
A
Leyó sin ganas de leer, deseando estar aún dormida, sin bobos al lado pintándole el estuche o rompiéndole las ceras. Mejor estaría allí fuera,  bajo el árbol, besándose con Jorge.

Aunque fuera un sapo.

05 mayo, 2014

LA MONTAÑA ROSA


A Laura

La primera vez que Otto visitó la ciudad de Gaimén, una imagen se grabó para siempre en su memoria. Le embargó una excitación desconocida, un escalofrío interno ante la visión de aquella gigantesca cúpula rosa acabada en punta. Era diez, doce veces más alta que el mayor de los rascacielos circundantes. Los distritos, urbanizaciones y barrios se extendían en cinturones concéntricos hasta más allá de donde alcanzaba la vista.

Otto se acercó a preguntar a un par de transeúntes acerca de la identidad de aquel insólito monumento que dominaba la ciudad desde la altura. Para la gente de Gaimén, la cúpula era un icono más de la ciudad, un símbolo familiar, dulce, inofensivo.

Siguió preguntando en bares, tiendas y plazas, entrevistándose con extrañas gentes en esquinas sucias; quién lo construyó, a quién pertenece, qué alberga… Nadie pudo decirle nada útil. Sencillamente, todos estaban tan acostumbrados a su epicéntrica presencia que se habían olvidado del día en que ya no se preguntaron por la razón, el motivo por el que alguien había plantado aquella extravagancia en plena metrópolis.

Ahora, solamente Otto se hacía esas preguntas.

De donde era él, las cosas extraordinarias como aquello tenían siempre una historia detrás; en algún momento habían pasado a ser leyenda y la gente lo recordaba como parte de la cultura. Otto pensó que los monumentos servían para eso. Pero no, en Gaimén las cosas eran de otra forma. Sencillamente nadie sabía nada, lo que no hacía más que avivar su curiosidad.

Otto -que, por cierto, llevaba un larguísimo viaje a sus espaldas- reconoció consigo mismo que no había nada mejor que hacer aquella tarde. Había logrado vencer la pereza, el hambre y la sed. Se puso en marcha de nuevo, observando las selvas de bloques humeando en el valle. Enfiló el radio nº9, pie tras pie, caminando hasta el mismo centro de la ciudad: desde los barrios grises hasta los etéreos distritos comerciales, todo el camino fue un símil de la historia del cine, de Griffith a Cameron en dieciséis escenas. Otto caminó en línea recta durante horas, las manos en los bolsillos, atravesando los sucesivos cinturones urbanos de la ciudad como un voyeur solitario.

Llegó, por fin, a los pies de la gran cúpula, que a esa distancia ya no dejaba duda alguna: era de cristal. Los ojos de Otto iban creciendo en el reflejo a medida que se acercaba. Lo tocó con la mano y aplastó su rostro grasiento contra la superficie fría, tratando de ver qué misterios ocuparían el interior de aquella rareza arquitectónica. ¿Qué podría haber allí dentro? ¿Por qué nadie sabía nada? Y lo que más le intrigaba: ¿Dónde estaba todo el mundo?

No se había encontrado a nadie desde que dejara atrás los suburbios. Otto se sentó a pensar un rato. Sólo unos minutos, y luego se puso en marcha de nuevo, aunque no daba con un plan. Caminó pegado al borde de la montaña sin encontrar la forma de llegar al interior. Durante el trayecto fue topándose con hasta veinte tipejos, todos físicamente muy parecidos: pequeños hombrecillos de nariz ganchuda, envueltos en trajes de neopreno negro forrados de ventosas. Por los cuatro costados de la montaña rosa se lanzaban al cristal en pro de la cima.

Después de dar toda la vuelta, Otto volvió a mirarse en el reflejo y descubrió una grieta diminuta a unos palmos del suelo. Se acercó prudentemente y la observó de cerca. Miró a un lado, al otro, a su espalda; y, sabiéndose solo, lanzó el pie izquierdo con todas sus fuerzas contra la cicatriz en el cristal. Se hizo daño en el pie pero nada más. A los cinco minutos, comenzó a llover leche.

Una cascada de líquido blanco y dulce fluyendo de la cima al suelo. Otto luchaba entre la confusión sin poder mantenerse en pie, respirando bocanadas de aire y leche fresca. Cuando cesó la descomunal cascada, la pequeña grieta se había convertido en una asombrosa abertura de entrada a la montaña. Otto se frotó los ojos, arqueó las cejas e inspiró profundamente.

