TRASLATE

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09 enero, 2012

YOGUR DE COCO




2 de Mayo de 1997, Madrid

El maldito ordenador se ha estropeado otra vez y no paro de toser.

Me desperté a media noche con la almohada empapada y los ojos como dos nectarinas chorreando agüilla retiniano. Mete la cabeza bajo el grifo, anda. Los ojos me escocían como ríos llenos de pirañas.

El agua me ha calmado el escozor, pero no veía un carajo. Sólo sombras y bultos raros, y eso me ha mareado una barbaridad. Encima he puesto perdidas las paredes del pasillo al pasar con el pelo chorreando y, para colmo, casi resbalo.

He tenido que meterme en la cama otra vez. Toda la habitación giraba en torno a mí como un tiovivo. Pero al rato se me ha ido pasando; los párpados han dejado de palpitarme ansiosamente, y las sienes ya no me arden.

Suena el teléfono.

Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Estoy viendo COLORES.

He cogido el teléfono justo a tiempo para escuchar ese pitido triple de cuando ya han colgado; pero estoy flipando en COLORES. Cuando nací, nadie se dio cuenta y tardé toda una niñez en descubrir, por no sé qué historia de mi ADN, que no capto los colores de las cosas. Lo llaman acromatopsia.

*

Pero ahora estoy viéndolos, infinidad de COLORES. No se cuál es cuál pero los veo todos. Son tantos y tan raros… Creo que ya entiendo porqué la gente hace cola en los museos o en los estadios; o en el H&M.

Me quedo embobada mirando por la ventana de mi cuarto. Me vuelven a llorar los ojos, ahora de emoción. La calle a mediodía es del mismo color que mi peluche de Bob Esponja, cogiendo polvo en la estantería.

Estoy alterada, me siento alterada. Creo que el picor de ojos me ha descoordinado los hemisferios cerebrales. Me voy a tomar un yogur.

Mi piel ha adquirido un tono extraño que me preocupa. Sospecho que puede ser otro síntoma, como el picor de ojos, y me da un aire repipi que me va a hundir el autoestima.

Pero, síntomas... ¿de qué?

Sólo sé que me he despertado llorando y… ¡Joder! Ahora parezco un yogur de fresa. Hasta las paredes de mi cuarto, que toda la vida han sido blancas, resultan ser también de ese color. Encontré el bote de pintura entre las cajas del trastero y en la base ponía “SALMON nº217”.

El armario también es color “salmón 217”, aunque yo siempre lo vi color madera. La puerta izquierda guarda la ropa blanca; y la derecha, ropa y calzado negros.

No sé si me acaba de gustar tener la piel del mismo color que un pez, un armario o un yogur; al menos, no es lo que imaginé durante estos años. Mientras pienso eso, mi cabeza se llena de focas verdes, tigres azules y mariposas naranjas…

Es una locura preciosa esto de los colores, aunque temo por mi salud. La reacción cutánea no se quita y empiezo a acojonarme de verdad.

Toso a ratos, y me ha salido un moratón gigantesco en el dedo gordo del pie.

Hola, sr. Morado.

Ahora, ya sé de qué color son las moras… ¿y los moros? Vaya… un país de gente morada como mi dedo gordo.

Un placer, sr. Morado. Pero quiero conocer a los demás colores. Salir a verlos o que alguien me los enseñe; puros y mezclados. Esos amarillos que andan por las calles, todo el día chillando; y esos verdes de los que hablan, adictos al pistacho. Al menos, hay doscientos de ellos…

Estoy decidida a salir a verlos todos; pero el cerrojo de la puerta está atascado otra vez. Las llaves nunca aparecen por ningún lado. Yo las sigo buscando por cada rincón, no paro jamás. El cerrojo está atrancado.

Yo sigo... Estrangulo el bombín entre mis manos...

*

3 de Mayo de 1997, Madrid

Mierda. Ana Rosa Quintana en blanco y negro.

Mierda, mierda, mierda.

