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05 mayo, 2014

LA MONTAÑA ROSA


A Laura

La primera vez que Otto visitó la ciudad de Gaimén, una imagen se grabó para siempre en su memoria. Le embargó una excitación desconocida, un escalofrío interno ante la visión de aquella gigantesca cúpula rosa acabada en punta. Era diez, doce veces más alta que el mayor de los rascacielos circundantes. Los distritos, urbanizaciones y barrios se extendían en cinturones concéntricos hasta más allá de donde alcanzaba la vista.

Otto se acercó a preguntar a un par de transeúntes acerca de la identidad de aquel insólito monumento que dominaba la ciudad desde la altura. Para la gente de Gaimén, la cúpula era un icono más de la ciudad, un símbolo familiar, dulce, inofensivo.

Siguió preguntando en bares, tiendas y plazas, entrevistándose con extrañas gentes en esquinas sucias; quién lo construyó, a quién pertenece, qué alberga… Nadie pudo decirle nada útil. Sencillamente, todos estaban tan acostumbrados a su epicéntrica presencia que se habían olvidado del día en que ya no se preguntaron por la razón, el motivo por el que alguien había plantado aquella extravagancia en plena metrópolis.

Ahora, solamente Otto se hacía esas preguntas.

De donde era él, las cosas extraordinarias como aquello tenían siempre una historia detrás; en algún momento habían pasado a ser leyenda y la gente lo recordaba como parte de la cultura. Otto pensó que los monumentos servían para eso. Pero no, en Gaimén las cosas eran de otra forma. Sencillamente nadie sabía nada, lo que no hacía más que avivar su curiosidad.

Otto -que, por cierto, llevaba un larguísimo viaje a sus espaldas- reconoció consigo mismo que no había nada mejor que hacer aquella tarde. Había logrado vencer la pereza, el hambre y la sed. Se puso en marcha de nuevo, observando las selvas de bloques humeando en el valle. Enfiló el radio nº9, pie tras pie, caminando hasta el mismo centro de la ciudad: desde los barrios grises hasta los etéreos distritos comerciales, todo el camino fue un símil de la historia del cine, de Griffith a Cameron en dieciséis escenas. Otto caminó en línea recta durante horas, las manos en los bolsillos, atravesando los sucesivos cinturones urbanos de la ciudad como un voyeur solitario.

Llegó, por fin, a los pies de la gran cúpula, que a esa distancia ya no dejaba duda alguna: era de cristal. Los ojos de Otto iban creciendo en el reflejo a medida que se acercaba. Lo tocó con la mano y aplastó su rostro grasiento contra la superficie fría, tratando de ver qué misterios ocuparían el interior de aquella rareza arquitectónica. ¿Qué podría haber allí dentro? ¿Por qué nadie sabía nada? Y lo que más le intrigaba: ¿Dónde estaba todo el mundo?

No se había encontrado a nadie desde que dejara atrás los suburbios. Otto se sentó a pensar un rato. Sólo unos minutos, y luego se puso en marcha de nuevo, aunque no daba con un plan. Caminó pegado al borde de la montaña sin encontrar la forma de llegar al interior. Durante el trayecto fue topándose con hasta veinte tipejos, todos físicamente muy parecidos: pequeños hombrecillos de nariz ganchuda, envueltos en trajes de neopreno negro forrados de ventosas. Por los cuatro costados de la montaña rosa se lanzaban al cristal en pro de la cima.

Después de dar toda la vuelta, Otto volvió a mirarse en el reflejo y descubrió una grieta diminuta a unos palmos del suelo. Se acercó prudentemente y la observó de cerca. Miró a un lado, al otro, a su espalda; y, sabiéndose solo, lanzó el pie izquierdo con todas sus fuerzas contra la cicatriz en el cristal. Se hizo daño en el pie pero nada más. A los cinco minutos, comenzó a llover leche.

Una cascada de líquido blanco y dulce fluyendo de la cima al suelo. Otto luchaba entre la confusión sin poder mantenerse en pie, respirando bocanadas de aire y leche fresca. Cuando cesó la descomunal cascada, la pequeña grieta se había convertido en una asombrosa abertura de entrada a la montaña. Otto se frotó los ojos, arqueó las cejas e inspiró profundamente.

Todo estaba vacío. Dentro de la gran cúpula no había gente, ni oficinas, ni comercios; ni siquiera había columnas, ni pisos, ventanas o puertas. El interior de la montaña era una gigantesca carcasa vítrea, completamente diáfana, coronada por una gran válvula marrón. La luz del atardecer se filtraba ya levemente, instaurando la penumbra. La formidable perspectiva desde allí abajo eventualmente hizo tropezar a Otto, que por primera vez reparó en la naturaleza del suelo.

