TRASLATE

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15 febrero, 2014

MI QUERIDA SVETLANA


Por fin te escribo. Llevo semanas sin quitarme esto de la cabeza y ha llegado el momento de abrirte mi corazón definitivamente. Creo que no he sido muy claro en mis intenciones y me siento en la obligación de informarte como es debido. Creo que ha llegado la hora de dar un paso más y formalizar un poco todo esto, yo me siento más que preparado y espero que tú también.

Ya sé que no te gustan las flores, ni los bombones, ni los pintauñas del Mulaya. Tampoco te gustan los retratos a carboncillo, ni los paraguas de Hello Kitty, ni el café con azúcar. Entendido todo eso. Joder, café sin azúcar… Bueno, que ya lo he asumido y no me importa. No me enfado. Deben ser excentricidades de tu cultura y yo las respeto a muerte, con dos cojones.

Pero una carta, Svetlana, una carta no puede no gustarte. ¿En qué país del mundo no es una carta lo más romántico que puede recibir una mujer de un hombre? Huélela, le he echado unas gotas de Brummel.

Te escribo porque hoy es San Valentín, patrón de los amantes, los apicultores y los epilépticos. Déjame entrar y charlamos cuando no tengas clientes que atender. Si es que sí, estoy en la acera de enfrente. No tienes más que levantar la mano. Sino entenderé que no quieres verme, pero que sepas que me vas a romper el corazón. Y ya no volvería nunca más, ni a hacer fotocopias ni a recargar el móvil ni a nada.

Siempre tuyo,
Anónimo

31 julio, 2012

UNA DEL OESTE


El día que Margaret se armó de valor y le contó a su marido lo que había ocurrido, ya habían pasado casi dos meses, y una incipiente curva surgía de su vientre. Aquel día, una enorme tormenta de arena azotaba el valle, danzando a su antojo por entre los macizos y las crestas ocres, enturbiándolo todo. Margaret cosía en el porche y pensaba en aquellos días en que su madre la enseñaba a coser y le hablaba de cuando era un bebé.
Pasaron varias horas hasta que la tormenta, poco a poco, se fue alejando por el oeste. Margaret cavilaba en el porche, la mirada perdida, cuando vio salir de entre la tormenta a un grupo de jinetes. Habían pasado varios meses desde que Horace Sutton partiera con sus hombres hacia Tucson a ajustar algunas cuentas.
Margaret supo que era él y creyó parársele el corazón. Entró en la cocina y puso café al fuego, las manos le temblaban violentamente. Salió a recibirlos.
—Cielo santo, Horace… -gimió conciliadora.
Horace Sutton bajó de su montura y, sin abrir la boca, se acercó lentamente al establo; estaba vacío. Soltó un bufido y se encaminó hacia la casa. Margaret –con Felicity a sus faldas- lo seguía a cierta distancia, en silencio, los brazos sobre el vientre. Cuando Horace cruzó la puerta y comprobó que también habían arrancado de la pared su apreciada cabeza de búfalo, montó en cólera y destrozó uno por uno cada rincón de la casa. Margaret, tras el quicio de la puerta, arrancaba pelotillas del vestido de Felicity y lloraba en silencio.
Cuando hubo terminado con todo, Horace agarró a su mujer del brazo y la llevó fuera, lanzándola más allá del porche hasta morder el polvo.
—Habla, mujer.
Horace atendía a los balbuceos entrecortados de Margaret y daba grandes bocanadas a un cigarrillo, la mirada perdida, observando la tormenta de arena alejarse. Cuando hubo acabado el pitillo, escupió y miró a su mujer con desdén. Era todo furia.

