TRASLATE

Mostrando entradas con la etiqueta blanca. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta blanca. Mostrar todas las entradas

12 mayo, 2014

HOLA, HEIDI


Marco volvió a casa, aprobó la ESO y su madre seguía sin volver. Apareció en su dieciocho cumpleaños, colgada de un maromo llamado Draku, un tipo duro del Este. El tío pegaba a Marco casi todos los días hasta que el chico se cansó y se volvió a ir de casa. Su madre no pensó ir tras él.

Por suerte, Heidi lo acogió un tiempo en su finca..., pero surgieron roces entre Clara y él. Clara llevaba una temporada algo tensa. Vivía enganchada a los antidepresivos pero tanto Heidi como el abuelo preferían mirar para otro lado. Nadie se atrevía con Clara, y menos el viejo, que no salía del kirsch y del cannabis y de la historia de Petra, su primera mujer. Heidi –que no era tonta- sabía que al abuelo ya le daba todo igual, por eso había traído a Marco. Sin embargo, los roces entre Marco y Clara derivaron extrañamente. Acabaron casándose.

Con el paso de los meses, Heidi fue comprobando cómo las circunstancias le iban comiendo el terreno y, un buen día, agarró las maletas rumbo a otra vida. Conoció en Macondo a Gastón -el ex de Bella-, que andaba rehabilitándose de una cleptomanía mal curada, y se fueron a vivir a Cádiz donde montaron un camping en el que aún hoy viven.

20 abril, 2011

LA DAMA KITSCH


Aquel vestido blanco eran tormentas de merengue gaseoso, bocanadas de un pastel horneado para trastabillar civilizaciones, para dilapidar longevas tradiciones. Bajo el ferroso corsé, instituido en modo censor sobre la tersura ideal de sus senos de nube y vino blanco, el hirsuto paño de efervescencia se diluía caderas abajo entre insinuaciones, sombras e incertidumbre de todos los colores. Envuelta en su manto como un ángel futurista, sola en su palacio de hiel, posando por los siglos en espera de cualquier algo. Cada nota, cada rayo de sol era atrapado sin remedio en la exosfera de cabellos, centinelas de su rostro cerámico, legionarios de su virtud. De modo que jamás llegó el tiempo, ni la suerte, ni tampoco la alegría a traspasar los contornos de la que sería Hilda a la postre. Anclada a su deidad de erotismo azabache vio pasar los días, subiendo y bajando las escalinatas de palacio, paladeando la eternidad diagonal y traicionera, la decrepitud de comisuras y el triste silencio hasta que el tacón venció y llamaron a la muerte que, cuando quiso llegar, no vio más que un gigantesco estanque con peces...