Otra noche en el sofá, la tele encendida toda la noche.
Un yogur de coco incrustado en mi lumbago. 

02 enero, 2012

MIRO POR LA VENTANA, HAY UNOS CHAVALES, PONGO MÚSICA

          
Suena Black and Blue
de Armstrong.
Los chavales de mi calle
andan despacio.

La navidad cada año
llega más pronto
a mi ciudad lejana,
sin luces.

Los chavales de mi calle
andan cabizbajos.

Tragan suelo y subsuelo.
Consumen, callan y sonríen.
Hacen puentes de papel de arroz
y beben birra.

Los chavales de mi calle
andan burlones.

La pega del fuego
es que quema.
Las cosas son
como son las personas.

Espontáneas.
Tediosas.
Casi todas...

...los chavales de mi calle
andan amagaos.

Yo sueño ser
solo de saxo
y cautivarte.
Ojalá.

Estás muy lejos
y aún te huelo.
Aplaco mi ansia tuya
dando triste cuenta
de otra flor muerta.


08 diciembre, 2011

NADIE DECÍA NADA





Nevaba copiosamente en la ciudad. Era 22 de diciembre del año 2011 en la fábrica de Embalajes Madrid. De buena mañana, la fornida becaria, que apenas llevaba unas semanas entre nosotros, preparaba café para todos en la sala de descanso. Los del almacén se arremolinaban en torno a la televisión, parloteando en los sillones de cuero. También andaban por ahí, risueñas, varias de recursos humanos, y algún que otro vendedor adicto al juego, si la memoria no me falla.


Todos formaban un semicírculo en torno al televisor, en el que salían tres jovencitos uniformados ascendiendo en fila india hasta un gran escenario. Yo estaba detrás, donde las bandejas con galletas, pasando la fregona a un café derramado por el suelo. Mi turno ya había acabado hacía unos veinte minutos, pero en fin, no me importunó volver a por el cubo y la fregona, aunque no llevaba ya ni el mono de faena. Me quedé para ver el sorteo, con todos. Después de limpiar el café derramado me serviría yo mismo uno, pensé. Lo que son las cosas, carajo. Aquella mañana el Estado nos haría ricos, aunque entonces aún no sabíamos nada.

Terminé con la fregona y la devolví al cuarto de limpieza. Cerré la puerta y entonces fue cuando comencé a oír cierto griterío desde el salón. A medida que caminaba por el pasillo, las voces eran cada vez más intensas, desatadas, resonando con estridencia creciente por los falsos techos. Mi mente dudaba mientras mi corazón ya daba triples vueltas de campana divagando. Entré en la sala, con las sienes palpitándome rabiosas, y entonces vi a todo el mundo saltar y abrazarse, y sentí que mis ilusiones cristalizaron, mis buenos presagios se habían cumplido. En ese momento algo me punzaba en el pecho con violencia, pero no me importó, nos había tocado el Gordo de la Lotería Nacional. Achaqué el malestar a un achaque de la edad, al alegrón del premio. Un Gordo de la Loto no era para menos, todos llamaban por teléfono a sus casas, sabedores de que bien solucionaba un ERE que nos empezaba a destruir seriamente. Fue entonces que una especie de relámpago me electrificó de pies a cabeza, haciendo de mi alma un infarto.

Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.

          Ya en silencio, un nuevo corro se formaba a mi alrededor, tendido y moribundo. No podía mover un solo músculo, pero los distinguía a todos de fondo, como en un segundo plano. Entonces vi cómo una figura se agachaba a mi lado. Podía oír sus pasos, su respiración entrecortada. Se acercó a mi cara y me miró fijamente. Concluyó no ver ya vida en mí tras sondear mis ojos, sedados, insensibles ya, o casi. Mi cuerpo estaba inmerso en una tormenta de dolor mudo, estático, pero aún distinguía a aquel hombre. Alzó la cabeza, dirigiendo una mirada a todos los presentes, y metió la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta. Sacó mi boleto premiado y lo trituró ante los ojos de todos. Los míos perdían foco exponen-cialmente; mi cerebro, colapsado, desconectando poco a poco mi visión. Mientras palmaba, alcancé a ver cómo todos me observaban, en silencio, cómo nadie decía nada.