Caía el sol contra la tierra baldía, las mesetas ocres y las flores de cactus, vistiéndolos de carmesí. Margaret y su pequeña caminaban fatigosas y polvorientas remontando el valle hacia el Sur.
—Mamá, ¿qué tienes en la cara?
Margaret sacó un pañuelo floreado del escote y se palpó la cara. La sangre iba tiñendo el pañuelo, la pequeña torció la mirada al horizonte donde el sol se fugaba tras reflejos malva.
Ya en la noche, dieron a sus pies con una larga lengua metálica, Margaret pensó que le gustaría haber montado alguna vez en el ferrocarril. Siguieron el camino de las vías en la oscuridad hasta encontrar un lugar donde resguardarse.
Reanudaron la marcha al alba, era una mañana clara. Tras algunas millas vieron unas columnas de humo alzarse hacia el cielo como bandadas de cuervos. Bienvenidos a Hillmond City.
                                                   ~ * ~
Una calle principal con un par de tiendas, un saloon y el puesto de correos era todo lo que podía uno encontrar en Hillmond City, un lugar de tránsito para viajeros y comerciantes donde la ley, en los últimos tiempos, era poco más de un chiste. Al último aspirante a sheriff  lo colgaron y lo echaron a los cerdos; desde entonces, la oficina sirve de refugio para chuchos y maleantes, y la justicia, en fin, se administra de otros modos.
Margaret y su hija enfilaron Main St. entre una nube de hombres y mujeres y ganado llegados de todas partes del condado. Por todo el bulevar colgaban de fachada a fachada guirnaldas rojas, blancas y azules. Una muchedumbre festiva se concentraba por toda la ciudad. Sobre la entrada al saloon del viejo Billy colgaba un cartel: “Feria de ganado del condado de Winkler. Acreditaciones aquí”.
Margaret y la niña cruzaron el umbral bajo la mirada de la bulliciosa clientela, que entonces, muda, escrutaba aquel cuerpo amoratado, ese rostro encostrado: Margaret. Ajena a las numerosas miradas, se acercó a la barra y pidió una zarzaparrilla. Billy se lo sirvió en silencio; de un sólo trago la mujer vació el vaso, soltando después un profundo suspiro. Luego llamó otra vez a Billy y, tendiendo el brazo sobre la barra, le susurró suplicante algo inaudible para la jauría de vaqueros que asistía en silencio.
— Señor… -y rompió a llorar.
Billy salió de la barra y se llevó a Margaret hacia las escaleras, al piso de arriba. La pequeña permanecía aún junto a la puerta, muda y desaliñada. Uno de los vaqueros se levantó de su mesa y se acercó a la niña; el pelo enredado y la punta de la nariz quemada por el sol. El vaquero la invitó a sentarse. Iba con él un tipo desdentado que sacó una petaca de la pantorrilla y le ofreció un trago a la pequeña.
—Maldita sea, Rick. ¿No ves que no es más que una niña?
El vaquero obsequió al tal Rick con un certero puntapié en el trasero. Entonces, de un recodo del salón empezó a emerger una fila de bailarinas semidesnudas, en fila india, elevando sincrónicamente sus brazos y batiéndolos como piezas de una locomotora. Los vuelos de sus faldas hipnotizaban a la parroquia y la brevedad de una liga furtiva despertaba los instintos animales de más de un feligrés. Entretanto, el vaquero –llamado Mr. Hatfield- miró bien a la niña, pensando que aquella muchachita tenía algo especial.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Felicity, señor.
—Vaya, un nombre precioso, Felicity... –dirigiéndose a Rick– ¿Has oído, muchacho? Esta niña tiene mas modales de los que tú tendrás nunca… -acomodándose en la silla y volviendo la mirada hacia ella –¿Quieres un poco de agua, Felicity? Billy traerá agua.
El pianista terminó la pieza y las bailarinas bajaron las escalerillas del escenario entre silbidos, huyendo como hormigas entre el gentío. Margaret salió con Billy de uno de los cuartos de arriba, enjugándose los ojos y la boca con el pañuelo moteado de sangre.
Más tarde, Margaret hubo de explicar su situación a las rameras, contarles qué hacía allí y todo lo ocurrido: el asalto al rancho, la destrucción y los abusos… la vuelta de Horace, su furia y el destierro. Las mujeres acordaron por unanimidad darles amparo, acogerlas como a una más de ellas y darle a Margaret un empleo en el saloon con el que ganarse unos centavos.
                                                   ~ * ~ 
Cuando, algún tiempo después, Horace Sutton llegó con sus hombres a Hillmond City, no quedaba ya ni rastro del jolgorio que días atrás abarrotara el pueblo en celebración de la Feria ganadera de Winkler. Horace Sutton amarró a su bestia a la baranda y se dirigió a la puerta del saloon; las espuelas titilaban gradualmente más deprisa en sus talones. Traspasó las portezuelas abatibles, llegando hasta la barra.
—¿…y Marge?–hosco, los ojos clavados en el tabernero.–¿Dónde está esa…?
La clientela enmudeció con la súbita aparición de aquel feroz cowboy. Todos le miraban en silencio, algunos fumando con tenso disimulo; Sutton daba vueltas por la estancia perjurando.
—¡¡¡Maggie!!! –bramaba a cada tanto, cada vez más fuerte. –Maggie, sé que estás agazapada en algún rincón de esta maldita pocilga. Puedes quedarte ahí y esconderte cuanto quieras… ¡pero escúchame! Ten por seguro que no me largaré de esta ciudad hasta que acabe contigo y con ese bastardo que llevas dentro… –comenzó a gimotear levemente, un murmullo surgía de entre las mesas. Sutton daba vueltas sobre sí mismo, arrebatado –No eres más que una puta… Zorra asquerosa, estarás contenta… Dejaste que esos malnacidos se lo llevaran todo…

                                                     *

Aquella calurosa mañana de Mayo, Margaret se encontraba de vuelta del pozo cuando vio a la banda de Sullivan descabalgar frente al porche. Uno a uno, los cuatreros la violaron y golpearon como a una mula; desvalijaron la casa y se marcharon por el horizonte con los caballos de Horace. Margaret quedó encinta.

