Los primeros
llegaron al borde del anochecer. La cadena humana se extendía a lo largo de
cientos de kilómetros como una serpiente que en pocas horas se fundiría en una
masa informe de piernas, enseres y rostros sucios. Justamente ahí, ante el
portón electrificado que daba acceso a otro sitio, a otra puerta, desembocaba
la nube de polvo. Más y más gente iba llegando ante el reojo abúlico de los
soldados, muchos de ellos aún con las gafas de sol pese al ocaso. Gracias a los
voluntarios, los demás nos íbamos enterando de lo que ocurría delante, en la
vanguardia de la comitiva.
Los más
rápidos fueron los niños. Vagaban solos en grupos de veinte o treinta,
pululaban descalzos entre la multitud como moscas alrededor de un cadáver. Los
adultos que llegaban iban formando corros y discutían por lo bajo, como
temerosos de una posible reacción de los tanques aparcados más allá.
Seguramente no sabían ni qué decir llegado tal punto, a quién dirigirse, qué
pedir exactamente…, así que se volvían ante sus compadres en busca de apoyo y
consenso. Entretanto se les iban sumando por cientos los recién llegados, todos
cargados con pesados sacos y bolsas de basura. Aquello no era ya Serbia ni
todavía Hungría, era tierra de nadie.
Avancé entre
la multitud con Samir en brazos hasta llegar a un claro desde el que pude ver
la puerta. Allí, en el epicentro de las miradas, alcancé a ver lo que parecía
una tranquila conversación entre un oficial húngaro y el grupo de periodistas
acreditados. Otros tantos periodistas aguardaban tras el cordón policial
mezclados entre la marabunta. Éstos parecían visiblemente menos tranquilos a
juzgar por el brillo en sus ojos y la orientación de sus comisuras. Los
primeros voluntarios comenzaron a llegar a la zona, diseminándose entre la gente
con los brazos extendidos, embutidos en sus petos fluorescentes tachonados de
siglas.
Las primeras
en ser llamadas fueron las mujeres con bebés. Samir lloraba a pleno pulmón
entre el hedor y el polvo pero no recuerdo hacer nada por taparle la cara o
protegerle de alguna forma. Alrededor otras madres se aprestaban a seguir al
voluntarios de turno como si así fueran a darles una visa de inmediato, cosa
que evidentemente no ocurrió –a la postre todos descubriríamos tristemente cómo
todo va mucho, muchísimo más lento incluso en el mejor de los casos, salvo
contadas excepciones–. Yo preferí aguardar unos instantes más para ver si
sacaba algún detalle de la conversación, algún gesto o ademán que pudiera
advertir por dónde estaba fluyendo el asunto entre el ejército húngaro y los
mediadores internacionales. Alrededor se escuchaban rezos y llantos, niños
correteando entre ancianos de mirada perdida. Aún hoy recuerdo sus rostros
ajados por el tiempo y el éxodo, sus comisuras desinfladas, sus pechos vaciados
buscando el resuello en algún punto de su pasado, la pupila perdida en la
grava.
Siempre se me
dio bien leer las caras, traducir los gestos, interpretar las miradas… De joven
siempre pensé que me convertiría en analista política –quizá la mejor, soñaba–
justo en el momento en que todo cambiaría, justo al rebufo del progreso. Por
fin mi país luciría orgulloso la bandera de la modernidad, sin nada que
envidiar a los demás, ni siquiera a América. Poco tardó la vida en demostrarme
lo contrario, lo equivocados que estábamos entonces, lo tarde que reaccionamos…
Por más que
los observaba no pude sacar una vaga conclusión de la conversación entre el
oficial, los periodistas y las delegaciones de voluntarios. Caía la noche sobre
nuestras cabezas y ninguno de nosotros había logrado cruzar al otro lado
–tampoco las madres con bebés– por lo que empecé a pensar que el ejército quizá
tendría órdenes de no dejar pasar a nadie. A nuestras espaldas, cientos de
miles abandonaban territorio serbio borrando nuestras huellas con las suyas.
Cada vez que
hago memoria de aquel día veo a Samir en mi regazo llorando sin descanso y, sin
embargo, no recuerdo haber hecho un solo movimiento por acallarle. Toda mi
atención –como la de casi todos los demás– era absorbida por lo que pudiera estar
debatiéndose en ese epicentro migratorio en medio del campo, un campo
cualquiera postrado a lo largo de tres países vecinos con banderas y gobiernos
distintos. Fue entonces cuando vi la cámara.
Al principio
solo vi el haz de luz y pensé que se trataría de una linterna o quizá un foco
de luz con el que visibilizar al oficial húngaro, tal como se aplica con los
domadores en los circos. Entonces el haz rotó sobre sí mismo y pude ver la
enorme cámara de video asida al hombro de un hombre pelirrojo entrado en años.
A su lado, un joven reportero daba instrucciones sin mirarle, braceando
nerviosamente sin mirar realmente a ningún sitio. Probablemente se prepara para
entrar de lleno en el meollo y lanzar su pregunta, pensé en aquel momento.
Fui abriéndome
paso lentamente entre la muchedumbre hasta colocarme cerca, esperé el momento
oportuno y entonces, en ese preciso momento, todo pensamiento desapareció de mi
cabeza. Lo que vino después muchos ya lo conocen. Una madre tirada en el suelo
tratando de proteger a su bebé, lágrimas cayendo, alarmas y empujones, gritos
desesperados que prenden la mecha de la marabunta… Por un momento pensé que
moriría sepultada bajo el mar de piernas, que después de tantos kilómetros,
tanta muerte y sacrificio todo acabaría ahí, antes de llegar a ninguna meta.
Sólo era capaz de seguir el haz de la cámara y llorarle, gritarle, desgañitarme
ante esa luz que llega a las casas de la gente sin guerra.
Mi padre hubo
de cumplir cuarenta años hasta poder abrir su propio despacho y, antes de él,
mi abuelo trabajó como peón de los colonos durante treinta años hasta poder
abrir su granja. Mi marido abrió la agencia de viajes con tan sólo veintisiete
años. Ahora todos habían muerto y yo me veía a mí misma desde fuera de mi
cuerpo, yaciendo poseída en una tierra que no era la mía ante aquella caja que
transporta imágenes. Rasca en tus adentros, me decía sin cesar en aquel
entonces, y casi no hizo falta: un padre, un marido, un hijo… Mis ojos se
llenaron de lágrimas, mis labios escupían lamentos y mis manos gritaban al
Mundo, riñéndole por pasivo y por cruel.
Dales lo que quieren... Si han traído hasta aquí
este artefacto tan caro es porque algo andarán buscando… Dales lo que quieren…
Llora, grita, finge…
Al día
siguiente mi rostro aparecía en todas las portadas, periódicos de todo el mundo
me ofrecieron entrevistas y así, tuve la oportunidad de contar mi historia
mientras médicos voluntarios se ocupaban de Samir. Apenas una semana más tarde
recibimos una visa de asilo por parte del gobierno noruego y el veintiuno de
Mayo aterrizamos en Oslo. Mi hijo Samir y yo.