Todo estaba vacío. Dentro de la gran cúpula no había gente, ni oficinas, ni comercios; ni siquiera había columnas, ni pisos, ventanas o puertas. El interior de la montaña era una gigantesca carcasa vítrea, completamente diáfana, coronada por una gran válvula marrón. La luz del atardecer se filtraba ya levemente, instaurando la penumbra. La formidable perspectiva desde allí abajo eventualmente hizo tropezar a Otto, que por primera vez reparó en la naturaleza del suelo.

Se vio caminando sobre un mar de cables, hilos de todos los tamaños, dueños y colores. Mientras tanto, la fisura en la cúpula fue sellándose por sí misma hasta desaparecer y, de repente, sobrevino la oscuridad en el almacén de cables.

Todas las aficiones y los miedos, el consumo, las necesidades, preocupaciones, expectativas y sueños de los ciudadanos de Gaimén empezaron a surgir en la penumbra. Se encendían durante breves instantes, como cientos de fantasmas proyectados contra la nada a los ojos de Otto, clavado en el centro como un dardo ganador. Hologramas de la gente, una por una, revelándose ante la cámara durante unos segundos para luego esfumarse a media palabra; cientos de rostros relatando su historia, aparentemente sin ser escuchados. ¿Qué significaba eso? ¿Qué hacían allí, mostrándose intermitentes, todas aquellas imágenes de archivo de los ciudadanos de Gaimén? Por un momento, a Otto todo aquello le recordó a una asamblea de fantasmas, igual que una de un libro que había leído de niño. “Qué se supone que es todo esto…” se preguntaba Otto una y otra vez. “¿…una pesadilla?”

Una alarma comenzó a rugir con violencia bajo la montaña, en cuya oscuridad brotó una hilo de luz blanca desde lo alto. Otto pudo ver que unos cuantos de los hombrecillos de nariz ganchuda habían logrado conquistar la cima de la ubre y bullían agitados alrededor de la gran válvula. La alarma cesó de golpe. Entonces, un gigantesco chorro de leche salió disparado de la punta, cruzó el cielo y apagó el Sol. El mundo entero quedó a oscuras y el silencio alcanzó el último rincón de la ciudad.

En poco tiempo, las calles de Gaimén brillaban inundadas por miles y miles de metros cúbicos de leche que anegaron la ciudad y sembraron el desastre, especialmente en zonas bajas. Con el tiempo la gente acabó volviendo a hablar entre sí, incluso surgieron leyendas conversaciones clandestinas a dos y tres bandas. Lo que nadie volvió a ver es el Sol. Todo se hizo, desde entonces, a la luz de la Luna.

25 abril, 2014

MIERDA


Vaya mierda, Paco… Ya te puedes empezar a cuidar, ¿eh? Así no vamos a ningún lao… Venga beber to las noches pero es que ya ni te emborrachas. Valiente personaje… Y luego no eres capaz ni de improvisar un poco, no sé, buscarte la vida, colarte en alguna trama de intriga, buscar un papelito de secundario…

Yo sólo te digo que ya puedes espabilar, vamos, hacer algo que enganche al lector. Yo solo no puedo, ya te lo digo. Por más que distribuya comas por la frase, a ver si alguien se engancha, así no hacemos nada. Normal que los demás narradores se larguen. Mírate, si es que parece que te da igual…

Ye hincas la botella. inverosímil, digno de estudio. Ahora purito, pornete y punto pelota. Qué poca ambición, desde luego. Al final me lo acabas pegando, como siempre. De verdad que siento pena. To el día en chándal, los pelánganos de la nariz, mordisqueando el mando de la tele, ¿con la gorra del Madrid...? Pero Paco, si tú eres del Sevilla.

Ya podrías salir un poquito a la calle, ver mundo, que vas pegao a un bar desde que sales del curro. Date una vuelta, pipea un poco, fíjate en los demás, coño. El resto de personajes tiene su propia vida, sus matices, su arco de transformación… Esto es así, aquí el más tonto tiene su meta concreta, sus contradicciones, sus claroscuros. Algunos hacen deporte… Otros tienen trabajos estimulantes… O viven experiencias al límite. ¿Pero tú?