29 noviembre, 2011

LUTO EMBARRADO



          Silba el mozo ante el camino
          alegres voces del pasado,
          voces sabias inscritas,
          letradas sobre el cielo blanco,
          decidido el texto a alegrarle
          a aquel pimpollo el mal trago.
          
          De un salto bajose del carro.
          Miró al fondo, la arboleda,
          las casuelas, el campanario,
          y caminaba preparando el gesto,
          la tez de sobrino enlutado.

          Tomo en mano, de ciencia armado,
          los grandes banquetes jamás lo agradaron.
          Pero qué sabrá él, de lo divino y lo pagano,
          si en su corta existencia fue un pobre aldeano.
          Qué sabe quién si el mundo gira,
          o tú y yo quienes giramos,
          tanto todo, que no estamos.

          Arrodillóse el muchacho, silenciado,
          ante una cruz que lo miraba raro.
          Es la hora, nadie existe.
          El último adiós, con dios,
          bajo el portón empedrado.

08 noviembre, 2011

PLAN DE PENSIONES



A Montxo le pesan la barriga y los años.
Lleva media vida plantando la corbata sobre la mesa a las nueve en punto, aunque trabaja cerca de casa, eso sí; en una sucursal de la Caja Vital, por ahí por los Herrán, en pleno centro de Vitoria. Veinte años de experiencia; "hostia, hasta que me larguen", suele decir. Pero al bueno de Montxo no van a echarlo, es un hombre cabal, cumplidor y fiel.

       Sin embargo, la crisis golpea duro a la banca y las comisiones trimestrales de Montxo son cada vez más pobres. Cada fin de mes irrumpe más humillante en la cuenta corriente, con los ahorros de otras décadas muriendo un poco cada día, quebrados de gastointeritis. Sobrellevando un tren de vida desfasado. Las cuentas no cuadran en casa de Ramón Amilibia.

       En los últimos meses, el humor de Montxo ha cambiado. Al llegar a casa maldice y despotrica, y luego, cuando Artea acaba riñéndole, se va iracundo a recostarse en el sofá. Se desabrocha los zapatos mientras farfulla, y después, da un par de cabezadas en lo que dura el telediario de la cinco. Así todas las noches, todos los días.
         
       -Fíjate hijo -le explicaba una noche a Gaizka-, así trata este país a la gente honrada, leñe. ¿Lo ves o no? Si a mí me pasa igual, es que es lo mismo. Yo siempre lo digo, si hasta el propio Gobierno se baja la faja con los banqueros, ¿qué no harán ellos, pues? ¿qué no harán esos banqueros con su propio personal? Empleaos, contra, empleaos como tu padre que nos partimos el espinazo toda la santa vida para ellos. Santa Hostia, que me traen los demonios...- tronaba Montxo enrojecido.

       –Si razón no te falta, aita, pero no te calientes más que es domingo y juega ahora el Athletic. Ya verás Llorente, hoy mete dos...- le decía el chico, intentando apaciguar los ánimos de su padre. Montxo colocó los pies sobre la mesa baja y miró el periódico. No era del día, ni siquiera de los últimos meses. A saber de cuándo era aquel periódico. Montxo se quedó observándolo, meditabundo.

       Al día siguiente, las primeras gotas vaticinaban una jornada gris. Montxo caminaba hacia el trabajo como todos los días, pero aquel no paró en el Aguerri’s a tomar café. Aquella mañana fue directo a la sucursal. No paraba de sonarle el móvil. Antes de entrar, lo puso en modo silencio. –Buenos días, señor Amilibia- le inquirió cordial Martina, la señora de la limpieza. Con un breve ademán, Antón le devolvió el saludo y se encerró en su despacho. Miró el reloj. Diez minutos para las nueve.

