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03 diciembre, 2016

MI TÍO ÓSCAR

Lo peor de los entierros es llegar. Cuando estás de camino surge un acaloramiento interior  como de aguardiente, como si te fueran a lanzar desde un avión a dos mil metros, que no desaparece hasta darle el pésame a los más cercanos, el núcleo duro del muerto. A partir de ahí la historia cambia mucho, tanto más cuanto lejano sea uno del desaparecido, porque al que acude en calidad de vecino del tercero o de concuñado de la sobrina no le afecta tanto ese proceso de fatal asunción como al que acude en grado de viejo amigo o de hermanito del alma. Ahí surge la controversia de la que se deriva la absoluta falta de naturalidad que rige este rito secular.

En todo cementerio que se precie puede uno asistir a ese baile a tres entre los contingentes, los prudentemente necesarios y el citado núcleo duro con la viuda o viudo -en adelante la parte singularizada- a la cabeza. Se le podría añadir a estos tres grupos un cuarto según la familia, el de las plañideras custodias de la parte singularizada a pie de féretro, pero computan mejor dentro de ésta, como mero complemento, ya que tampoco interactúan más allá del muerto y la explicación se simplifica.

El último funeral al que asistí fue el de un tío mío cuya vida fue de lo más variopinto. Fue un evento soporífero y mentido pero me tuvo los siguientes días sin poder quitarme a mi tío de la cabeza. Él mismo solía tener la maravillosa costumbre de emborracharse hasta las trancas en cada entierro, aportando un emblemático contrapunto festivo a los fallecimientos familiares.

Ahí yacíamos nosotros de pie, los suyos, los últimos testigos de su existencia entonando juntos un rezo en torno a la transcripción plastificada, mi prima y su marido, los niños, mi otra prima con el suyo, y yo con mi nueva novia pelirroja.

De natural alcohólico y parado, mi tío Óscar aprovechaba las escasas reuniones familiares para cargar las tintas y engañar un rato la abstinencia. Gracias a ello pude conservar -al menos hasta mi comunión- una imagen positiva y cariñosa de él, de tío divertido y buena gente aunque un poco desastrao, como decía siempre papá.

En los entierros, la parte singularizada -de haberla- es la que más sufre, como indica la propia lógica, y adopta el rol de pelota de pinball frente a contingentes y necesarios. En familias numerosas el núcleo duro se centrifuga formando pequeños subgrupos en los que coexisten individuos de toda índole. No fue así en el entierro de mi tío, en el que todos los asistentes habríamos cabido perfectamente en un taxi grande.

Al hacerse mayor, a mi tío Óscar le consiguieron plaza en un centro para la tercer edad, allí pudo desengancharse de la bebida y vivir en paz sus últimos años, si bien no perdería jamás esa melancolía congénita, esa pena oscura que lo acompañó siempre y, según dicen, ya desde la niñez.

Una vez fui a visitarle al centro y le llevé bombones, no sé por qué. El bueno de mi tío se los comió todos de golpe -incluso los de licor- y me soltó que ya me podía ir si quería. Noté que, pese a su edad y su pasado, era perfectamente capaz de masticar mientras hablaba sin que se le escapase un gramo de chocolate. La sobriedad le daba un punto de juventud a su vejez, sus movimientos eran escasos pero decididos. Francamente lo vi bien. Le di un beso y me fui.

Tras la oración salimos a fumar y nos despedimos de mis primas y su prole en medio de la más yerma de las desidias. Teniendo en cuenta que mi tío Óscar era el último de sus hermanos, quién podría decir cuándo sería la próxima vez que nos volveríamos a ver, o si la habría.


En tales casos no queda más remedio que meterte en el coche y poner la radio, guardar silencio y desatar la mente. Esperar a que te empape la empatía y la tristeza se te coma el alma por un rato, ese momento en que pones cara a tu propio entierro y te lo imaginas con todo detalle, con extras y todo. Te preguntas cuál será la lista invitados, cuáles de ellos traerán ese acaloramiento como de aguardiente en la garganta por tener que visitar tu cadáver. El vello se te eriza sin darte cuenta al ver tu rostro amarillento, cerúleo, postrado entre raso y flores. Oscilas entre nihilismo y el carpe diem… Bueno, pero tú sigues vivo. Quizá esto te suena egoísta y te disculpes mentalmente con el muerto, pero invariablemente acabas dibujando una sonrisa en la incorporación a la comarcal porque entonces lo peor, que es el momento de llegar a un entierro, ya ha pasado. Así hasta el siguiente.

15 febrero, 2014

ROSAURA


Aura guardó el edredón en el armario y volvió al dormitorio para terminar de hacer las maletas para su muerte, para la que aún faltaban tres semanas y un día.
Sacó las maletas al patio de atrás y las prendió fuego junto con algunos libros viejos y una fotografía de una niña abrazada a un apuesto soldado.
*
Con ese aspecto lúgubre que otorga el luto, Aura hojeaba pensativa una biblia de bolsillo, ajena a la cháchara circunstancial del taxista. A ratos, echaba la vista por la ventanilla, paseándola por los trigales y las arboledas, las otras carreteras y los nubarrones avanzando en formación.
Un puntito de sangre brotó de una fisura minúscula en el dedo índice de Aura, que se había perdido entre aquellas nubes negras que afilaban el horizonte a su paso. La verborrea del taxista cesó de golpe al detener el coche frente al gran portón electrificado que daba acceso al recinto.
*
Un cristal de un palmo de grosor dividía ambas salas: una diáfana, revestida de azulejos negros, con una silla en el centro; la otra, enmoquetada y con perfume a lavanda, disponía de una gradilla de unos diez o doce asientos, con botellas de agua y pañuelos a los lados.
Aura se sentó en el centro, rodeada de desconocidos. Estrechaba la biblia con fuerza entre sus manos reumáticas, imponiéndose a las lágrimas y a las miradas de soslayo. De pronto, se apagaron las luces de la sala.
Al otro lado del cristal, Rosita avanzaba a paso lento hacia la silla, neutra como un folio en blanco, custodiada por dos hombres de uniforme: uno con pistola y otro con sotana. “Mira que es guapa la condenada” se dijo Aura. “Incluso así. Tan flaquita, tan menuda… Tan joven”. Luego clavó su vista en el hombre de hábito, pecando deliberadamente de pensamiento mientras él santiguaba con aire rutinario a la joven Rosa. “Mi pequeña flor…” se repetía Aura en lo que le ajustaban las correas.
Una lágrima valiente desfiló por las arrugas de Aura, que no apartó la mirada hasta la última convulsión. Acto seguido abrió la biblia, extrajo una pequeña cuchilla y se la pasó por las muñecas, la vista clavada en lo alto y las manos chorreando.