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08 noviembre, 2011

PLAN DE PENSIONES



A Montxo le pesan la barriga y los años.
Lleva media vida plantando la corbata sobre la mesa a las nueve en punto, aunque trabaja cerca de casa, eso sí; en una sucursal de la Caja Vital, por ahí por los Herrán, en pleno centro de Vitoria. Veinte años de experiencia; "hostia, hasta que me larguen", suele decir. Pero al bueno de Montxo no van a echarlo, es un hombre cabal, cumplidor y fiel.

       Sin embargo, la crisis golpea duro a la banca y las comisiones trimestrales de Montxo son cada vez más pobres. Cada fin de mes irrumpe más humillante en la cuenta corriente, con los ahorros de otras décadas muriendo un poco cada día, quebrados de gastointeritis. Sobrellevando un tren de vida desfasado. Las cuentas no cuadran en casa de Ramón Amilibia.

       En los últimos meses, el humor de Montxo ha cambiado. Al llegar a casa maldice y despotrica, y luego, cuando Artea acaba riñéndole, se va iracundo a recostarse en el sofá. Se desabrocha los zapatos mientras farfulla, y después, da un par de cabezadas en lo que dura el telediario de la cinco. Así todas las noches, todos los días.
         
       -Fíjate hijo -le explicaba una noche a Gaizka-, así trata este país a la gente honrada, leñe. ¿Lo ves o no? Si a mí me pasa igual, es que es lo mismo. Yo siempre lo digo, si hasta el propio Gobierno se baja la faja con los banqueros, ¿qué no harán ellos, pues? ¿qué no harán esos banqueros con su propio personal? Empleaos, contra, empleaos como tu padre que nos partimos el espinazo toda la santa vida para ellos. Santa Hostia, que me traen los demonios...- tronaba Montxo enrojecido.

       –Si razón no te falta, aita, pero no te calientes más que es domingo y juega ahora el Athletic. Ya verás Llorente, hoy mete dos...- le decía el chico, intentando apaciguar los ánimos de su padre. Montxo colocó los pies sobre la mesa baja y miró el periódico. No era del día, ni siquiera de los últimos meses. A saber de cuándo era aquel periódico. Montxo se quedó observándolo, meditabundo.

       Al día siguiente, las primeras gotas vaticinaban una jornada gris. Montxo caminaba hacia el trabajo como todos los días, pero aquel no paró en el Aguerri’s a tomar café. Aquella mañana fue directo a la sucursal. No paraba de sonarle el móvil. Antes de entrar, lo puso en modo silencio. –Buenos días, señor Amilibia- le inquirió cordial Martina, la señora de la limpieza. Con un breve ademán, Antón le devolvió el saludo y se encerró en su despacho. Miró el reloj. Diez minutos para las nueve.

       Instantes después, un hombre trajeado franqueó el portón blindado portando un maletín. Éste se acercaba al mostrador del fondo al tiempo que una anciana atravesó apurada la puerta giratoria. Montxo hablaba por teléfono tras el sillón, de espaldas junto a la cristalera. Rápidamente, colgó el auricular y sacó del primer cajón un frasco de pastillas. Se metió una en la boca y tragó con ambición.

       El tercer cliente del día apareció pasados dos minutos de las nueve de la mañana. Era un señor orondo, embutido en un chándal cutre, todavía húmedo por el chirimiri. Tenía el rostro envejecido y arrugado, quizá de una antigua viruela, pero su complexión y su semblante revelaban que no llegaba a los 60 inviernos. En la cabeza, un gorro de lana le ocultaba parcialmente unas greñas negras, y le cubría la frente hasta las cejas. El tipo sacó del pantalón una bolsa negra y metió la mano dentro. Acto seguido, lanzó la bolsa al suelo. La sucursal se hizo silencio.

       -¡Que nadie se mueva o me cargo hasta a la vieja!- gruñó excitado el atracador. Montxo permanecía inerte, de pie junto a la cámara de seguridad, obedeciendo con aplomo las órdenes del asaltante. Pasaron apenas tres minutos hasta que el ladrón se largaba con la bolsa medio llena, arrancaba un monovolumen color satén detenido frente a la puerta y se perdía paseo abajo por la calle Arana.

       En la sucursal, el hombre del maletín se apresuraba a sacar el móvil del bolsillo, agitado, y marcaba el número de emergencia entre temblores. A su alrededor, los presentes se iban agrupando en torno a las sillas de la entrada, en silencio. La oficina parecía recobrar el oxígeno en el aire, todos resoplaban aliviados tras el incidente. Todos salvo la pobre anciana, que yacía sin conocimiento, tiesa y orinada sobre el frío mármol. Montxo no había reparado en ella cuando, entre tanto, apareció la ertzaintza.

       Aparcaron enfrente dos vehículos policiales, al borde de las diez de la mañana, a los que siguieron otros dos. Los ertzainas entraron sin titubeos y con las armas enfundadas. Breves instantes después, Montxo salía de la oficina, conducido por varios de los agentes, hasta el exterior de la sucursal. En torno a la puerta del banco, una multitud de curiosos parloteaban sin tregua, aventurando versiones hipertrofiadas sobre lo sucedido, cuando de súbito, se hizo el silencio entre el gentío, un silencio ensordecedor.

       Es don Ramón, se decían los unos a los otros tenuemente. El mutismo dio paso al murmullo colectivo, y éste al griterío. Los vecinos, aglutinados en corrillos, no daban crédito al ver a aquel hombre, al que muchos habían acudido en horas bajas, entrar en el coche policial con la mirada ausente, sin articular gesto alguno.

       Desde el interior, Martina alcanzó a ver cómo se llevaban a don Ramón detenido, y se acercó con premura a uno de los agentes. -¡Oiga, que se llevan detenido al director, que él no ha hecho nada! –le espetaba frenética al ertzaina. Éste se giró severo y la reprendió secamente. –Señora, ya hemos detenido al atracador y identificao el vehículo. El señor Amilibia ha perdido la cabeza.

FIN