Y mira que tienes opciones, ¿eh? Que te podrías elegir -qué sé yo- un papelito corto, te instalas en un estereotipo resultón, así, viril, de los que a ti te gustan. Igual hasta meterte en alguna serie histórica de esas que dan ahora por la tele, a darte de espadazos a pecho descubierto. Eso se paga bien. Pero tú, qué va. Eres un cagón. Fútbol, motores y cubatas: sota, caballo y rey: Interviú, La Razón y Marca. Si por lo menos tuvieras el valor de reconocer cuando te engancha la epifanía… Y la afrontaras... Pero nada. Eres más duro que una piedra, eres débil. Cada mañana lo mismo y cada noche lo contrario.

Yo no sé, Paco… Quizá el problema no seas tú, sino yo. Puede que necesites otro narrador, esto ya no tiene ningún sentido. Yo lo he intentado pero... No puedo seguir así, tratando de cambiarte a ver si, así, algo cambia. Yo, de verdad...

En fin, como no dices nada… mejor me 

12 marzo, 2014

QUÉ MÁS DA


Bueno, bueno, bueno. Esta niña es tonta. Al final me mancha el chaquetón y la tengo que agarrar de los pelos. Juventud, divino tesoro…, verás, que como me hagas abrir la boca no sé como va a acabar esto… ¡Corchos! Ya me perdido otra vez… En fin, ni siquiera me estaba gustando; tanto Aureliano, tanto Arcadio… ya no sé ni de qué iba la historia. Y estos aparatos, de verdad, donde esté un buen libro que se quiten los nerbuc, hombre, por Dios… De verdad, oye, qué fatiga de Navidad, de regalos y de todo… Sigue leyendo, anda, sea por mirar a algún sitio… Al loro esa tía. Qué fuerte…, si le está babeando tol bolso a la vieja. Un poquito de orgullo propio, coño, y de autocontrol. Es que, ojo, qué castaña… Oy, oy, la hostia…, que me parto en cuatro, ¡qué jaleo lleva encima! Ésta se queda dando vueltas en la línea seis hasta mañana, verás. Vaya tela, vaya tela con la gente... No me la pego yo un martes desde hace yo qué sé. Puff, y ésa… Vaya cogorza lleva la amiga. Se lo ha debido pasar de miedo esta noche. Espera, si estamos a… ¿miércoles? Los martes son los nuevos jueves, Nacho, te estás haciendo viejo. Tienes que salir más… Bueno, bueno, pero si casi se sienta encima de la señora. Vaya trufa lleva... A que saco el iPhone y la grabo. ¡Toma!, y lo subo a twitter… Joder, es que está buenísima. Con ese vestidito apretado, esas medias… Si, sí, la cabrona está que se rompe. Qué taconazos… Con quién habrá pasado la noche. Desde luego, el pintalabios no se borra solo. Qué barbaridad. Y tan vulnerable, ahí, hecha un ovillo, regalándoseme... es que está para darla. Anda que el menda ese, también es para flipar, si es que…, vaya tela con la people. Qué descaro, se la está comiendo con los ojos, no pierde detalle el cerdo. Claro, ella no se cosca de la misa la media... De qué se va a enterar, si va hecha una mierda. Vamos, esto es…, ahí despatarrada con las tetas medio fuera; como para no estar el otro ahí, bien al loro. Cómo son los hombres, colega. Yo, de verdad… Coño, es que está buena, maja, está que se rompe la rubia. Porque va muy jodida, que sino le digo tres cosas… La señora ni se inmuta, no mueve un músculo, es alucinante. Le falta colgarse el ebook de la frente, o pff, comérselo. Bueno, bueno, que la rubia se despierta… A que le digo cuatro cosas, ahí, con tres pares de cojones… ¡Pero vamos...! Y el viernes me la calzo. Cinco pavos a que se baja en Moncloa. Si no se baja en Moncloa, se baja en Príncipe Pío. Si se baja en la mía, la digo algo… ¿Y si es hetero? Nunca sabes. Está tan sola… Definitivamente, a la señora se le están hinchando los ovarios, tiene toda la pinta. Se va a llevar un guantazo, ya se están mirando… ¡¡Aiba, mi madre!! Cuando lo cuente en la oficina no se lo creen. La cara de la pobre mujer es de #trendingtopic. No sólo la vomita encima, sino que luego va y le regala una rosa falsa. Qué imagen para empezar una mañana, increíble. Será cachonda, la tía… ¡¡¡Buajajajajajaja!!! El borracherón se lo pilló de vino tinto; eso, seguro. Y tú, yendo a clase de FOL, pedazo de sosa… ¿Cuándo fue la última vez que te cayó un martes en festivo, como aquí a la rubia…? Todo por cerrar la fiesta potándole el visón a una vieja. Qué tiempos… Seguro que tiene un montón de amigas y están todas tan buenas como ella. Olvídate, maja, ésta es tu parada. Va, Nachote, échale huevos. Venga, no te lo pienses. Con un par, tío… Que se está yendo, va… No jodas, hombre, si acaba de echar el hígado; no seas crío, anda, cómo vas a llegar tarde al trabajo. Te vas a perder esos pechámenes por pipa y por cagao. Flojo, que eres un flojo. Buah, pero si ya se ha ido. Si, total, ya… Qué más da.