                                                     *

En el saloon de Billy, todos guardaban silencio mientras Horace Sutton, ofuscado e iracundo, iba de un lado para otro.
—¡¡¡Margaret!!! –gritaba histérico. –Acabaré contigo, lo juro, y luego iré a por esa sabandija de Malcolm Sullivan y haré una diana con su culo… –tomando un instante para recobrar el aire- ¡¡Maldita sea, Margaret!!
Desde el fondo de la barra, Mr. Hatfield apuraba su whisky. Golpeó el vaso contra la barra, se calzó el sombrero y, alzando la voz entre la expectación, se dirigió a Horace.
—Eh, tú, escoria… –Horace se volvió furioso -…ya hemos oído todos lo que tenías que decir. Ahora lárgate.

Al borde del mediodía el silencio se adueñó de Hillmond City, todo el pueblo cerraba sus ventanas; no se veían más que perros por Main St. Por fin, el reloj de la oficina de correos dio las doce en punto: de un lado, Horace Sutton sudaba profusamente, con el rostro brillante goteando deshonor, inspiró ansioso; de otro lado, Mr. Hatfield se desprendía con sosiego del sombrero y la casaca, depositándolos sobre Billy, que seguidamente echó a correr. Sutton acarició su revólver, Hatfield estiró los brazos en ademán dispuesto. El silencio se hizo ensordecedor.
Instantes después, un salvaje estremecimiento recorrió la espalda de Margaret, agazapada junto a la ventana. Afuera el aire era plúmbeo y olía a pólvora, todo permanecía inmóvil como en una fotografía del Winkler Post. Ambos hombres yacían muertos. Maggie no lloraría por Horace, se dijo.
Calvo y chaparro, el viejo Billy apareció entonces en plena calle, fantasmal y desierta. Unos buitres rondaban en el cielo. El anciano caminó algunos metros, se acercó al cadáver de Hatfield y, agachán-dose, agarró el reloj que pendía de su chaleco. Cubrió el cuerpo con la casaca, se incorporó y, calzándose el bombín, volvió al saloon. Margaret y Felicity hacían calceta junto a la ventana. En el horizonte, una tormenta de arena azotaba los macizos y las crestas ocres, enturbiándolo todo.
                                                   ~ * ~

09 enero, 2012

YOGUR DE COCO




2 de Mayo de 1997, Madrid

El maldito ordenador se ha estropeado otra vez y no paro de toser.

Me desperté a media noche con la almohada empapada y los ojos como dos nectarinas chorreando agüilla retiniano. Mete la cabeza bajo el grifo, anda. Los ojos me escocían como ríos llenos de pirañas.

El agua me ha calmado el escozor, pero no veía un carajo. Sólo sombras y bultos raros, y eso me ha mareado una barbaridad. Encima he puesto perdidas las paredes del pasillo al pasar con el pelo chorreando y, para colmo, casi resbalo.

He tenido que meterme en la cama otra vez. Toda la habitación giraba en torno a mí como un tiovivo. Pero al rato se me ha ido pasando; los párpados han dejado de palpitarme ansiosamente, y las sienes ya no me arden.

Suena el teléfono.

Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Estoy viendo COLORES.

He cogido el teléfono justo a tiempo para escuchar ese pitido triple de cuando ya han colgado; pero estoy flipando en COLORES. Cuando nací, nadie se dio cuenta y tardé toda una niñez en descubrir, por no sé qué historia de mi ADN, que no capto los colores de las cosas. Lo llaman acromatopsia.

*

Pero ahora estoy viéndolos, infinidad de COLORES. No se cuál es cuál pero los veo todos. Son tantos y tan raros… Creo que ya entiendo porqué la gente hace cola en los museos o en los estadios; o en el H&M.

Me quedo embobada mirando por la ventana de mi cuarto. Me vuelven a llorar los ojos, ahora de emoción. La calle a mediodía es del mismo color que mi peluche de Bob Esponja, cogiendo polvo en la estantería.

Estoy alterada, me siento alterada. Creo que el picor de ojos me ha descoordinado los hemisferios cerebrales. Me voy a tomar un yogur.

Mi piel ha adquirido un tono extraño que me preocupa. Sospecho que puede ser otro síntoma, como el picor de ojos, y me da un aire repipi que me va a hundir el autoestima.

Pero, síntomas... ¿de qué?

Sólo sé que me he despertado llorando y… ¡Joder! Ahora parezco un yogur de fresa. Hasta las paredes de mi cuarto, que toda la vida han sido blancas, resultan ser también de ese color. Encontré el bote de pintura entre las cajas del trastero y en la base ponía “SALMON nº217”.

El armario también es color “salmón 217”, aunque yo siempre lo vi color madera. La puerta izquierda guarda la ropa blanca; y la derecha, ropa y calzado negros.

