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15 febrero, 2014

ROSAURA


Aura guardó el edredón en el armario y volvió al dormitorio para terminar de hacer las maletas para su muerte, para la que aún faltaban tres semanas y un día.
Sacó las maletas al patio de atrás y las prendió fuego junto con algunos libros viejos y una fotografía de una niña abrazada a un apuesto soldado.
*
Con ese aspecto lúgubre que otorga el luto, Aura hojeaba pensativa una biblia de bolsillo, ajena a la cháchara circunstancial del taxista. A ratos, echaba la vista por la ventanilla, paseándola por los trigales y las arboledas, las otras carreteras y los nubarrones avanzando en formación.
Un puntito de sangre brotó de una fisura minúscula en el dedo índice de Aura, que se había perdido entre aquellas nubes negras que afilaban el horizonte a su paso. La verborrea del taxista cesó de golpe al detener el coche frente al gran portón electrificado que daba acceso al recinto.
*
Un cristal de un palmo de grosor dividía ambas salas: una diáfana, revestida de azulejos negros, con una silla en el centro; la otra, enmoquetada y con perfume a lavanda, disponía de una gradilla de unos diez o doce asientos, con botellas de agua y pañuelos a los lados.
Aura se sentó en el centro, rodeada de desconocidos. Estrechaba la biblia con fuerza entre sus manos reumáticas, imponiéndose a las lágrimas y a las miradas de soslayo. De pronto, se apagaron las luces de la sala.
Al otro lado del cristal, Rosita avanzaba a paso lento hacia la silla, neutra como un folio en blanco, custodiada por dos hombres de uniforme: uno con pistola y otro con sotana. “Mira que es guapa la condenada” se dijo Aura. “Incluso así. Tan flaquita, tan menuda… Tan joven”. Luego clavó su vista en el hombre de hábito, pecando deliberadamente de pensamiento mientras él santiguaba con aire rutinario a la joven Rosa. “Mi pequeña flor…” se repetía Aura en lo que le ajustaban las correas.
Una lágrima valiente desfiló por las arrugas de Aura, que no apartó la mirada hasta la última convulsión. Acto seguido abrió la biblia, extrajo una pequeña cuchilla y se la pasó por las muñecas, la vista clavada en lo alto y las manos chorreando.