Nevaba copiosamente en la ciudad.
Era 22 de diciembre del año 2011 en la fábrica de Embalajes Madrid. De buena mañana,
la fornida becaria, que apenas llevaba unas semanas entre nosotros, preparaba
café para todos en la sala de descanso. Los del almacén se arremolinaban en
torno a la televisión, parloteando en los sillones de cuero. También andaban
por ahí, risueñas, varias de recursos humanos, y algún que otro vendedor adicto
al juego, si la memoria no me falla.
Todos formaban un semicírculo en
torno al televisor, en el que salían tres jovencitos uniformados ascendiendo en
fila india hasta un gran escenario. Yo estaba detrás, donde las bandejas con
galletas, pasando la fregona a un café derramado por el suelo. Mi turno ya había
acabado hacía unos veinte minutos, pero en fin, no me importunó volver a por el
cubo y la fregona, aunque no llevaba ya ni el mono de faena. Me quedé para ver
el sorteo, con todos. Después de limpiar el café derramado me serviría yo mismo
uno, pensé. Lo que son las cosas, carajo. Aquella mañana el Estado nos haría
ricos, aunque entonces aún no sabíamos nada.
Terminé con la fregona y la devolví
al cuarto de limpieza. Cerré la puerta y entonces fue cuando comencé a oír
cierto griterío desde el salón. A medida que caminaba por el pasillo, las voces
eran cada vez más intensas, desatadas, resonando con estridencia creciente por
los falsos techos. Mi mente dudaba mientras mi corazón ya daba triples vueltas
de campana divagando. Entré en la sala, con las sienes palpitándome rabiosas, y
entonces vi a todo el mundo saltar y abrazarse, y sentí que mis ilusiones
cristalizaron, mis buenos presagios se habían cumplido. En ese momento algo me
punzaba en el pecho con violencia, pero no me importó, nos había tocado el
Gordo de la Lotería Nacional. Achaqué el malestar a un achaque de la edad, al
alegrón del premio. Un Gordo de la Loto no era para menos, todos llamaban por
teléfono a sus casas, sabedores de que bien solucionaba un ERE que nos empezaba
a destruir seriamente. Fue entonces que una especie de relámpago me electrificó
de pies a cabeza, haciendo de mi alma un infarto.
Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.
Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.
Ya en silencio, un nuevo corro se formaba a mi alrededor, tendido y moribundo.
No podía mover un solo músculo, pero los distinguía a todos de fondo, como en
un segundo plano. Entonces vi cómo una figura se agachaba a mi lado. Podía oír
sus pasos, su respiración entrecortada. Se acercó a mi cara y me miró
fijamente. Concluyó no ver ya vida en mí tras sondear mis ojos, sedados, insensibles
ya, o casi. Mi cuerpo estaba inmerso en una tormenta de dolor mudo, estático,
pero aún distinguía a aquel hombre. Alzó la cabeza, dirigiendo una mirada a
todos los presentes, y metió la mano en el bolsillo interior de mi
chaqueta. Sacó mi boleto premiado y lo trituró ante los ojos de todos. Los míos perdían foco exponen-cialmente; mi cerebro, colapsado,
desconectando poco a poco mi visión. Mientras palmaba, alcancé a ver cómo
todos me observaban, en silencio, cómo nadie decía nada.