       Instantes después, un hombre trajeado franqueó el portón blindado portando un maletín. Éste se acercaba al mostrador del fondo al tiempo que una anciana atravesó apurada la puerta giratoria. Montxo hablaba por teléfono tras el sillón, de espaldas junto a la cristalera. Rápidamente, colgó el auricular y sacó del primer cajón un frasco de pastillas. Se metió una en la boca y tragó con ambición.

       El tercer cliente del día apareció pasados dos minutos de las nueve de la mañana. Era un señor orondo, embutido en un chándal cutre, todavía húmedo por el chirimiri. Tenía el rostro envejecido y arrugado, quizá de una antigua viruela, pero su complexión y su semblante revelaban que no llegaba a los 60 inviernos. En la cabeza, un gorro de lana le ocultaba parcialmente unas greñas negras, y le cubría la frente hasta las cejas. El tipo sacó del pantalón una bolsa negra y metió la mano dentro. Acto seguido, lanzó la bolsa al suelo. La sucursal se hizo silencio.

       -¡Que nadie se mueva o me cargo hasta a la vieja!- gruñó excitado el atracador. Montxo permanecía inerte, de pie junto a la cámara de seguridad, obedeciendo con aplomo las órdenes del asaltante. Pasaron apenas tres minutos hasta que el ladrón se largaba con la bolsa medio llena, arrancaba un monovolumen color satén detenido frente a la puerta y se perdía paseo abajo por la calle Arana.

       En la sucursal, el hombre del maletín se apresuraba a sacar el móvil del bolsillo, agitado, y marcaba el número de emergencia entre temblores. A su alrededor, los presentes se iban agrupando en torno a las sillas de la entrada, en silencio. La oficina parecía recobrar el oxígeno en el aire, todos resoplaban aliviados tras el incidente. Todos salvo la pobre anciana, que yacía sin conocimiento, tiesa y orinada sobre el frío mármol. Montxo no había reparado en ella cuando, entre tanto, apareció la ertzaintza.

       Aparcaron enfrente dos vehículos policiales, al borde de las diez de la mañana, a los que siguieron otros dos. Los ertzainas entraron sin titubeos y con las armas enfundadas. Breves instantes después, Montxo salía de la oficina, conducido por varios de los agentes, hasta el exterior de la sucursal. En torno a la puerta del banco, una multitud de curiosos parloteaban sin tregua, aventurando versiones hipertrofiadas sobre lo sucedido, cuando de súbito, se hizo el silencio entre el gentío, un silencio ensordecedor.

       Es don Ramón, se decían los unos a los otros tenuemente. El mutismo dio paso al murmullo colectivo, y éste al griterío. Los vecinos, aglutinados en corrillos, no daban crédito al ver a aquel hombre, al que muchos habían acudido en horas bajas, entrar en el coche policial con la mirada ausente, sin articular gesto alguno.

       Desde el interior, Martina alcanzó a ver cómo se llevaban a don Ramón detenido, y se acercó con premura a uno de los agentes. -¡Oiga, que se llevan detenido al director, que él no ha hecho nada! –le espetaba frenética al ertzaina. Éste se giró severo y la reprendió secamente. –Señora, ya hemos detenido al atracador y identificao el vehículo. El señor Amilibia ha perdido la cabeza.

FIN


22 septiembre, 2011

HUANG NO TIENE ASCENSOR

Medianoche. Juan abandona el salón de juego y camina sin prisa hasta el coche, un BMW verde botella con fundas en los asientos. Tiene 53 años y es adicto al juego y al tabaco. Nació en la Corea del 58 como el quinto de seis hermanos y medio siglo después se despierta solo cada mañana en un piso de otro barrio a las afueras de Madrid.

Avanza ensimismado entre hileras de farolas a los pies de la autopista, camino de vuelta, probando a dejar la mente en blanco por un rato. Apesta a tabaco tras otro día de vicio y estadística, cigarro y probabilidad, cubata y nervio.