No sé si me acaba de gustar tener la piel del mismo color que un pez, un armario o un yogur; al menos, no es lo que imaginé durante estos años. Mientras pienso eso, mi cabeza se llena de focas verdes, tigres azules y mariposas naranjas…

Es una locura preciosa esto de los colores, aunque temo por mi salud. La reacción cutánea no se quita y empiezo a acojonarme de verdad.

Toso a ratos, y me ha salido un moratón gigantesco en el dedo gordo del pie.

Hola, sr. Morado.

Ahora, ya sé de qué color son las moras… ¿y los moros? Vaya… un país de gente morada como mi dedo gordo.

Un placer, sr. Morado. Pero quiero conocer a los demás colores. Salir a verlos o que alguien me los enseñe; puros y mezclados. Esos amarillos que andan por las calles, todo el día chillando; y esos verdes de los que hablan, adictos al pistacho. Al menos, hay doscientos de ellos…

Estoy decidida a salir a verlos todos; pero el cerrojo de la puerta está atascado otra vez. Las llaves nunca aparecen por ningún lado. Yo las sigo buscando por cada rincón, no paro jamás. El cerrojo está atrancado.

Yo sigo... Estrangulo el bombín entre mis manos...

*

3 de Mayo de 1997, Madrid

Mierda. Ana Rosa Quintana en blanco y negro.

Mierda, mierda, mierda.

Otra noche en el sofá, la tele encendida toda la noche.
Un yogur de coco incrustado en mi lumbago. 

08 diciembre, 2011

NADIE DECÍA NADA





Nevaba copiosamente en la ciudad. Era 22 de diciembre del año 2011 en la fábrica de Embalajes Madrid. De buena mañana, la fornida becaria, que apenas llevaba unas semanas entre nosotros, preparaba café para todos en la sala de descanso. Los del almacén se arremolinaban en torno a la televisión, parloteando en los sillones de cuero. También andaban por ahí, risueñas, varias de recursos humanos, y algún que otro vendedor adicto al juego, si la memoria no me falla.


Todos formaban un semicírculo en torno al televisor, en el que salían tres jovencitos uniformados ascendiendo en fila india hasta un gran escenario. Yo estaba detrás, donde las bandejas con galletas, pasando la fregona a un café derramado por el suelo. Mi turno ya había acabado hacía unos veinte minutos, pero en fin, no me importunó volver a por el cubo y la fregona, aunque no llevaba ya ni el mono de faena. Me quedé para ver el sorteo, con todos. Después de limpiar el café derramado me serviría yo mismo uno, pensé. Lo que son las cosas, carajo. Aquella mañana el Estado nos haría ricos, aunque entonces aún no sabíamos nada.

Terminé con la fregona y la devolví al cuarto de limpieza. Cerré la puerta y entonces fue cuando comencé a oír cierto griterío desde el salón. A medida que caminaba por el pasillo, las voces eran cada vez más intensas, desatadas, resonando con estridencia creciente por los falsos techos. Mi mente dudaba mientras mi corazón ya daba triples vueltas de campana divagando. Entré en la sala, con las sienes palpitándome rabiosas, y entonces vi a todo el mundo saltar y abrazarse, y sentí que mis ilusiones cristalizaron, mis buenos presagios se habían cumplido. En ese momento algo me punzaba en el pecho con violencia, pero no me importó, nos había tocado el Gordo de la Lotería Nacional. Achaqué el malestar a un achaque de la edad, al alegrón del premio. Un Gordo de la Loto no era para menos, todos llamaban por teléfono a sus casas, sabedores de que bien solucionaba un ERE que nos empezaba a destruir seriamente. Fue entonces que una especie de relámpago me electrificó de pies a cabeza, haciendo de mi alma un infarto.

Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.

          Ya en silencio, un nuevo corro se formaba a mi alrededor, tendido y moribundo. No podía mover un solo músculo, pero los distinguía a todos de fondo, como en un segundo plano. Entonces vi cómo una figura se agachaba a mi lado. Podía oír sus pasos, su respiración entrecortada. Se acercó a mi cara y me miró fijamente. Concluyó no ver ya vida en mí tras sondear mis ojos, sedados, insensibles ya, o casi. Mi cuerpo estaba inmerso en una tormenta de dolor mudo, estático, pero aún distinguía a aquel hombre. Alzó la cabeza, dirigiendo una mirada a todos los presentes, y metió la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta. Sacó mi boleto premiado y lo trituró ante los ojos de todos. Los míos perdían foco exponen-cialmente; mi cerebro, colapsado, desconectando poco a poco mi visión. Mientras palmaba, alcancé a ver cómo todos me observaban, en silencio, cómo nadie decía nada.

