Estuve durante un
rato en silencio para poder oír bien. Insultos, gritos, sillas arrastradas,
impactos amortiguados, ceniceros rotos… Después de media hora pensé que era una
suerte seguir oyendo los aullidos de aquella joven desconocida. Quería decir
que, al menos, seguía viva. Al final me acostumbré a ellos. Un rato después
volví a poner la oreja. Eran carcajadas y la tele lo que sonaba en casa de los
vecinos de abajo.
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