TRASLATE

18 mayo, 2012

EL SUELO


                  El suelo se muere,
                  esquilmado.
                  
                  No hay paz
                  para el suelo helado.
                  No hay paz,
                  sólo un cielo gris,
                  un edén cerrado.

                  Huele a sopor,
                  a víspera de furia,
                  huele a feo desierto,
                  a sonido hambriento,
                  macabro.

                  El agua resbala
                  por las manos
                  atadas.

                  Pero volverá
                  la lluvia redundante
                  a nuestros hombros
                  mojados.
                  Ya va la lluvia
                  redundante
                  en cabalgata
                  de llantos.

                  Cae.

                  Insistente,
                  consistente,
                  cae hielo.
                  Hielo que duele,
                  que mata.

                  Tras el viento
                  tallos yacen como sogas.
                  Malpara y aborta
                  el granizo lapidario
                  contra el odio que brota.

                  El resto, necios
                  ignorando la jugada,
                  muy sencilla:
                  bajo tierra no hay miradas.

                  El suelo se ahoga
                  si no bebe nada.
                  El suelo se muere
                  y no pasa nada. 

BESTIARIO ( #721 - PARÉNTESIS RÚNICO )


El
PARÉNTESIS RÚNICO es una de las especies más extrañas de nuestro planeta. Habita en las sombras que hacen las farolas cuando amanecen las ciudades, y se alimenta de colillas y de exhalaciones nerviosas que suelta la gente que llega tarde al trabajo. El paréntesis rúnico es una especie de código de barras en 3D. Carece de brazos y piernas, aunque cuenta con una boca diminuta en el centro, en forma de raqueta de padel, por cuya mitad abierta resbala, cual corbata, una fina lengua de varios metros de largo. Al cumplir la mayoría de edad, el paréntesis rúnico muda su vocabulario y la lengua se le cubre de velcro –ó de la mitad suave de éste-. Gracias a esta mutación, el paréntesis rúnico adulto atrapa malos humos que obtiene del malestar generalizado y los convierte en petróleo refinado. El paréntesis rúnico, de la familia de los signos de puntuación, se perpetúa como especie mediante reproducción asexual, aunque no por ello abandona las poses de tipo duro, de ser-hecho-a-sí-mismo, con las que deambula orgulloso por la urbe, día y noche, en busca de la verdadera femme fatale -esa hembra autodestructiva que le lance una bocanada de humo en plena cara-. Pero la realidad actual para esta especie es delicada, pues no hay evidencias de que exista una verdadera femme fatale. Paralelamente a su búsqueda y mientras tanto, el paréntesis rúnico se entretiene coleccionando posavasos que encuentra en los alrededores del barrio de las Huertas y La Latina. Los recolecta a toneladas por entre las terrazas, toneladas que luego usará para la construcción de grandes palacios secretos en las llamadas ‘regiones vírgenes’ del planeta -a modo de plan de pensiones-. Todo a través de complejos softwares de metaespeculación selvática. El paréntesis rúnico, como sus hermanos cirílico y hebreo, muda su carcasa vítrea cada 24 otoños y nunca vive más de 80 años humanos. Ninguna persona lo vio jamás, a mí me lo contó mi perro que se llama Dios y tiene más de dos mil años.

BESTIARIO ( #374 - COMEFLORES VOLADOR )



Durante los meses de invierno, el
COMEFLORES VOLADOR anida en lo alto de enormes baobabs centenarios en el África tropical; mientras que, en los meses estivales, migra a las cimas del Indu Kush, en el Asia central, en busca de nieve fresca para beber. El comeflores volador se alimenta de flores secas que recoge con su largo pico, en forma de tobogán trapezoidal, con el que es capaz de arrancar cientos de ellas de una sola vez -su sistema gástrico no digiere otra cosa-. El comeflores volador tiene una visión escatopédica que le permite detectar un prejuicio a cien kilómetros; y sus alas están cubiertas de un plumaje negro como fondo oceánico sobre el que, según la hora y la estación del año, la luz dibuja una rapsodia de reflejos amarillos, rojos o morados. Su particular, o mejor dicho, su heterodoxa forma de piar se asocia más a un ruido que a una forma de comunicación. Curiosamente, se tiene la creencia de que la exposición continuada al canto del comeflores volador induce a un estado de trance neuroléptico seguido de una pérdida total de pensamiento crítico y de memoria a medio y largo plazo. Según esta creencia popular, la llegada en 1897 de una expedición occidental habría desatado una lucha de dimensiones exosféricas entre el comeflores volador y el hombre blanco, de cuyo desenlace no existe constancia empírica que pueda arrojar algo de luz sobre la intensa producción del imaginario local. Meses más tarde se inventó la publicidad.