11 noviembre, 2011

LA CAJA


     Me estaba cortando el pelo. Yo estaba sentado en el sillón de la barbería, Beltrán ya me pasaba las últimas rasuradas por la garganta. Saludé y me fui. Con la barba ya dispuesta, caminé manzana y media hasta la tienda. Abrí el portón poco más tarde de las 11 de la mañana. Apenas me había dado tiempo a prepararme un té cuando irrumpió en la tienda un joven ganso y timorato. Era Joel, con cara de llevar muchas horas despierto. Entonces, él aún no me conocía. Yo a él, tampoco.
Comenzó a pasear por los pasillos enmoquetados, observando el mobiliario, escudriñando los estantes colmados, escrutando objeto tras objeto, a cada cual más brillante, maravillado por las lámparas y las cristaleras de colores. Parecía un niño en un almacén de caramelos. Me hizo un par de preguntas vanas, a las que respondí solícito, y me puse a reparar una vieja marioneta sobre el buró. No pasaron quince segundos cuando Joel salía presuroso por la puerta de la tienda, fugaz como un estornudo, y se alejaba calle abajo hasta hacerse píxel. A mí, dueño del objeto y NARRADOR de la presente, se me enfriaba el rooibos de atender.
El chico corrió y corrió hasta salir de Chamberí, y al fin se paró en una esquina a examinar el botín. Era una caja de nácar, bronce y caoba, con diminutos brillantes dibujando ojos y ondas. Mi objeto más valioso, mi antigualla mágica. La contempló satisfecho el chaval. Resolvió que bien podría valer un viaje. Ahora lo que seguía era empeñar el botín y comprar un billete a Cádiz. Y de ahí, por el mar a Nueva York.
Caminaba por Princesa, embelesado con Manhattan, cuando chocó de bruces contra una refinada anciana, una de esas viejas glorias de gran ciudad que destilan moralejas. La señora se giró enojada a regañarlo, colocándose el foulard entre gruñidos. Andaba cerca un policía que había presenciado la escena, y comenzaba a caminar lentamente hacia él, colocándose el cinto con grandilocuencia. Joel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. De dos zancadas alcanzó a doblar la esquina, tenía que pensar algo. El agente avivó el paso con gesto suspicaz, mientras Joel, a la vuelta y contra la pared, trataba de idear una solución. No pueden reconocerme, sentenció, y escondió el DNI en el interior de la caja robada. En caso de problemas, diría que no lo llevaba encima.
Cerró los ojos, tiritando de ansiedad. No quería mirar. Musitaba lo poco que recordaba del Padre nuestro, paralizado, sacando punta lentamente al segundero entre hondos jadeos, cuando un dedo le pulsó en el hombro por dos veces. No quería abrir los ojos.
-Qué pasa, Joel. ¿Jugando al escondite? –soltó burlón el policía frente al chico. Éste no daba crédito a la actitud del agente, que tras una breve cháchara, se alejó dando recuerdos para todos, ante la perplejidad del chico. Aquello no tenía explicación.
Continuó el camino por Rosales en busca de un empeñista donde deshacerse del mamotreto. Caminaba por el Paseo cavilando sobre lo que acababa de ocurrirle con aquel madero, cuando comenzó a percibir algo extraño. Todo el mundo lo conocía. Los viandantes, sin excepción, lo saludaban amablemente y por su nombre, al cruzarse con él, adjuntando solemnidades y gestos con la cabeza o la mano. Joel no se lo podía explicar. Correspondía a medias a los tantos saludos, mientras trataba de despertar de lo que creía un mal sueño, un sueño muy raro en cualquier caso. Pero poco tardó en comprobar que aquello no era un sueño, sino realidad, tan real como que era de noche, pero sin explicación para él. En cualquier caso, el policía ya se había ido. Joel abrió la caja para coger el…
Ni rastro del carnet. El cofre estaba vacío. No puede ser. Sin documentos no podría viajar a ningún sitio, pero tampoco podía acudir a la policía. ¿Qué carajo había pasado con el DNI? ¿Tan lerdo era para liarla de esa forma? La caja había permanecido cerrada en todo momento, se chilló por dentro. No se podía haber perdido. Repasó paso a paso las últimas horas, descartando lugares y momentos donde pudiera haberlo perdido. Volvía atrás mentalmente, sentado junto a un cajero, con la mirada perdida. Finalmente, tornó la vista hacia la caja, y comenzó a observarla. Y la observó al detalle. Examinó cada minucia de la exótica urna, sin perder detalle, bajo el manto amarillento que segregan las farolas.
