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15 febrero, 2014

CUARTO Y MITAD


La reina caminaba por el bazar rodeada de su séquito de costumbre cuando algo le vino a la mente, deteniéndose ante el puesto del carnicero, lleno de moscas y vísceras y mutilaciones colgadas.
—Sírvase su Majestad cuanto disponga —dijo el carnicero, en tosca reverencia.
—Lomo de puerco embuchado se me antoja, vasallo. Caña de lomo íbera, de la mejor que tenga —contestó la reina, oprimida por un sofoco repentino.
El tendero sacó de la vitrina un grueso bastón de lomo y lo estampó contra el mostrador.
—¿Cuánto quiere, más o menos…? ¿Así de grande…?
—Un poco más… —contestó la reina, ante la perplejidad de su séquito.
—¿Así está mejor, ilustrísima? —dijo el tendero, abarcando unas pulgadas más de lomo.
—Con su permiso, Majestad, no sé si la Santa Sede vería con buenos ojos semejante mazacote de carne en manos de una sola reina… —repuso el obispo.
—Apure más, tendero, que después, despellejado, se queda en nada, y acaba una pasando un hambre…
El carnicero arrastró el cuchillo un poco más, aguantándose una risilla pícara.
—…y no se escandalice vuestra merced, señor Obispo, que me sobran indultos —apuntilló la reina, mirando de reojo al clérigo—. Buenos corderos vaticanos se meriendan los prelados, no privándose en la mesa de vicio alguno, para acabar de madrugada, todos reunidos, en la angosta oscuridad del confesionario…
El carnicero cortó una de las puntas del lomo, apurando al máximo. —Así le plazca, Majestad. Cuarto y mitad de lomo bien durito, bien curado, de la sierra de Cazorla —la reina ya se marchaba, sin pagar, agarrando bien fuerte el embutido—. ¡¡Para su real disfrute…!!