Se vio caminando sobre un mar de cables, hilos de todos los tamaños, dueños y colores. Mientras tanto, la fisura en la cúpula fue sellándose por sí misma hasta desaparecer y, de repente, sobrevino la oscuridad en el almacén de cables.

Todas las aficiones y los miedos, el consumo, las necesidades, preocupaciones, expectativas y sueños de los ciudadanos de Gaimén empezaron a surgir en la penumbra. Se encendían durante breves instantes, como cientos de fantasmas proyectados contra la nada a los ojos de Otto, clavado en el centro como un dardo ganador. Hologramas de la gente, una por una, revelándose ante la cámara durante unos segundos para luego esfumarse a media palabra; cientos de rostros relatando su historia, aparentemente sin ser escuchados. ¿Qué significaba eso? ¿Qué hacían allí, mostrándose intermitentes, todas aquellas imágenes de archivo de los ciudadanos de Gaimén? Por un momento, a Otto todo aquello le recordó a una asamblea de fantasmas, igual que una de un libro que había leído de niño. “Qué se supone que es todo esto…” se preguntaba Otto una y otra vez. “¿…una pesadilla?”

Una alarma comenzó a rugir con violencia bajo la montaña, en cuya oscuridad brotó una hilo de luz blanca desde lo alto. Otto pudo ver que unos cuantos de los hombrecillos de nariz ganchuda habían logrado conquistar la cima de la ubre y bullían agitados alrededor de la gran válvula. La alarma cesó de golpe. Entonces, un gigantesco chorro de leche salió disparado de la punta, cruzó el cielo y apagó el Sol. El mundo entero quedó a oscuras y el silencio alcanzó el último rincón de la ciudad.

En poco tiempo, las calles de Gaimén brillaban inundadas por miles y miles de metros cúbicos de leche que anegaron la ciudad y sembraron el desastre, especialmente en zonas bajas. Con el tiempo la gente acabó volviendo a hablar entre sí, incluso surgieron leyendas conversaciones clandestinas a dos y tres bandas. Lo que nadie volvió a ver es el Sol. Todo se hizo, desde entonces, a la luz de la Luna.

18 marzo, 2014

PALOS, PIEDRAS Y PALABRAS


Pasado
m. Tiempo anterior al presente: Los dinosaurios vivieron en el pasado
Presente
adj. y m. [Tiempo] en que se sitúa actualmente el hablante o la acción: El presente es una incógnita
Futuro
m. Tiempo que está por llegar: En el futuro la ciencia y la tecnología harán posible lo imposible


~ * ~


ESTACIÓN CHAMARTÍN, ANDÉN 18 – AMANECER

El día en que Armando marchaba hacia el frente, los pájaros no acudieron a piar el alba. Genoveva, la madre de Armando, lo interpretó como un mal augurio, apoyada contra una de las altísimas columnas del andén, pero prefirió guardarse las supersticiones para sí misma. Ya nada lo separaba de cumplir, había llegado el día.

Jóvenes patriotas de verde oliva sellaban sus bocas contra preciosas jovencitas perfumadas, orgullosas de llorarles por la futura ausencia. Armando esperaba al margen de la muchedumbre, sentado en su petate, callado, con la mirada y la mente enredadas en aquella catenaria que los llevaría, a través de mil fronteras, hasta el frente ruso.

En el mundo de Armando las cosas importantes eran pocas y pequeñas. Las grandes ocupaban muy poquito espacio. La política, las grandes ideas, las ideologías… Le parecía que todo eso, lo que era a él, le influía poco o nada. Esas cosas quedaban muy lejos de su casa al pie del Manzanares. Él jamás en la vida se habría alistado para ir a Rusia a pegarse tiros -y de voluntario, menos- pero ya se había encargado su madre de que la quinta generación de Armando Guerra cumpliera con su compromiso histórico de servir a la patria. A Armando aquello le daba más o menos igual. Por ideales no era, pero igual después podría hacerse un hueco y acabar, quién sabe, de reservista. No era sensato descartarlo.

Lo de estudiar no le interesó nunca. Las Ciencias le parecían cosa de listos, y más aún, de listos pudientes; mientras que las Humanidades directamente le parecían inútiles e incomprensibles. Le hubiera gustado echarse una chavala, eso sí, y llevarla de paseo los domingos a la Gran Vía. Pero era muy feo –él lo sabía, como también sabía que no lucía mucho en porvenir como ayudante de ferretero–. En cualquier caso, así mejor. No tendría que despedirse de ninguna. Bueno, de mamá. Con tal de no contradecirla, Armando…, lo que hiciese falta. Ya pueden llover cantos en Rusia que, por no oírla…

Genoveva colocó una gruesa bufanda en torno al cuello de su hijo, se estiró sobre las puntas de esparto y lo besó en la frente hasta que el tren echó a andar. Genoveva arqueó una comisura al verlo marchar. El andén rompió en un sonoro aplauso de despedida a los héroes. Como todos los demás, Armando sacó el brazo derecho por la ventanilla y lo extendió en dirección al sol, al estilo de los buenos patriotas. El cielo se llenó de proclamas victoriosas y humo negro. Aquel día ni siquiera había sol y, muy en el fondo de sus pensamientos, Armando simplemente pensaba en el tiempo que pasaría hasta volver a ver un partido de su Atleti.

