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18 marzo, 2014

PALOS, PIEDRAS Y PALABRAS


Pasado
m. Tiempo anterior al presente: Los dinosaurios vivieron en el pasado
Presente
adj. y m. [Tiempo] en que se sitúa actualmente el hablante o la acción: El presente es una incógnita
Futuro
m. Tiempo que está por llegar: En el futuro la ciencia y la tecnología harán posible lo imposible


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ESTACIÓN CHAMARTÍN, ANDÉN 18 – AMANECER

El día en que Armando marchaba hacia el frente, los pájaros no acudieron a piar el alba. Genoveva, la madre de Armando, lo interpretó como un mal augurio, apoyada contra una de las altísimas columnas del andén, pero prefirió guardarse las supersticiones para sí misma. Ya nada lo separaba de cumplir, había llegado el día.

Jóvenes patriotas de verde oliva sellaban sus bocas contra preciosas jovencitas perfumadas, orgullosas de llorarles por la futura ausencia. Armando esperaba al margen de la muchedumbre, sentado en su petate, callado, con la mirada y la mente enredadas en aquella catenaria que los llevaría, a través de mil fronteras, hasta el frente ruso.

En el mundo de Armando las cosas importantes eran pocas y pequeñas. Las grandes ocupaban muy poquito espacio. La política, las grandes ideas, las ideologías… Le parecía que todo eso, lo que era a él, le influía poco o nada. Esas cosas quedaban muy lejos de su casa al pie del Manzanares. Él jamás en la vida se habría alistado para ir a Rusia a pegarse tiros -y de voluntario, menos- pero ya se había encargado su madre de que la quinta generación de Armando Guerra cumpliera con su compromiso histórico de servir a la patria. A Armando aquello le daba más o menos igual. Por ideales no era, pero igual después podría hacerse un hueco y acabar, quién sabe, de reservista. No era sensato descartarlo.

Lo de estudiar no le interesó nunca. Las Ciencias le parecían cosa de listos, y más aún, de listos pudientes; mientras que las Humanidades directamente le parecían inútiles e incomprensibles. Le hubiera gustado echarse una chavala, eso sí, y llevarla de paseo los domingos a la Gran Vía. Pero era muy feo –él lo sabía, como también sabía que no lucía mucho en porvenir como ayudante de ferretero–. En cualquier caso, así mejor. No tendría que despedirse de ninguna. Bueno, de mamá. Con tal de no contradecirla, Armando…, lo que hiciese falta. Ya pueden llover cantos en Rusia que, por no oírla…

Genoveva colocó una gruesa bufanda en torno al cuello de su hijo, se estiró sobre las puntas de esparto y lo besó en la frente hasta que el tren echó a andar. Genoveva arqueó una comisura al verlo marchar. El andén rompió en un sonoro aplauso de despedida a los héroes. Como todos los demás, Armando sacó el brazo derecho por la ventanilla y lo extendió en dirección al sol, al estilo de los buenos patriotas. El cielo se llenó de proclamas victoriosas y humo negro. Aquel día ni siquiera había sol y, muy en el fondo de sus pensamientos, Armando simplemente pensaba en el tiempo que pasaría hasta volver a ver un partido de su Atleti.

En ese mismo instante, la prima Lola rompía aguas en algún lugar del Parque de la Bombilla, dejando caer al barro un cántaro lleno de leche fresca.


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ESTADIO VICENTE CALDERÓN, FONDO SUR – ANOCHECER

Salvador Guerra había apostado diez mil calas a que el Atleti ganaba en casa al Spartak de Moscú. Partido de vuelta de Semifinales de la Champions, las gradas rugían de ilusión aquel martes. Salva tenía un abono y la cabeza rapada. Después de acabarse una botella de Ballantine’s, entró al campo y cantó a pleno pulmón durante noventa minutos; ahí, al frente, con su familia deportiva.
El Atleti perdió tres a dos en un partido brusco y pobre. Sendas aficiones se citaron en la calle para el epílogo, bien dispuestos para soltar adrenalina, frustraciones y hostias. Salva llevaba un bate con la esvástica. Tiros ya no quedaban. La rabia de la derrota hacía salivar a los fanáticos rojiblancos como él, y los rusos no iban a ser menos. Los de casa esperaron bebiendo en las inmediaciones, esperando a que soltaran la liebre. Cuando la hinchada moscovita salió del estadio, comenzó la batalla.

Salva murió junto a un coche aparcado con el pecho hundido a golpes. Un mes después despertaría en La Paz, preguntando por las diez mil calas que tenía apostadas a la victoria del Atleti.


~ * ~

PARQUE DE LA BOMBILLA, CINE VERANO – NOCHE

Iván Guerra y su novia compartían la ensaladilla rusa a cucharadas entre las sillas vacías. Sería un martes o un miércoles, uno cualquiera, en el cine de verano de la Bombilla. No había nadie. Estaban ellos solos, cargados de zampe y cerveza. Se instalaron en el centro y cenaron a la fresca del Manzanares. Esa noche echaban una muy mala, la típica americanada, El último soldado o algo por el estilo.

Comando americano trasladado a país árabe para aniquilar infieles sufre emboscada modelo vietcong y mueren todos los guapos menos uno, el más guapo, que vuelve a su país como un héroe. A Iván le encantaba ese tipo de películas, le recordaban a su padre, a cuando le llevaba al cine y luego al estadio, a ver el Atleti con sus amigos. Más que recordar, Iván rememoraba una especie de versión dulce e hipertrofiada de su padre, formada a partir de las dos o tres imágenes mentales que conservaba de la infancia.

Iván quería ser rico a toda costa y cuanto antes, esa era la clave. Siempre había pensado que su padre desapareció para largarse a hacer dinero a algún otro sitio de Madrid o de España, seguramente lejos del río. Iván era potamófobo –fobia a los ríos– y, curiosamente, había vivido desde siempre frente a la ribera del Manzanares. Con el tiempo acabó construyéndose una extraña relación de amor y miedo entre ambos.

En cierto modo, su demencia estaba plenamente justificada. Cuando papá se fue, mamá se tomó una botella de DYC y se tiró al río. Iván estaba a escasos cien metros, en el mismo cine de verano donde ahora Julieta y él se metían mano como locos ajenos al discurso de Mark Whalberg. La noche en la que Iván se quedó huérfano echaron Lilith, una película de Robert Rossen sobre lunáticos y cascadas. Iván no paró de ver ríos durante más de dos horas pero no entendió nada de aquella película. Al llegar a casa, su madre no estaba. Tampoco lo entendió.

Cuando no se besaban, Iván miraba de reojo el escote de Julieta y se retensaba todo entero. La película transcurrió por los afluentes del patriotismo yankee hasta la última escena, en la que Whalberg recibía la tan ansiada condecoración por el coraje derrochado.

Detrás de la pantalla, entre un par de urinarios móviles, Iván y Julieta luchaban sin protección ninguna, diciéndoselo todo muy despacio desde los sótanos del Despacho Oval. Se oyó un largo quejido. A continuación, Morgan Freeman Obama concluía su discurso presidencial con una frase de agradecimiento a los miles de americanos que abandonaban sus casas para liberar al Mundo del integrismo y la tiranía ayatollah:

—Los palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras rompen todos los corazones.