TRASLATE

02 mayo, 2020

NOTAS DESDE MI VENTANA (II)

Esperanza. Las ventanas de la casa de enfrente, la de la familia dominicana, vuelven a estar abiertas. Las persianas han retrocedido un poco, ondean a media asta, lo justo para dejar que entre el aire y que la casa se ventile. Nos hemos perdido el momento en que las abrieron. Ayer, quizá anteayer. Últimamente miramos menos por la ventana que al principio, pero ahora, ante semejante sorpresa volvemos a pegar la nariz al cristal.

De momento no hemos visto casi actividad. Solo a la hija mayor sacando la cabeza por la ventana de la cocina para fumarse un cigarro liado. Sus esfuerzos por expulsar todo el humo fuera me llevan a pensar que está haciendo algo prohibido. O quizá lo hace por ella, porque habitualmente no fuma y el olor a tabaco todavía le molesta. El tedio, como la impotencia, son buenos promotores del vicio.

Me gustaría preguntarle dónde está su hermano. Parte de la incertidumbre propia de estos días raros ha tomado la forma de él. Cada vez que dejo vagar la mente acabo volviendo a la misma incógnita. No sirve de nada lanzar hipótesis al aire. Lo único que sabemos es que la chica ha vuelto a casa. ¿A airear la estancia? ¿Regar las plantas? ¿Recoger el correo? ¿Masturbarse tranquilamente? ¿Fumar en soledad…? Lo que está claro es que ha venido sola.

El hule de la mesa me recuerda a esos rollos gigantes de los todo a 100 donde puedes comprar kilómetros de mantel a buen precio. No se adivina mucho más desde aquí, ni los fuegos ni la nevera pueden verse. Pero el hule, sí. El hule domina el plano y le otorga sin discusión el estatus de cocina a esa ventana del medio por la que vuelve a entrar el sol diez días después. Encima del hule hay un frutero vacío. Después de tantos días enclaustrada, la fruta se echa a perder y huele. Me imagino la bolsa de basura, vacía salvo por las frutas podridas fermentando en el fondo. Quiero saber dónde están. El chico, la madre, la abuela, los niños… Si por lo menos supiera interpretar las señales de humo.

Ayer, unos vecinos del portal se encontraron al volver de dar la vuelta al perro, y se pusieron a hablar en voz baja. O me estoy volviendo paranoico o estaban hablando de lo ocurrido en casa de los dominicanos. Era imposible oírlos, pero sus gestos los delataban. Forzando una falta de gestualidad inhabitual, agachando la cabeza como para esconderse en plena calle, señalando disimuladamente la ventana de la cocina. Para eso lo mejor, lo más discreto, es el golpe de ojos. O en su defecto, el de cuello. Pero cuando algo te toca de cerca, aunque sea en calidad de vecino de arriba o de abajo, a veces te traiciona el subconsciente. Estás hablando todo lo bajito que puedes, sin mover las manos ni los hombros, y de repente en medio de la frase tu propia mano te la juega. Cobra vida por sí misma y no te das cuenta hasta que la descubres señalando hacia la ventana que nos tiene en vilo. Esa en la que confluyen todos nuestros signos de interrogación.

Vamos camino de la séptima semana de confinamiento y hay quien empieza a tener claro a quién culpar de todo lo que está pasando. Quién puede negar que un antagonista bien definido es una forma tan válida como cualquier otra de afrontar una crisis. Para Carlos, el del cachorro de carlino, el gobierno es el responsable de todo. Quizá no de todo en sentido literal, pero sí en un sentido amplio. Por lo que dice, está hasta los huevos de que le sigan cobrando la cuota de autónomos cuando no le dejan ni hacer unos servicios mínimos. Como no sé de qué trabaja, no sé a qué servicios mínimos se refiere. Mientras tanto su carlino parece continuamente al borde del infarto, casi le cuesta poner una pata delante de otra. El suelo es lava. Pero Carlos, su dueño, necesita que lo saquen. El pobre no podía aguantar más sin salir a ver qué tal van los vecinos. Porque los perros dan mucha y muy buena compañía, pero una conversación es una conversación.

Yo nunca he tenido perro, así que no sé de lo que hablo, pero me parece a mí que ese carlino aún es muy pequeño para salir a la calle. En vez de collar lleva una pulsera de cuero con cuentas de plástico, atada a una cuerda de las blancas y verdes de tender. De vez en cuando el carlino se atreve a tirar de su dueño en busca de olores cercanos, pero al primer ruido extraño o coche que pasa, vuelve derrapando hasta los pies de su amo. Si sé que se llama Carlos es porque el otro día, el padre del pelirrojo del punk vasco se asomó por la ventana para saludarle como si llevaran sin verse desde la comunión del niño. Hay algo extraño en ver gente mayor paseando cachorros. No malo, extraño. Como un bebé a lomos de una tortuga laúd.