09 enero, 2012

YOGUR DE COCO




2 de Mayo de 1997, Madrid

El maldito ordenador se ha estropeado otra vez y no paro de toser.

Me desperté a media noche con la almohada empapada y los ojos como dos nectarinas chorreando agüilla retiniano. Mete la cabeza bajo el grifo, anda. Los ojos me escocían como ríos llenos de pirañas.

El agua me ha calmado el escozor, pero no veía un carajo. Sólo sombras y bultos raros, y eso me ha mareado una barbaridad. Encima he puesto perdidas las paredes del pasillo al pasar con el pelo chorreando y, para colmo, casi resbalo.

He tenido que meterme en la cama otra vez. Toda la habitación giraba en torno a mí como un tiovivo. Pero al rato se me ha ido pasando; los párpados han dejado de palpitarme ansiosamente, y las sienes ya no me arden.

Suena el teléfono.

Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Estoy viendo COLORES.

He cogido el teléfono justo a tiempo para escuchar ese pitido triple de cuando ya han colgado; pero estoy flipando en COLORES. Cuando nací, nadie se dio cuenta y tardé toda una niñez en descubrir, por no sé qué historia de mi ADN, que no capto los colores de las cosas. Lo llaman acromatopsia.

*

Pero ahora estoy viéndolos, infinidad de COLORES. No se cuál es cuál pero los veo todos. Son tantos y tan raros… Creo que ya entiendo porqué la gente hace cola en los museos o en los estadios; o en el H&M.

Me quedo embobada mirando por la ventana de mi cuarto. Me vuelven a llorar los ojos, ahora de emoción. La calle a mediodía es del mismo color que mi peluche de Bob Esponja, cogiendo polvo en la estantería.

Estoy alterada, me siento alterada. Creo que el picor de ojos me ha descoordinado los hemisferios cerebrales. Me voy a tomar un yogur.

Mi piel ha adquirido un tono extraño que me preocupa. Sospecho que puede ser otro síntoma, como el picor de ojos, y me da un aire repipi que me va a hundir el autoestima.

Pero, síntomas... ¿de qué?

Sólo sé que me he despertado llorando y… ¡Joder! Ahora parezco un yogur de fresa. Hasta las paredes de mi cuarto, que toda la vida han sido blancas, resultan ser también de ese color. Encontré el bote de pintura entre las cajas del trastero y en la base ponía “SALMON nº217”.

El armario también es color “salmón 217”, aunque yo siempre lo vi color madera. La puerta izquierda guarda la ropa blanca; y la derecha, ropa y calzado negros.

No sé si me acaba de gustar tener la piel del mismo color que un pez, un armario o un yogur; al menos, no es lo que imaginé durante estos años. Mientras pienso eso, mi cabeza se llena de focas verdes, tigres azules y mariposas naranjas…

Es una locura preciosa esto de los colores, aunque temo por mi salud. La reacción cutánea no se quita y empiezo a acojonarme de verdad.

Toso a ratos, y me ha salido un moratón gigantesco en el dedo gordo del pie.

Hola, sr. Morado.

Ahora, ya sé de qué color son las moras… ¿y los moros? Vaya… un país de gente morada como mi dedo gordo.

Un placer, sr. Morado. Pero quiero conocer a los demás colores. Salir a verlos o que alguien me los enseñe; puros y mezclados. Esos amarillos que andan por las calles, todo el día chillando; y esos verdes de los que hablan, adictos al pistacho. Al menos, hay doscientos de ellos…

Estoy decidida a salir a verlos todos; pero el cerrojo de la puerta está atascado otra vez. Las llaves nunca aparecen por ningún lado. Yo las sigo buscando por cada rincón, no paro jamás. El cerrojo está atrancado.