21 febrero, 2014

ESCUELA DE DEMÓCRATAS


Un profesor calvo y chaparro golpea con la regla en la mesa, tratando de acallar el barullo de la clase. En la pizarra está escrita una pregunta: “¿¿¿Qué es la DEMOCRACIA???”

—Chsst, eh… ¡Felipín! ¡Jose Mari! A callar… —les riñe—. Vamos terminando, quedan tres minutos. Voy a salir un momento. No quiero escándalos. Juancar, muchacho, ven aquí. Te sientas en mi sitio y vigilas; al que se porte mal, me lo apuntas en la pizarra.

—A la orden, señor —certifica el muchacho, tenso y repeinado.
Camino a la puerta, don Francisco se topa con dos alumnos sacando punta en la papelera.

—Santiago y Manuel, Manolito y Santi… ¿Qué hacen hablando dos crápulas como vosotros, que estáis siempre a la gresca? ¿Qué tramáis? Venga a sentarse, coño. les riñe.

—Estamos concertando la hora y el lugar para la batalla final, señorísimo —dice Manolito.

—Después de clase, a las cinco y media en la plaza España… —añade Santi, admirando la larga punta de su lápiz—. ¡¡¡A morir de pie!!!

Don Francisco sale de clase enfurecido arrastrando a Santi por las solapas de la chaqueta. Manolito vuelve a su sitio, saca el ABC y se pone a recortar la silueta de Massiel de la portada. Desde el centro de la clase, Juancar se dirige a los demás palpando la regla. —Queridos compañeros, me llena de orgullo y sat…—. Una voz afeminada lo interrumpe desde el fondo. —¡¡Cállate ya, mastuerzo!! ¡Que eres un bobón!

Juancar da un respingo y se va corriendo a la pizarra. —Vale, Blas, te he oído. A don Francisco vas… —Juancar apunta el nombre de Blas—. Cada vez que hables, te apunto un corchete ¿eh? Y cada uno resta un punto en la redacción.

—¿Qué redacción…? —pregunta Blas.

—¿Cuál va a ser…? Pues ésa. —responde Juancar, señalando la pizarra.

—¿Y si no me da la gana de hacerla? ¿Qué tengo yo que escribir lo que opine yo de eso? Esto no es clase de historia, es política. Política de la peor que hay.

—Zi ya lo dice mi madre, metedze en cozaz de política no trae nada bueno… —apunta otro.

—Pues claro, Marianito. Tú, mejor, registrador de la propiedad, o asesor financiero. Algo chuli… —dice Josemari.

—Vosotros es que no atendéis cuando habla don Francisco ¿verdad? Es que seguís en tercero... La redacción hay que hacerla y aprobarla —repone Alfredín—. El que no la escriba, luego no puede votar las reglas de la Pronstitución. Las reglas salen de la votación de los textos, ¡a que sí, José Luis! —Joselu Rodríguez asiente en el pupitre contiguo.

—¿¿¿Cómo…??? —saltan Josemari, Blas y Albertito Ruiz. —¿La JONS-titución? —pregunta este último.

—La Constitución, lerdos. Hombre, por favor... Se trata de votar unas reglas de convivencia para todos los hombres y mujeres de este colegio. Empezando por nosotros, los de esta clase. —explica Felipín.

—Uy, qué redicho…, ¡ni que hubiera aquí chicas! —gimotea riendo Albertito. —¿Y esas reglas, por qué no las escribe don Francisco, que para eso es el director y le pagan?

—Porque eso ya no se vale, Bertín. ¿No ves que esto de la demogracia ahora está hasta en misa? —responde Josemari, a su lado. —Tú tranquilo, hombre. Son tres párrafos, lo hacemos en un periquete.

—Sí, hombre, sí… Pero que a mí no me la dan. Aquí ya nos van a imponer de todo…

El orejudo Manolín camina pesadamente desde la primera fila hasta la mesa de Albertito y le explica algo al oído. Éste asiente, asombrado y sonriente, suspirando. —Si es que sois unos penosos, ahí, toda la clase venga a escribir sandeces… —añade Blas desde la esquina, dirigiéndose al grupo de Felipín.

