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19 octubre, 2011

EL LLAVERO DE MARGA



Con las piernas cruzadas y el pelo por la cara, Marga parecía una puta más colgada de la barra, pero no lo era. Años atrás, quién sabe, pero eso es otra historia. Hacía ya casi 7 años que trabajaba como secretaria para un dentista de barrio, un cincuentón hosco y poco hablador que, unas horas antes le había revelado, con suma economía de palabras, la mala nueva. "Que la crisis...", pausa y suspiro, "la crisis no me permite sostenerte, Marga, hazte cargo".

Aquella misma noche pegada al vaso, Marga fantaseaba con las marcas de las botellas de licor, firmes como soldados tras la barra, esperando a entrar en combate, y desempolvaba entre cobardes tragos toda suerte de recuerdos tiempo atrás exiliados. De pronto se acordó de los discos de Janis, de los jueves sin excusa, del olor al cuero de otro siglo. Todas aquellas etiquetas coloridas se reflejaban en la pared de espejo parcheando la silueta de Marga, todo lo más erguida que alcanzaba entre el verdor luminoso de los lamparones pendientes del techo. Se había tomado ya dos copas, quizá tres, cuando Fabián entró en el pub gabardina en mano y un cigarro en la oreja.

"Qué pinta..." pensó Marga, sin reparar en la suya. Tiene guasa, el yogur ¿eh...? burlona, al camarero.

Fabián dobló la gabardina en dos dobleces y, mirando fijamente a Marga, se sentó a su lado. Aún no había dejado la chaqueta cuando brotó de la mujer la carcajada más excelente de la historia de aquel bar. Marga deshecha contra la barra, cachondeándose a pleno pulmón. Risas y más risas, cada cual más ahogada que la anterior, hasta fundirse al fin en una sonrisa ebria, alargada y agridulce; mitad júbilo, mitad tristeza. Fabián, protegido al contraluz del bar, no había desviado la mirada un solo instante del carcajeo desbordado de Marga; expectante, callado, pétreo salvo por el lento y cadente gesto de llenarse la boca de humo, jugar expulsándolo, en fin, por acompañar el vodka.

Fabián se acomodó despacio en el plasticoso taburete y, con voz cálida y mesurada, le preguntó por el motivo de tanta risa floja. Atropellando palabras, Marga le confesó que, al verlo entrar, le había parecido un pipiolo tonto con esos zapatos viejos, esos pantalones pesqueros y esas greñas rizadas demodé. "Eso es más de mi época, guapetón". Marga siguió hablando sin espacios para réplica. El chico era un saco de huesos a un perfume unidos, un enclenque imberbe y probablemente algo putero, pero era guapo el condenado, y olía a edenes. De haberlo retratado en óleo, habría sido eterno como el mejor Dorian.

Marga no se reía así desde hacía muchos, muchísimos, demasiados años. Había desenterrado del olvido aquellas noches en que un cualquiera -cierta vez quizá incluso dos- la rondara por las calles del Madrid poeta, el Madrid drogadicto y baldío. Se acercó  a su oído y le besó el cuello.

 Marga charlaba y contaba y hablaba ante la permanente atención del chico, un frontón de monosílabos enredados aquí y allá por entre el discurso luengo de la señora.

Bebieron y hablaron hasta cerrar el bar. Tras la penúltima, Marga y Fabián franquearon el portón acristalado, adentrándose en la noche. De no ser por la hora, casi pasaban por madre e hijo paseando, pero Marga se sentía tan ajena, y a la vez, tan plena de todo que no pudo reprimirse a invitarlo a la última, ya en casa. Sabe Dios cuántas noches habían pasado desde la última vez... El trayecto se hizo dulzura. Era mediados de Octubre, pero el verano se había alargado tanto ese año que la temperatura, de madrugada, era agradable. Hasta sobraba la blusa, o todo, susurraba el subconsciente de Marga.

Subieron las escaleras a la par que su lívido, borrachos de simbiosis, y Marga fingía entender lo que explicaba Fabián, que ahora sí, le narraba sin tregua sus más profundas reflexiones. El tema daba igual, sólo faltaban unos escalones más. Marga sacó las llaves y observó el chupete anclado al manojo de llaves. "Putas puertas blindadas…" gimió tambaleándose. Entraron.

Se paró el tiempo hasta que la tragó en sus brazos. Besándola tras las orejas, acariciándola, horizontales, con la potencia fértil de un torrente. Marga se sintió Rita, se juzgó etérea, sensible, célebre mientras cabalgaba. Gritó sin voz hasta fundirse el sexo en sueño y, finalmente, tras el clímax, babeó la almohada dulcemente hasta las tres de la tarde del día siguiente.