En ese mismo instante, la prima Lola rompía aguas en algún lugar del Parque de la Bombilla, dejando caer al barro un cántaro lleno de leche fresca.


~ * ~


ESTADIO VICENTE CALDERÓN, FONDO SUR – ANOCHECER

Salvador Guerra había apostado diez mil calas a que el Atleti ganaba en casa al Spartak de Moscú. Partido de vuelta de Semifinales de la Champions, las gradas rugían de ilusión aquel martes. Salva tenía un abono y la cabeza rapada. Después de acabarse una botella de Ballantine’s, entró al campo y cantó a pleno pulmón durante noventa minutos; ahí, al frente, con su familia deportiva.
El Atleti perdió tres a dos en un partido brusco y pobre. Sendas aficiones se citaron en la calle para el epílogo, bien dispuestos para soltar adrenalina, frustraciones y hostias. Salva llevaba un bate con la esvástica. Tiros ya no quedaban. La rabia de la derrota hacía salivar a los fanáticos rojiblancos como él, y los rusos no iban a ser menos. Los de casa esperaron bebiendo en las inmediaciones, esperando a que soltaran la liebre. Cuando la hinchada moscovita salió del estadio, comenzó la batalla.

Salva murió junto a un coche aparcado con el pecho hundido a golpes. Un mes después despertaría en La Paz, preguntando por las diez mil calas que tenía apostadas a la victoria del Atleti.


~ * ~

PARQUE DE LA BOMBILLA, CINE VERANO – NOCHE

Iván Guerra y su novia compartían la ensaladilla rusa a cucharadas entre las sillas vacías. Sería un martes o un miércoles, uno cualquiera, en el cine de verano de la Bombilla. No había nadie. Estaban ellos solos, cargados de zampe y cerveza. Se instalaron en el centro y cenaron a la fresca del Manzanares. Esa noche echaban una muy mala, la típica americanada, El último soldado o algo por el estilo.

Comando americano trasladado a país árabe para aniquilar infieles sufre emboscada modelo vietcong y mueren todos los guapos menos uno, el más guapo, que vuelve a su país como un héroe. A Iván le encantaba ese tipo de películas, le recordaban a su padre, a cuando le llevaba al cine y luego al estadio, a ver el Atleti con sus amigos. Más que recordar, Iván rememoraba una especie de versión dulce e hipertrofiada de su padre, formada a partir de las dos o tres imágenes mentales que conservaba de la infancia.

Iván quería ser rico a toda costa y cuanto antes, esa era la clave. Siempre había pensado que su padre desapareció para largarse a hacer dinero a algún otro sitio de Madrid o de España, seguramente lejos del río. Iván era potamófobo –fobia a los ríos– y, curiosamente, había vivido desde siempre frente a la ribera del Manzanares. Con el tiempo acabó construyéndose una extraña relación de amor y miedo entre ambos.

En cierto modo, su demencia estaba plenamente justificada. Cuando papá se fue, mamá se tomó una botella de DYC y se tiró al río. Iván estaba a escasos cien metros, en el mismo cine de verano donde ahora Julieta y él se metían mano como locos ajenos al discurso de Mark Whalberg. La noche en la que Iván se quedó huérfano echaron Lilith, una película de Robert Rossen sobre lunáticos y cascadas. Iván no paró de ver ríos durante más de dos horas pero no entendió nada de aquella película. Al llegar a casa, su madre no estaba. Tampoco lo entendió.

Cuando no se besaban, Iván miraba de reojo el escote de Julieta y se retensaba todo entero. La película transcurrió por los afluentes del patriotismo yankee hasta la última escena, en la que Whalberg recibía la tan ansiada condecoración por el coraje derrochado.

Detrás de la pantalla, entre un par de urinarios móviles, Iván y Julieta luchaban sin protección ninguna, diciéndoselo todo muy despacio desde los sótanos del Despacho Oval. Se oyó un largo quejido. A continuación, Morgan Freeman Obama concluía su discurso presidencial con una frase de agradecimiento a los miles de americanos que abandonaban sus casas para liberar al Mundo del integrismo y la tiranía ayatollah:

—Los palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras rompen todos los corazones.