De pronto cambió el gesto, y se quitó las gafas. Las introdujo con presteza en la caja pensando que así, sin gafas, quizá no lo reconocerían. Buscó una bolsa de plástico grande donde camuflar el cofre, y se encaminó Marqués de Urquijo arriba hacia el metro de Arguelles.
Atropellado, Joel bajó las escaleras hasta imbuirse en el subsuelo. Se aproximó a las barreras del subterráneo y, de un salto, burló el importe del billete. Aterrizó agarrando a mano y media el cajón, y al erguirse, topó de frente con el vigilante de seguridad, que surgía tras la columna. El chaval miraba al suelo, inmóvil, preparándose para el sermón del jurado. Sin embargo, éste mantenía la mirada al frente y caminaba entre silbidos, hasta pasar de largo por el pasillo, sin tan siquiera reparar en el muchacho. Joel se giró confuso. Pero sin perder más tiempo, se encaminó a las escaleras agotado, ojeroso. Se sentó en los peldaños metálicos, mecido por los ciclos del motor, y mientras bajaba miró qué hora era. Había perdido ya más de medio día, comenzaba a anochecer y no quería encontrarse el local cerrado al llegar. Tenía que empeñar la urna ya. Llegando ya al final de la escalera, Joel se incorporó del escalón a la vez que un hombre, bajando deprisa, lo arrolló por detrás. Rodaron ambos hasta el pie de las escaleras mecánicas, y como una centella, el chico se giró hacia el hombre, que miraba despavorido en todas direcciones. Joel estaba enfrente, pero no le veía. Entonces lo comprendió. La caja, el carnet, las gafas. Era invisible, transparente ante los demás. Aquello lo maravilló.
Entró en el último vagón, sabiéndose invisible, y se tumbó en el suelo. Se hubiera dormido ahí mismo de no ser por aquella voz automática que, de pronto, brotó de las paredes. Próxima parada, Plaza de España. Joel agarró la bolsa y salió a la superficie. Ahora, pensó, a Gran Vía. La idea era utilizar aquel milagro, para entrar en un par de tiendas pequeñas y tomar lo necesario de la caja.
Sin embargo, mientras corría por Callao invisible al Universo entero, Joel comprendió que todo era mucho más fácil que eso, mucho más a mano. Con todo lo ocurrido no había reparado en ello, aunque ahora se mostraba evidente. Entonces comprendió que la urna era la clave.
Escribió en un papel “Nueva York”, y lo introdujo iluso en la caja. No sirvió. Entonces probó con escribirlo en inglés, pero tampoco. Luego probó con las iniciales, e incluso con una bandera adhesiva y un mapa que robó en un kiosco de prensa. Nada de nada. En un primer momento, había pensado que, si al meter el carnet lo conocían y al introducir las gafas, nadie le veía, quizá si metía algo de Nueva York le llevaría mágicamente a la ciudad. Necesito descansar, se dijo. Pero no podía ser, había perdido la identidad y los ojos comenzaban a escocerle. Comenzó a sentir sudores fríos y temblores, y pensó que quizá también fuera efecto de aquella maldita caja árabe. Tengo que deshacerme de ella, pensaba, no puede ser buena.
Joel se sentía cada vez peor, y callejeó hasta encontrar un lugar apartado y sombrío. Cada vez más ciego, Joel tuvo una idea. Quizá si introdujera directamente dinero en la caja, no tendría nunca más que pagar nada. O podría ser que al meter dinero dentro, se convirtiera directamente en millonario. Visto lo visto, ¿por qué no?, pensó. Observó el billete de cinco euros mientras los introducía en el cofre, deseando que fueran suficientes, y cerró la caja pensativo.
Esperó un rato y después entró en unos ultramarinos a por algo de comer, pero poco tardó en percatarse de que el dinero introducido aún no había surtido efecto, o simplemente que aquello no funcionaba así. Decidió entonces abrir la caja y, al minar en su interior, por poco no cayó en desmayo.
En el interior forrado de la urna había una mano. Una mano humana, masculina, tosca y morena, de uñas largas que había brotado en el interior de improviso. Joel se decidió a examinarla, pues no sangraba ni parecía hincharse cuando, de repente, la mano se hizo brazo desde el fondo del brillante cofre y, tomándolo por la pechera, arrastró a Joel dentro del cofre.
Le serví un té mientras le hablaba. Joel permanecía mudo, pensativo en el sillón, recomponiendo uno a uno los enigmas de las últimas 24 horas, mientras yo le desarrollaba lo ocurrido.
Hube de explicarle el funcionamiento de la caja, sus propiedades mágicas y su responsabilidad también. El muchacho se recreaba arrepentido sobre el butacón, sin soltar sílaba. Le contesté que podía quedarse, eso sí, sin robos. Asintió con la cabeza y le dio un sorbo al rooibos.