Yo sigo... Estrangulo el bombín entre mis manos...

*

3 de Mayo de 1997, Madrid

Mierda. Ana Rosa Quintana en blanco y negro.

Mierda, mierda, mierda.

Otra noche en el sofá, la tele encendida toda la noche.
Un yogur de coco incrustado en mi lumbago. 

02 enero, 2012

MIRO POR LA VENTANA, HAY UNOS CHAVALES, PONGO MÚSICA

          
Suena Black and Blue
de Armstrong.
Los chavales de mi calle
andan despacio.

La navidad cada año
llega más pronto
a mi ciudad lejana,
sin luces.

Los chavales de mi calle
andan cabizbajos.

Tragan suelo y subsuelo.
Consumen, callan y sonríen.
Hacen puentes de papel de arroz
y beben birra.

Los chavales de mi calle
andan burlones.

La pega del fuego
es que quema.
Las cosas son
como son las personas.

Espontáneas.
Tediosas.
Casi todas...

...los chavales de mi calle
andan amagaos.

Yo sueño ser
solo de saxo
y cautivarte.
Ojalá.

Estás muy lejos
y aún te huelo.
Aplaco mi ansia tuya
dando triste cuenta
de otra flor muerta.


08 diciembre, 2011

NADIE DECÍA NADA





Nevaba copiosamente en la ciudad. Era 22 de diciembre del año 2011 en la fábrica de Embalajes Madrid. De buena mañana, la fornida becaria, que apenas llevaba unas semanas entre nosotros, preparaba café para todos en la sala de descanso. Los del almacén se arremolinaban en torno a la televisión, parloteando en los sillones de cuero. También andaban por ahí, risueñas, varias de recursos humanos, y algún que otro vendedor adicto al juego, si la memoria no me falla.


Todos formaban un semicírculo en torno al televisor, en el que salían tres jovencitos uniformados ascendiendo en fila india hasta un gran escenario. Yo estaba detrás, donde las bandejas con galletas, pasando la fregona a un café derramado por el suelo. Mi turno ya había acabado hacía unos veinte minutos, pero en fin, no me importunó volver a por el cubo y la fregona, aunque no llevaba ya ni el mono de faena. Me quedé para ver el sorteo, con todos. Después de limpiar el café derramado me serviría yo mismo uno, pensé. Lo que son las cosas, carajo. Aquella mañana el Estado nos haría ricos, aunque entonces aún no sabíamos nada.

Terminé con la fregona y la devolví al cuarto de limpieza. Cerré la puerta y entonces fue cuando comencé a oír cierto griterío desde el salón. A medida que caminaba por el pasillo, las voces eran cada vez más intensas, desatadas, resonando con estridencia creciente por los falsos techos. Mi mente dudaba mientras mi corazón ya daba triples vueltas de campana divagando. Entré en la sala, con las sienes palpitándome rabiosas, y entonces vi a todo el mundo saltar y abrazarse, y sentí que mis ilusiones cristalizaron, mis buenos presagios se habían cumplido. En ese momento algo me punzaba en el pecho con violencia, pero no me importó, nos había tocado el Gordo de la Lotería Nacional. Achaqué el malestar a un achaque de la edad, al alegrón del premio. Un Gordo de la Loto no era para menos, todos llamaban por teléfono a sus casas, sabedores de que bien solucionaba un ERE que nos empezaba a destruir seriamente. Fue entonces que una especie de relámpago me electrificó de pies a cabeza, haciendo de mi alma un infarto.

Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.

