Pasado
m. Tiempo anterior al presente: Los dinosaurios vivieron en el pasado
Presente
adj. y m. [Tiempo] en que se sitúa actualmente el hablante o la acción: El presente es una incógnita
Futuro
m. Tiempo que está por llegar: En el futuro la ciencia y la tecnología harán posible lo imposible
~ * ~
ESTACIÓN CHAMARTÍN,
ANDÉN 18 – AMANECER
El día en que Armando marchaba hacia el frente, los pájaros
no acudieron a piar el alba. Genoveva, la madre de Armando, lo interpretó como
un mal augurio, apoyada contra una de las altísimas columnas del andén, pero prefirió
guardarse las supersticiones para sí misma. Ya nada lo separaba de cumplir, había llegado el día.
Jóvenes patriotas de verde oliva sellaban sus bocas
contra preciosas jovencitas perfumadas, orgullosas de llorarles por la futura
ausencia. Armando esperaba al margen de la muchedumbre, sentado en su petate, callado,
con la mirada y la mente enredadas en aquella catenaria que los llevaría, a
través de mil fronteras, hasta el frente ruso.
En el mundo de Armando las cosas importantes eran
pocas y pequeñas. Las grandes ocupaban muy poquito espacio. La política, las grandes
ideas, las ideologías… Le parecía que todo eso, lo que era a él, le influía
poco o nada. Esas cosas quedaban muy lejos de su casa al pie del Manzanares. Él
jamás en la vida se habría alistado para ir a Rusia a pegarse tiros -y de
voluntario, menos- pero ya se había encargado su madre de que la
quinta generación de Armando Guerra cumpliera con su compromiso histórico de
servir a la patria. A Armando aquello le daba más o menos igual. Por ideales no
era, pero igual después podría hacerse un hueco y acabar, quién sabe, de
reservista. No era sensato descartarlo.
Lo de estudiar no le interesó nunca. Las Ciencias le
parecían cosa de listos, y más aún, de listos pudientes; mientras que las
Humanidades directamente le parecían inútiles e incomprensibles. Le hubiera
gustado echarse una chavala, eso sí, y llevarla de paseo los domingos a la Gran
Vía. Pero era muy feo –él lo sabía, como también sabía que no lucía mucho en
porvenir como ayudante de ferretero–. En cualquier caso, así mejor. No tendría
que despedirse de ninguna. Bueno, de mamá. Con tal de no contradecirla,
Armando…, lo que hiciese falta. Ya pueden llover cantos en Rusia que, por no
oírla…
Genoveva colocó una gruesa bufanda en torno al cuello
de su hijo, se estiró sobre las puntas de esparto y lo besó en la frente hasta
que el tren echó a andar. Genoveva arqueó una comisura al verlo marchar. El
andén rompió en un sonoro aplauso de despedida a los héroes. Como todos los
demás, Armando sacó el brazo derecho por la ventanilla y lo extendió en
dirección al sol, al estilo de los buenos patriotas. El cielo se llenó de
proclamas victoriosas y humo negro. Aquel día ni siquiera había sol y, muy en
el fondo de sus pensamientos, Armando simplemente pensaba en el tiempo que
pasaría hasta volver a ver un partido de su Atleti.
En ese mismo instante, la prima Lola rompía aguas en
algún lugar del Parque de la Bombilla, dejando caer al barro un cántaro lleno
de leche fresca.
ESTADIO VICENTE
CALDERÓN, FONDO SUR – ANOCHECER
Salvador Guerra había apostado diez mil calas a que
el Atleti ganaba en casa al Spartak de Moscú. Partido de vuelta de Semifinales
de la Champions, las gradas rugían de ilusión aquel martes. Salva tenía un
abono y la cabeza rapada. Después de acabarse una botella de Ballantine’s, entró
al campo y cantó a pleno pulmón durante noventa minutos; ahí, al frente, con su familia deportiva.
El Atleti perdió tres a dos en un partido brusco y
pobre. Sendas aficiones se citaron en la calle para el epílogo, bien dispuestos
para soltar adrenalina, frustraciones y hostias. Salva llevaba un bate con la esvástica.
Tiros ya no quedaban. La rabia de la derrota hacía salivar a los fanáticos
rojiblancos como él, y los rusos no iban a ser menos. Los de casa esperaron
bebiendo en las inmediaciones, esperando a que soltaran la liebre. Cuando la
hinchada moscovita salió del estadio, comenzó la batalla.
Salva murió junto a un coche aparcado con el pecho
hundido a golpes. Un mes después despertaría en La Paz, preguntando por las
diez mil calas que tenía apostadas a la victoria del Atleti.
PARQUE DE LA
BOMBILLA, CINE VERANO – NOCHE
Iván Guerra y su novia compartían la ensaladilla rusa
a cucharadas entre las sillas vacías. Sería un martes o un miércoles, uno
cualquiera, en el cine de verano de la Bombilla. No había nadie. Estaban ellos
solos, cargados de zampe y cerveza. Se instalaron en el centro y cenaron a la
fresca del Manzanares. Esa noche echaban una muy mala, la típica americanada, El último soldado o algo por el estilo.
Comando americano trasladado a país árabe para
aniquilar infieles sufre emboscada modelo vietcong y mueren todos los guapos menos
uno, el más guapo, que vuelve a su país como un héroe. A Iván le encantaba ese
tipo de películas, le recordaban a su padre, a cuando le llevaba al cine y
luego al estadio, a ver el Atleti con sus amigos. Más que recordar, Iván rememoraba
una especie de versión dulce e hipertrofiada de su padre, formada a partir de las
dos o tres imágenes mentales que conservaba de la infancia.
Iván quería ser rico a toda costa y cuanto antes, esa
era la clave. Siempre había pensado que su padre desapareció para largarse a
hacer dinero a algún otro sitio de Madrid o de España, seguramente lejos del
río. Iván era potamófobo –fobia a los ríos– y, curiosamente, había vivido desde
siempre frente a la ribera del Manzanares. Con el tiempo acabó construyéndose
una extraña relación de amor y miedo entre ambos.
En cierto modo, su demencia estaba
plenamente justificada. Cuando papá se fue, mamá se tomó una botella de DYC y
se tiró al río. Iván estaba a escasos cien metros, en el mismo cine de verano
donde ahora Julieta y él se metían mano como locos ajenos al discurso de Mark
Whalberg. La noche en la que Iván se quedó huérfano echaron Lilith, una película de Robert Rossen
sobre lunáticos y cascadas. Iván no paró de ver ríos durante más de dos horas
pero no entendió nada de aquella película. Al llegar a casa, su madre no
estaba. Tampoco lo entendió.
Cuando no se besaban, Iván miraba de reojo el escote
de Julieta y se retensaba todo entero. La película transcurrió por los afluentes
del patriotismo yankee hasta la
última escena, en la que Whalberg recibía la tan ansiada condecoración por el
coraje derrochado.
Detrás de la pantalla, entre un par de urinarios
móviles, Iván y Julieta luchaban sin protección ninguna, diciéndoselo todo muy
despacio desde los sótanos del Despacho Oval. Se oyó un largo quejido. A
continuación, Morgan Freeman Obama concluía su discurso presidencial con una
frase de agradecimiento a los miles de americanos que abandonaban sus casas para
liberar al Mundo del integrismo y la tiranía ayatollah:
—Los
palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras rompen
todos los corazones.