Anochece en el subsuelo. Rostros
cansados tiran de maletines y mochilas, camino de la fila que los lleva a casa.
En el Intercambiador de Avenida de América siempre es de día. Para otros, todos
los días es de noche. Supongo que depende de si vas o vienes.
Un manto negro se transforma bajo
el hormiguero; estirándose, contrayéndose, volviendo al principio. Nos
deslizamos veloces y estáticos por las escaleras mecánicas, en itinerarios
mecánicos, con reflexiones mecánicas. En realidad, no se produce ningún intercambio.
No es apatía, no es egoísmo ni
misoginia; parece simplemente cansancio. Cansancio crónico, denso y oscuro como
el hollín que se acumula en las paredes y en los conductos de ventilación. Los
más neuróticos detectan el nerviosismo oculto bajo el agujero, tensión entre
dos hombros que chocan para no volverse, para pasar de largo y franquear los
tornos mirando la hora, como en modo avión, como de vuelta de todo.
Llega mi autobús, el mío,
el de mi barrio. Para algunos el nacionalismo va por barrios. Mermelada de
patrias en dársenas abarrotadas como congresos de la ONU, sin micros ni vasos
de agua, sólo frases metálicas chillando en altavoces contra nuestros oídos
sedados.
La muerte hace campaña electoral
con los rostros derrotados de los supervivientes al transporte público diario.
El cansancio de espíritu se propaga como pesticida a través de las miradas
furtivas, involuntarias, que se cruzan por un segundo para distanciarse, quién
sabe cuánto, hasta mañana. Subiendo o bajando, casi siempre dejándonos llevar
por ese traqueteo febril que te invita a ensimismarte, a pensar profundo, si
acaso te quedan fuerzas.
El
autobús, un remanso de paz con olor a sobaco gigante. Los cristales
resplandecen borrosos con los restregones grasos del cabello de quienes llegaron
a casa un poco antes. Malditos afortunados… Un segundo más en esta jaula de
halógenos y empiezo a matar gente inocente.