08 noviembre, 2011

PLAN DE PENSIONES



A Montxo le pesan la barriga y los años.
Lleva media vida plantando la corbata sobre la mesa a las nueve en punto, aunque trabaja cerca de casa, eso sí; en una sucursal de la Caja Vital, por ahí por los Herrán, en pleno centro de Vitoria. Veinte años de experiencia; "hostia, hasta que me larguen", suele decir. Pero al bueno de Montxo no van a echarlo, es un hombre cabal, cumplidor y fiel.

       Sin embargo, la crisis golpea duro a la banca y las comisiones trimestrales de Montxo son cada vez más pobres. Cada fin de mes irrumpe más humillante en la cuenta corriente, con los ahorros de otras décadas muriendo un poco cada día, quebrados de gastointeritis. Sobrellevando un tren de vida desfasado. Las cuentas no cuadran en casa de Ramón Amilibia.

       En los últimos meses, el humor de Montxo ha cambiado. Al llegar a casa maldice y despotrica, y luego, cuando Artea acaba riñéndole, se va iracundo a recostarse en el sofá. Se desabrocha los zapatos mientras farfulla, y después, da un par de cabezadas en lo que dura el telediario de la cinco. Así todas las noches, todos los días.
         
       -Fíjate hijo -le explicaba una noche a Gaizka-, así trata este país a la gente honrada, leñe. ¿Lo ves o no? Si a mí me pasa igual, es que es lo mismo. Yo siempre lo digo, si hasta el propio Gobierno se baja la faja con los banqueros, ¿qué no harán ellos, pues? ¿qué no harán esos banqueros con su propio personal? Empleaos, contra, empleaos como tu padre que nos partimos el espinazo toda la santa vida para ellos. Santa Hostia, que me traen los demonios...- tronaba Montxo enrojecido.

       –Si razón no te falta, aita, pero no te calientes más que es domingo y juega ahora el Athletic. Ya verás Llorente, hoy mete dos...- le decía el chico, intentando apaciguar los ánimos de su padre. Montxo colocó los pies sobre la mesa baja y miró el periódico. No era del día, ni siquiera de los últimos meses. A saber de cuándo era aquel periódico. Montxo se quedó observándolo, meditabundo.

       Al día siguiente, las primeras gotas vaticinaban una jornada gris. Montxo caminaba hacia el trabajo como todos los días, pero aquel no paró en el Aguerri’s a tomar café. Aquella mañana fue directo a la sucursal. No paraba de sonarle el móvil. Antes de entrar, lo puso en modo silencio. –Buenos días, señor Amilibia- le inquirió cordial Martina, la señora de la limpieza. Con un breve ademán, Antón le devolvió el saludo y se encerró en su despacho. Miró el reloj. Diez minutos para las nueve.

       Instantes después, un hombre trajeado franqueó el portón blindado portando un maletín. Éste se acercaba al mostrador del fondo al tiempo que una anciana atravesó apurada la puerta giratoria. Montxo hablaba por teléfono tras el sillón, de espaldas junto a la cristalera. Rápidamente, colgó el auricular y sacó del primer cajón un frasco de pastillas. Se metió una en la boca y tragó con ambición.

       El tercer cliente del día apareció pasados dos minutos de las nueve de la mañana. Era un señor orondo, embutido en un chándal cutre, todavía húmedo por el chirimiri. Tenía el rostro envejecido y arrugado, quizá de una antigua viruela, pero su complexión y su semblante revelaban que no llegaba a los 60 inviernos. En la cabeza, un gorro de lana le ocultaba parcialmente unas greñas negras, y le cubría la frente hasta las cejas. El tipo sacó del pantalón una bolsa negra y metió la mano dentro. Acto seguido, lanzó la bolsa al suelo. La sucursal se hizo silencio.

       -¡Que nadie se mueva o me cargo hasta a la vieja!- gruñó excitado el atracador. Montxo permanecía inerte, de pie junto a la cámara de seguridad, obedeciendo con aplomo las órdenes del asaltante. Pasaron apenas tres minutos hasta que el ladrón se largaba con la bolsa medio llena, arrancaba un monovolumen color satén detenido frente a la puerta y se perdía paseo abajo por la calle Arana.

       En la sucursal, el hombre del maletín se apresuraba a sacar el móvil del bolsillo, agitado, y marcaba el número de emergencia entre temblores. A su alrededor, los presentes se iban agrupando en torno a las sillas de la entrada, en silencio. La oficina parecía recobrar el oxígeno en el aire, todos resoplaban aliviados tras el incidente. Todos salvo la pobre anciana, que yacía sin conocimiento, tiesa y orinada sobre el frío mármol. Montxo no había reparado en ella cuando, entre tanto, apareció la ertzaintza.

       Aparcaron enfrente dos vehículos policiales, al borde de las diez de la mañana, a los que siguieron otros dos. Los ertzainas entraron sin titubeos y con las armas enfundadas. Breves instantes después, Montxo salía de la oficina, conducido por varios de los agentes, hasta el exterior de la sucursal. En torno a la puerta del banco, una multitud de curiosos parloteaban sin tregua, aventurando versiones hipertrofiadas sobre lo sucedido, cuando de súbito, se hizo el silencio entre el gentío, un silencio ensordecedor.

       Es don Ramón, se decían los unos a los otros tenuemente. El mutismo dio paso al murmullo colectivo, y éste al griterío. Los vecinos, aglutinados en corrillos, no daban crédito al ver a aquel hombre, al que muchos habían acudido en horas bajas, entrar en el coche policial con la mirada ausente, sin articular gesto alguno.