—Conciencia de clase, gilipuertas. Que no sabéis lo que es eso. Ya vendréis, ya… Y no os dejaremos ni las migas del bocata —contraataca Joselu Rodríguez, arengado por Alfredo. Sentado delante, Felipín se acerca a Joselu y le explica algo al oído. Éste alza las cejas asombrado, asintiendo con gesto pensativo.

En primera fila, Adolfito permanece neutro y concentrado, ajeno al griterío de sus compañeros. Adolfito practica la caligrafía de su firma una y otra vez en la esquina del pupitre hasta rayar el barniz.

Juancar pide silencio vanamente en el centro de la clase; primero, alzando insuficientemente la voz  entre las pandillas; y después, apuntando en la pizarra los nombres de los implicados. El ruido aumenta por momentos, Juancar persiste infructuosamente en sus intentos por acallar la clase. —Ehm… Esto… A ver… Oye, chicos…  —balbucea, no sabe cómo hacerse oír— ¿¿...por qué no os calláis??

Los muchachos hacen caso omiso a las órdenes del delegado de clase, que finalmente opta por acercarse al pupitre de su amigo Adolfo, a ver qué anda haciendo.

Las bolas de papel cruzan la clase de derecha a izquierda y viceversa, en un vaivén de salivazos que se corta de inmediato al sonar la puerta de la clase. Entra don Carlos, el jefe de estudios, con gesto de infinita gravedad.

—Muchachos… don Francisco… ha muerto. El hombre de excepción que, ante Dios y ante la APA, asumió la responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a este colegio, ha entregado su vida, día a día, en el cumplimiento de esta misión: educaros con el fin de que, el día de mañana, seáis vosotros los conductores de la carabela patria…

—¡¡¡Arriba!!! —vocea Blas, y collejea a Mariano, sentado delante.

—…y digo el día de mañana —prosigue don Carlos— porque, dadas las circunstancias, y ante la falta de profesor, serán ustedes enviados directamente al Bachillerato a partir de mañana mismo, sin pasar por B.U.P. ni hostias.

—Un momento, señor Arias —interrumpe Juancar—. Pero esto es un colegio. Un college, un lycee, una escuela. Aquí no hay Bachillerato…

—Qué ojo de lince tiene usted, don Juan Carlos. Lleva toda la razón. Aquí Primaria y poco más. A partir de mañana, deberán todos acudir a clase a la Carrera de San Jerónimo, frente a la plaza las Cortes. No se olviden de llevar corbata, estilográfica y portafolios. Y bien peinaos. Ah, y dígale a su padre… —concluye don Carlos, volviéndose a Juancar— …que la Dirección del Centro solicita urgentemente una reunión con su persona, en el marco de estas terribles circunstancias que nos sobrevienen. 

15 febrero, 2014

CUARTO Y MITAD


La reina caminaba por el bazar rodeada de su séquito de costumbre cuando algo le vino a la mente, deteniéndose ante el puesto del carnicero, lleno de moscas y vísceras y mutilaciones colgadas.
—Sírvase su Majestad cuanto disponga —dijo el carnicero, en tosca reverencia.
—Lomo de puerco embuchado se me antoja, vasallo. Caña de lomo íbera, de la mejor que tenga —contestó la reina, oprimida por un sofoco repentino.
El tendero sacó de la vitrina un grueso bastón de lomo y lo estampó contra el mostrador.
—¿Cuánto quiere, más o menos…? ¿Así de grande…?
—Un poco más… —contestó la reina, ante la perplejidad de su séquito.
—¿Así está mejor, ilustrísima? —dijo el tendero, abarcando unas pulgadas más de lomo.
—Con su permiso, Majestad, no sé si la Santa Sede vería con buenos ojos semejante mazacote de carne en manos de una sola reina… —repuso el obispo.
—Apure más, tendero, que después, despellejado, se queda en nada, y acaba una pasando un hambre…
El carnicero arrastró el cuchillo un poco más, aguantándose una risilla pícara.
—…y no se escandalice vuestra merced, señor Obispo, que me sobran indultos —apuntilló la reina, mirando de reojo al clérigo—. Buenos corderos vaticanos se meriendan los prelados, no privándose en la mesa de vicio alguno, para acabar de madrugada, todos reunidos, en la angosta oscuridad del confesionario…
El carnicero cortó una de las puntas del lomo, apurando al máximo. —Así le plazca, Majestad. Cuarto y mitad de lomo bien durito, bien curado, de la sierra de Cazorla —la reina ya se marchaba, sin pagar, agarrando bien fuerte el embutido—. ¡¡Para su real disfrute…!!