Carlos debe llevar muchos años viviendo en el barrio porque conoce a mucha gente de mi calle. Se saludan sin formalidades, solo gritando el nombre del otro, alargando la última sílaba en el típico código de camaradería patria. ¡Carlitoooooos…, ojo con la fiera, a ver si se te va a llevar por delante! ¿Qué, nos van a dar la condicional ya de una vez? Por respuesta, un calla, calla, menuda ruina, chico. Un yo les daba garrote a todos. Cosas así. Primera regla de la comunicación humana: el aspecto verbal es lo de menos, como mucho un 5% del mensaje. Todo lo demás está en el aire, en las manos, en la cara, en la cadencia y las elipsis y los cagoendios y mismuertos del final. Las elipsis son un buen indicador del nivel de complicidad entre dos vecinos. Cuanto más elidan, más se conocen. Un buen trozo de ironía vale más que mil palabras, sobre todo cuando el perro te está pidiendo volver a casa de una puta vez. Hay que economizar en palabras, tiempo y espacio, especialmente en tiempos de crisis.

El otro día, Carlos y la vecina del pijama rosa se encontraron a dos portales del mío. También tienen pinta de conocerse desde hace años. Sus perros han hecho buenas migas, por más que la imagen de un dogo adulto y un carlino cachorro oliéndose los genitales me recuerde a una batalla injustamente desigual. El pobre carlino no llega. La vecina del pijama rosa, que tiene una voz potente de mezzosoprano, le cuenta entre risas que lleva toda la semana viendo luces raras en el cielo. Que vaya movida. No me jodas. Que si ahora se enciende, ahora se apaga, y que eso un avión no puede ser.

Otra vecina que no había visto nunca se suma a la conversación sin cortarse lo más mínimo. A ver si van a ser extraterrestres, dice. No puedo evitar imaginármela en el sofá, de madrugada, devorando los capítulos de Expediente X que antaño la hicieran descubrir su afición a lo paranormal. Desde entonces las estanterías se le han ido llenando con títulos de ciencia ficción, pero ha perdido la fe. Parte de la culpa, fantaseo, la tiene Iker Jiménez y sus absurdas cacofonías de primero de espiritismo.

Me pregunto si esa será la misma señora que al principio de la cuarentena nos ponía Manolo Escobar indiscriminadamente. Para Carlos todo eso de los ovnis no son más que bobadas para asustar al personal. Lo deja claro con dos palmadas y una media sonrisa burlona que esconde acariciando a su carlino. La vecina del pijama rosa no tiene las cosas tan claras. Recalca que es una movida. Lo único que pide es que, si son extraterrestres, que no vengan a tocar los huevos. Que bastante tenemos ya con lo que tenemos, y concluye embocándose un Marlboro light.

Hace unos días el Gobierno activó la fase cero del plan de desescalada. Nosotros en casa hablamos de desconfinamiento, que suena muy parecido a desconfiamiento pero no es lo mismo. Esperemos que no. Desescalada suena a haber estado escalando y yo después de dos meses sin salir de casa* temo que cuando salga no voy a ser capaz de subir el paseo de Extremadura sin bombona de oxígeno.

*Salir de casa: abandonar el lugar de confinamiento. Excepciones: ir al supermercado, farmacia o estanco más cercano. A partir de ahí, “señor Frodo, si doy un paso más será lo más lejos que he estado de mi casa en mucho, mucho tiempo.”

Volviendo a lo importante, la fase cero significa que los niños de cero a catorce años podrán salir un rato a pasear. En el barrio suenan los mismos ladridos de siempre, el silbido de los tendederos y como mucho algún patinete lejano. Pero en cosa de horas, periódicos y redes sociales se llenan de imágenes, todas iguales.

Parques y plazas abarrotados de niños con sus padres disfrutando de un rato de sol y libertad condicionada. El toque de queda está fijado en las nueve de la noche, no porque luego empiecen a caer bombas o porque el virus salga a cazar como los búhos, sino porque a los niños luego hay que bañarlos, darles de cenar y toda la pesca. Y si retrasas eso, retrasas o, en el peor de los casos, te cargas el único momento de intimidad de papá y mamá en todo el día. Ese impasse de vinito y desahogo es esencial en la salud mental de los progenitores, que al fin y al cabo son la población activa de la casa.

Esto el Gobierno lo sabe, por eso decretan que a las nueve de la noche todos a recogerse. Porque si les privamos de eso a los padres de España, entonces sí que a tomar por saco el sistema. Eso no hay dios que lo levante, ni con los bonos perpetuos de Soros. Y lo de las fotos de parques abarrotados, a lo mejor es porque hacen las fotos con teleobjetivo, o porque hay mucho inconsciente, o porque somos demasiados en esta puta ciudad enorme. Quién tiene la verdad. Por lo menos la polémica está servida, puedes tuitear o retuitear lo que te parezca. A nadie le amarga un dulce.