Cada mañana, al verlo llegar, el camarero del salón se abotona la americana con los buenos días de rutina. Juan se sienta en la butaca arrimando el cenicero con una mano mientras, con la otra, echa mano al bolsillo del pecho. Se enciende un cigarro en lo que el camarero le sirve café y fichas. -Toma, Juanito. No te lo gastes muy rápido, que está tragona -bromea.

Huang vuelve a la consciencia del volante a ciento cincuenta kilómetros por hora con la sensación de haber tenido un dejá vu, algo cada vez más característico del espíritu flaco en el que se ha ido convirtiendo con los años, rostro anguloso, barbilla homicida y nariz geométrica sobre lo que fuera una tez dura, porte serio y recto, ahora más ácido y más ciego.

Algunos días manda al chico de turno a por un paquete de tabaco, o al McDonalds. Los viernes se permite un J&B con cola tras el café de las cuatro. Pero sólo los viernes, como ofrenda a la suerte. Jugando tampoco bebe más de la cuenta. Podría perder dinero pero Juan es más listo. Por eso van los otros a copiarle la apuesta y él, aunque le jode, nunca dice nada. En dos horas, juega cuatrocientos treinta euros en la ruleta.

Niño!, ¡¿esto no suelta hoy o qué?! -masculla al camarero con acento grotesco. Las tiempos están mal para hacer dinero. Casi no queda margen para malos peores. Hay que ganar. Cambio a fichas y jugada por valor de treinta y cuatro euros para tantear la máquina.
La carretera está casi vacía. Juan estrecha el volante con desgana, pensando inevitablemente en todo lo perdido.

Aparca el viejo automóvil a dos calles de su portal. Ya es miércoles, ha recuperado casi todo lo perdido el lunes, y sin embargo, ya cruzando al jueves, ni la soledad ni la edad ya le dan pie a mucho vaivén. Bastante reto representan cada noche los sesenta y siete escalones que separan el portal del cuarto F. Siempre le molesta el traqueteo del contador de luz. Huang Kim no tiene ascensor, pero tampoco lo quiere. Prefiere subir andando, pese al reuma incipiente y pese a todo. Porque un día fue joven, sano, un soldado contaba las batallas por victorias.

Juan detesta los ascensores. Especialmente los que tienen espejo. Esas estúpidas placas de realidad son correazos a su estima de inmigrante solitario. Ochenta y tres pasos después, Juan se limpia con mesura los pies antes de entrar en casa. -Noventa y ocho, noventa y nueve… y cien.

Juan siempre abre la puerta, se quita los zapatos y los deja en el cajón. Luego va hasta el baño, se quita la camisa, los pantalones y los calcetines, deja el cinturón sobre el váter y mete la ropa en un cesto. Se lava las manos, la cara y los pies. Recoge el cinto del váter y lo guarda en la cómoda junto a la cama. Se emboca un pito y se tumba a hacer recuento de caudales.


Esta noche Juan entra de seguido hasta el dormitorio, saltándose todos los pasos. Se sienta a los pies de la cama, una calma agridulce le invade el gesto al verse a sí mismo tumbado en el suelo, el pecho hinchado, la mirada clavada y los ojos abiertos, esperando tener más suerte en la siguiente vida.

11 abril, 2011

RAMAS

Qué ocurre cuando el autobús se para,
qué pasa si la caricia se queda en la mente,
cuales son las ilusiones que nos hacen grandes,
cuáles los errores que nos matan,
quién sabe cómo perderle el miedo a la muerte,
cómo sé que soy feliz.

Enigmas e incertidumbre,
puré de soledad,
ramas en mis ojos.

Siempre pensando que un día serás
lo que nunca has visto y a cada momento observas, pero qué ilusionante es el sol de la mañana,
cuánto complace el gris de la tarde,
cómo embelesa el azul de la noche.

La vida es un happy hour de formol,
la vida roba horas, destruye, devora y controla.

El tiempo que seduce y reduce,
que roba atención al primer descuido.
Brinda conmigo