ROSAURA


Aura guardó el edredón en el armario y volvió al dormitorio para terminar de hacer las maletas para su muerte, para la que aún faltaban tres semanas y un día.
Sacó las maletas al patio de atrás y las prendió fuego junto con algunos libros viejos y una fotografía de una niña abrazada a un apuesto soldado.
*
Con ese aspecto lúgubre que otorga el luto, Aura hojeaba pensativa una biblia de bolsillo, ajena a la cháchara circunstancial del taxista. A ratos, echaba la vista por la ventanilla, paseándola por los trigales y las arboledas, las otras carreteras y los nubarrones avanzando en formación.
Un puntito de sangre brotó de una fisura minúscula en el dedo índice de Aura, que se había perdido entre aquellas nubes negras que afilaban el horizonte a su paso. La verborrea del taxista cesó de golpe al detener el coche frente al gran portón electrificado que daba acceso al recinto.
*
Un cristal de un palmo de grosor dividía ambas salas: una diáfana, revestida de azulejos negros, con una silla en el centro; la otra, enmoquetada y con perfume a lavanda, disponía de una gradilla de unos diez o doce asientos, con botellas de agua y pañuelos a los lados.
Aura se sentó en el centro, rodeada de desconocidos. Estrechaba la biblia con fuerza entre sus manos reumáticas, imponiéndose a las lágrimas y a las miradas de soslayo. De pronto, se apagaron las luces de la sala.
Al otro lado del cristal, Rosita avanzaba a paso lento hacia la silla, neutra como un folio en blanco, custodiada por dos hombres de uniforme: uno con pistola y otro con sotana. “Mira que es guapa la condenada” se dijo Aura. “Incluso así. Tan flaquita, tan menuda… Tan joven”. Luego clavó su vista en el hombre de hábito, pecando deliberadamente de pensamiento mientras él santiguaba con aire rutinario a la joven Rosa. “Mi pequeña flor…” se repetía Aura en lo que le ajustaban las correas.
Una lágrima valiente desfiló por las arrugas de Aura, que no apartó la mirada hasta la última convulsión. Acto seguido abrió la biblia, extrajo una pequeña cuchilla y se la pasó por las muñecas, la vista clavada en lo alto y las manos chorreando.

06 febrero, 2014

MALDITOS AFORTUNADOS




Anochece en el subsuelo. Rostros cansados tiran de maletines y mochilas, camino de la fila que los lleva a casa. En el Intercambiador de Avenida de América siempre es de día. Para otros, todos los días es de noche. Supongo que depende de si vas o vienes.


Un manto negro se transforma bajo el hormiguero; estirándose, contrayéndose, volviendo al principio. Nos deslizamos veloces y estáticos por las escaleras mecánicas, en itinerarios mecánicos, con reflexiones mecánicas. En realidad, no se produce ningún intercambio.
No es apatía, no es egoísmo ni misoginia; parece simplemente cansancio. Cansancio crónico, denso y oscuro como el hollín que se acumula en las paredes y en los conductos de ventilación. Los más neuróticos detectan el nerviosismo oculto bajo el agujero, tensión entre dos hombros que chocan para no volverse, para pasar de largo y franquear los tornos mirando la hora, como en modo avión, como de vuelta de todo.

Llega mi autobús, el mío, el de mi barrio. Para algunos el nacionalismo va por barrios. Mermelada de patrias en dársenas abarrotadas como congresos de la ONU, sin micros ni vasos de agua, sólo frases metálicas chillando en altavoces contra nuestros oídos sedados.

La muerte hace campaña electoral con los rostros derrotados de los supervivientes al transporte público diario. El cansancio de espíritu se propaga como pesticida a través de las miradas furtivas, involuntarias, que se cruzan por un segundo para distanciarse, quién sabe cuánto, hasta mañana. Subiendo o bajando, casi siempre dejándonos llevar por ese traqueteo febril que te invita a ensimismarte, a pensar profundo, si acaso te quedan fuerzas.

El autobús, un remanso de paz con olor a sobaco gigante. Los cristales resplandecen borrosos con los restregones grasos del cabello de quienes llegaron a casa un poco antes. Malditos afortunados… Un segundo más en esta jaula de halógenos y empiezo a matar gente inocente.