Cerraron los ojos a la vez
y se acercaron despacio, cogidos de la mano bajo el viejo castaño. El recreo
bullía en un segundo plano con los gritos de los apostadores de tazos, los versados en liebre o los reyes del futbito -entre
otros muchos-,
repartidos por el patio en pacífica coexistencia.
A
Ellos estaban al margen, al
fondo, en la zona prohibida. Siguieron acercándose más y más, muy despacio,
hasta que sus diminutas bocas colisionaron en un beso. El primero de Bea. Qué
guapo era Jorge, el que más de la clase. Bea sucumbió a una sonrisa desconocida, rara, mayor. También le había quedado un regusto a caucho en los labios. Abrió los
ojos y se vio sola bajo el viejo castaño. Quiso otro beso pero ni rastro de
Jorge.
A
Empezaron a oírse gritos en el arenero. En unos minutos todo el patio estaba allí curioseando. También Bea se
acercó a ver qué pasaba, saboreando todavía en ese sabor a caucho lejanamente
familiar. Aún le dolían los labios por culpa de los brackets de Jorge, pero era tan
guapo… Y con esos ojos, tan azules…
A
En el epicentro del
griterío, una rana gorda y fea planeaba la huida entre el alboroto de manos y
cubos y abrigos, brincando hacia el despacho del director.
Inmediatamente Bea
se exculpó consigo misma de haber convertido a Jorge en un sapo. En fin, ¿cómo iba a saber ella que lo del beso funciona también en la vida real? ¡¡¿¿y al revés??!!
Como llegara
a oídos de don Ángel, se la iba a cargar entera. La castigarían, llamarían a sus
padres y también ellos la castigarían. Total, por un beso.
A
Mayores y pequeños
perseguían a la rana hasta la entrada del aulario, vociferando y empujándose
como posesos. Bea fue sorteando a unos y otros hasta llegar al origen. Enganchó
la rana de un certero agarrón y lo primero que hizo fue mirarla a los ojos, por
si se deshacía el hechizo, pero no. Ni siquiera los tenía azules. Bea dudó un
instante acerca de la diferencia entre las ranas y los sapos; luego salió del
tumulto entre las quejas de los mas mayores, indignados por la repentina
interrupción del escarnio. Uno de ellos le quitó la rana de las manos y, con una mueca de placer, cargó el brazo con todas sus fuerzas. Bea se desvaneció ante la imagen
del pobre Jorge proyectado a esa velocidad contra la pista de baloncesto.
A
De pronto todo era oscuridad y Bea creyó escuchar que la llamaban desde lejos.
Doña Úrsula golpeó
varias veces en la mesa con el dorso del borrador, pronunciando cada vez más
alto el nombre y los apellidos de Bea, que dormía plácidamente sobre sus
pequeñas manos llenas de pulseras de colores. En el pupitre contiguo, Rubén le soltó un codazo entre risas nerviosas. Por fin Bea sacó la cabeza de
entre los brazos, roja de vergüenza, y continuó leyendo en voz alta por donde Doña Úrsula le indicó.
A
Leyó sin ganas de leer, deseando estar aún dormida, sin bobos al lado pintándole el estuche o rompiéndole las ceras. Mejor estaría allí fuera, bajo el árbol,
besándose con Jorge.
Aunque fuera un sapo.