       Desde el interior, Martina alcanzó a ver cómo se llevaban a don Ramón detenido, y se acercó con premura a uno de los agentes. -¡Oiga, que se llevan detenido al director, que él no ha hecho nada! –le espetaba frenética al ertzaina. Éste se giró severo y la reprendió secamente. –Señora, ya hemos detenido al atracador y identificao el vehículo. El señor Amilibia ha perdido la cabeza.

FIN


19 octubre, 2011

EL LLAVERO DE MARGA



Con las piernas cruzadas y el pelo por la cara, Marga parecía una puta más colgada de la barra, pero no lo era. Años atrás, quién sabe, pero eso es otra historia. Hacía ya casi 7 años que trabajaba como secretaria para un dentista de barrio, un cincuentón hosco y poco hablador que, unas horas antes le había revelado, con suma economía de palabras, la mala nueva. "Que la crisis...", pausa y suspiro, "la crisis no me permite sostenerte, Marga, hazte cargo".

Aquella misma noche pegada al vaso, Marga fantaseaba con las marcas de las botellas de licor, firmes como soldados tras la barra, esperando a entrar en combate, y desempolvaba entre cobardes tragos toda suerte de recuerdos tiempo atrás exiliados. De pronto se acordó de los discos de Janis, de los jueves sin excusa, del olor al cuero de otro siglo. Todas aquellas etiquetas coloridas se reflejaban en la pared de espejo parcheando la silueta de Marga, todo lo más erguida que alcanzaba entre el verdor luminoso de los lamparones pendientes del techo. Se había tomado ya dos copas, quizá tres, cuando Fabián entró en el pub gabardina en mano y un cigarro en la oreja.

"Qué pinta..." pensó Marga, sin reparar en la suya. Tiene guasa, el yogur ¿eh...? burlona, al camarero.

Fabián dobló la gabardina en dos dobleces y, mirando fijamente a Marga, se sentó a su lado. Aún no había dejado la chaqueta cuando brotó de la mujer la carcajada más excelente de la historia de aquel bar. Marga deshecha contra la barra, cachondeándose a pleno pulmón. Risas y más risas, cada cual más ahogada que la anterior, hasta fundirse al fin en una sonrisa ebria, alargada y agridulce; mitad júbilo, mitad tristeza. Fabián, protegido al contraluz del bar, no había desviado la mirada un solo instante del carcajeo desbordado de Marga; expectante, callado, pétreo salvo por el lento y cadente gesto de llenarse la boca de humo, jugar expulsándolo, en fin, por acompañar el vodka.

Fabián se acomodó despacio en el plasticoso taburete y, con voz cálida y mesurada, le preguntó por el motivo de tanta risa floja. Atropellando palabras, Marga le confesó que, al verlo entrar, le había parecido un pipiolo tonto con esos zapatos viejos, esos pantalones pesqueros y esas greñas rizadas demodé. "Eso es más de mi época, guapetón". Marga siguió hablando sin espacios para réplica. El chico era un saco de huesos a un perfume unidos, un enclenque imberbe y probablemente algo putero, pero era guapo el condenado, y olía a edenes. De haberlo retratado en óleo, habría sido eterno como el mejor Dorian.

Marga no se reía así desde hacía muchos, muchísimos, demasiados años. Había desenterrado del olvido aquellas noches en que un cualquiera -cierta vez quizá incluso dos- la rondara por las calles del Madrid poeta, el Madrid drogadicto y baldío. Se acercó  a su oído y le besó el cuello.

 Marga charlaba y contaba y hablaba ante la permanente atención del chico, un frontón de monosílabos enredados aquí y allá por entre el discurso luengo de la señora.

Bebieron y hablaron hasta cerrar el bar. Tras la penúltima, Marga y Fabián franquearon el portón acristalado, adentrándose en la noche. De no ser por la hora, casi pasaban por madre e hijo paseando, pero Marga se sentía tan ajena, y a la vez, tan plena de todo que no pudo reprimirse a invitarlo a la última, ya en casa. Sabe Dios cuántas noches habían pasado desde la última vez... El trayecto se hizo dulzura. Era mediados de Octubre, pero el verano se había alargado tanto ese año que la temperatura, de madrugada, era agradable. Hasta sobraba la blusa, o todo, susurraba el subconsciente de Marga.

Subieron las escaleras a la par que su lívido, borrachos de simbiosis, y Marga fingía entender lo que explicaba Fabián, que ahora sí, le narraba sin tregua sus más profundas reflexiones. El tema daba igual, sólo faltaban unos escalones más. Marga sacó las llaves y observó el chupete anclado al manojo de llaves. "Putas puertas blindadas…" gimió tambaleándose. Entraron.

Se paró el tiempo hasta que la tragó en sus brazos. Besándola tras las orejas, acariciándola, horizontales, con la potencia fértil de un torrente. Marga se sintió Rita, se juzgó etérea, sensible, célebre mientras cabalgaba. Gritó sin voz hasta fundirse el sexo en sueño y, finalmente, tras el clímax, babeó la almohada dulcemente hasta las tres de la tarde del día siguiente.