Ernesto comandaba la misión desde la proa del primer bote, deshaciendo la corriente entre las yemas de los dedos para sondear las malas vibraciones. Tenía dos días y tres noches para llegar a Aracataca antes que las tropas imperiales.
El atardecer le calmó cierta ansiedad pegada al pecho, siguieron remando contra el horizonte. La tropa parecía al borde del motín, se pasaban el día hablando de sus mujeres y sus bestias, hambrientos como lobos. El río bajaba revuelto bajo el fusil de Ernesto.
Cayó la noche, sacó el diario y se confesó.
Luego echó la vista atrás y se descubrió navegando solo, encaramado a una
secuoya inmensa como sus principios.
Encalló en un vado y se encontró a la Muerte, que lo esperaba en la orilla con los brazos en jarra. Hechas las presentaciones, Ernesto se metió otra vez al río y buceó hasta el fondo. Ella esperó a escuchar la última burbuja y luego puso rumbo a la Capital, que ardía desde el alba entre los fuegos de la revolución.
Encalló en un vado y se encontró a la Muerte, que lo esperaba en la orilla con los brazos en jarra. Hechas las presentaciones, Ernesto se metió otra vez al río y buceó hasta el fondo. Ella esperó a escuchar la última burbuja y luego puso rumbo a la Capital, que ardía desde el alba entre los fuegos de la revolución.