Si le preguntas al chaval de justo enfrente, el que se está haciendo amigo de la botella, supongo que dirá que lo de salir a pasear a los niños le da bastante igual. Vive solo. ¿Tiene trabajo? No tiene ni perro. A lo mejor tiene gato u otra cosa. A saber. Un gato se asomaría a la ventana. El nuestro lo hace. Entonces un conejo o una serpiente, que son más de tenerlos enjaulados. Un tigre. Mi vecino de justo enfrente podría ser un discípulo de Joe Exotic y yo aquí, buscando temas para escribir. Lo poco que sé de él no desmiente que pueda serlo. Por lo que se ve desde nuestra ventana parece ser un tío que va bastante por libre. Ni siquiera sale a aplaudir. En fin, tampoco es obligatorio, pero en estos días es una de las cosas que más dividen. Aplaudir o no aplaudir, esa es la cuestión.

Dentro de los que aplauden, a mí me incomoda un poco un señor que vive en el bajo A del portal de enfrente. Sale todos los días a las ocho menos cinco y se pone a aplaudir con convicción. Tiene las manos enormes y el pelo blanco. Según empieza a dar palmas le brota una sonrisa enorme, muy graciosa. Tiene la manía de buscar con la mirada a los vecinos de enfrente y establecer contacto visual. No llega a decir nada, solo agita la cabeza o masculla algo, pero no deja de mirarte en ningún momento. Yo creo que ni pestañea. Al principio sólo me hacía gracia por su forma de aplaudir sonriendo. El problema es que en mi fachada cada vez somos menos los que salimos a aplaudir y me estoy convirtiendo en su único objetivo. Tras un par de momentos incómodos en los que no supe cómo reaccionar, llevo tres días evitando deliberadamente mirar hacia el bajo A. Qué estupidez. Seguro que él sigue mirando para arriba, todo sonriente, intentando darnos ánimo.

En el 3ºA vive una pareja joven que no había visto hasta ahora. Tienen un bebé muy pequeño que no debe tener más de tres a seis meses. Él sale del portal con el bebé envuelto en el porteador, lo que le permite cargar en cada mano dos, tres bolsas de basura llenas a reventar. En estos días hay que optimizar cada viaje o te come la mierda, sobre todo si convives con neonatos. El bebé va perfectamente protegido con gafas de sol y gorrita con orejeras. El padre se detiene a echarle un vistazo nada más salir. Hace un día que ni hecho aposta, sólo un pelín de viento.

Desde la ventana del tercero, la madre se asoma con el móvil en la mano para hacerles una foto. Él la mira, levanta los brazos un poco, enfatizando las bolsas de basura. Da igual, si no se ven. Tú escóndelas un poco. A ver. Ya está. Mua. Os quiero. Él le lanza un beso, esquiva una mierda de perro y se va sacando pecho hacia el contenedor de los plásticos. El niño está en algún lugar ahí dentro, solo sobresale la cabeza. A buenas horas has venido a este mundo, colega. Con la que está cayendo. Qué cristo. Verás ahora, este mundo que ves ya no es el que era. Este tipo de frases se me están pegando mucho durante la cuarentena. Me estoy volviendo un kitsch. Un viejo mal.

Ayer pasaron por mi calle dos policías a caballo. Los dos eran enormes. Uno marrón y otro blanco. El sonido de los cascos chocando contra el asfalto nos levantó de la siesta. En casa somos muy de caballos. Pegados a la ventana de su dormitorio, los niños del 1º A estaban flipando en colores cuando salimos a asomarnos. Nos hicimos los duros pero estábamos igual que ellos, no les quitábamos ojo. Joder, si es que hace cuatro días era un niño. Cuatro días...

Eso de ver caballos paseando entre coches aparcados o junto al contenedor donde tiras la basura es bastante extraordinario. No les perdimos de vista hasta que doblaron por Galiana. Los que andaban sacando al perro les saludaban con la cabeza, con más normalidad de lo normal. Es lo que tiene tener perro en estos días, son todo ventajas. Lo digo yo, que no tengo. Pero eso de ser una coartada andante, envalentona. Los perretes hasta se atreven a ladrar a los caballos, como diciendo "no estamos haciendo nada ilegal, señor agente. Si quiere venga aquí a registrarnos".

He pensado probar a bajar con mi gato a la calle, pero al final nunca nos acaba apeteciendo. Los dos somos bastante caseros y ahora que dicen que está todo lleno de niños, más. Por mucho que youtube se empeñe, los niños y los gatos se llevan fatal. Además, ya no le cabe el arnés. Demasiadas latillas.


@ottoelbotas