          Ya en silencio, un nuevo corro se formaba a mi alrededor, tendido y moribundo. No podía mover un solo músculo, pero los distinguía a todos de fondo, como en un segundo plano. Entonces vi cómo una figura se agachaba a mi lado. Podía oír sus pasos, su respiración entrecortada. Se acercó a mi cara y me miró fijamente. Concluyó no ver ya vida en mí tras sondear mis ojos, sedados, insensibles ya, o casi. Mi cuerpo estaba inmerso en una tormenta de dolor mudo, estático, pero aún distinguía a aquel hombre. Alzó la cabeza, dirigiendo una mirada a todos los presentes, y metió la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta. Sacó mi boleto premiado y lo trituró ante los ojos de todos. Los míos perdían foco exponen-cialmente; mi cerebro, colapsado, desconectando poco a poco mi visión. Mientras palmaba, alcancé a ver cómo todos me observaban, en silencio, cómo nadie decía nada.

29 noviembre, 2011

LUTO EMBARRADO



          Silba el mozo ante el camino
          alegres voces del pasado,
          voces sabias inscritas,
          letradas sobre el cielo blanco,
          decidido el texto a alegrarle
          a aquel pimpollo el mal trago.
          
          De un salto bajose del carro.
          Miró al fondo, la arboleda,
          las casuelas, el campanario,
          y caminaba preparando el gesto,
          la tez de sobrino enlutado.

          Tomo en mano, de ciencia armado,
          los grandes banquetes jamás lo agradaron.
          Pero qué sabrá él, de lo divino y lo pagano,
          si en su corta existencia fue un pobre aldeano.
          Qué sabe quién si el mundo gira,
          o tú y yo quienes giramos,
          tanto todo, que no estamos.

          Arrodillóse el muchacho, silenciado,
          ante una cruz que lo miraba raro.
          Es la hora, nadie existe.
          El último adiós, con dios,
          bajo el portón empedrado.

11 noviembre, 2011

LA CAJA


     Me estaba cortando el pelo. Yo estaba sentado en el sillón de la barbería, Beltrán ya me pasaba las últimas rasuradas por la garganta. Saludé y me fui. Con la barba ya dispuesta, caminé manzana y media hasta la tienda. Abrí el portón poco más tarde de las 11 de la mañana. Apenas me había dado tiempo a prepararme un té cuando irrumpió en la tienda un joven ganso y timorato. Era Joel, con cara de llevar muchas horas despierto. Entonces, él aún no me conocía. Yo a él, tampoco.
Comenzó a pasear por los pasillos enmoquetados, observando el mobiliario, escudriñando los estantes colmados, escrutando objeto tras objeto, a cada cual más brillante, maravillado por las lámparas y las cristaleras de colores. Parecía un niño en un almacén de caramelos. Me hizo un par de preguntas vanas, a las que respondí solícito, y me puse a reparar una vieja marioneta sobre el buró. No pasaron quince segundos cuando Joel salía presuroso por la puerta de la tienda, fugaz como un estornudo, y se alejaba calle abajo hasta hacerse píxel. A mí, dueño del objeto y NARRADOR de la presente, se me enfriaba el rooibos de atender.
El chico corrió y corrió hasta salir de Chamberí, y al fin se paró en una esquina a examinar el botín. Era una caja de nácar, bronce y caoba, con diminutos brillantes dibujando ojos y ondas. Mi objeto más valioso, mi antigualla mágica. La contempló satisfecho el chaval. Resolvió que bien podría valer un viaje. Ahora lo que seguía era empeñar el botín y comprar un billete a Cádiz. Y de ahí, por el mar a Nueva York.
Caminaba por Princesa, embelesado con Manhattan, cuando chocó de bruces contra una refinada anciana, una de esas viejas glorias de gran ciudad que destilan moralejas. La señora se giró enojada a regañarlo, colocándose el foulard entre gruñidos. Andaba cerca un policía que había presenciado la escena, y comenzaba a caminar lentamente hacia él, colocándose el cinto con grandilocuencia. Joel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. De dos zancadas alcanzó a doblar la esquina, tenía que pensar algo. El agente avivó el paso con gesto suspicaz, mientras Joel, a la vuelta y contra la pared, trataba de idear una solución. No pueden reconocerme, sentenció, y escondió el DNI en el interior de la caja robada. En caso de problemas, diría que no lo llevaba encima.
Cerró los ojos, tiritando de ansiedad. No quería mirar. Musitaba lo poco que recordaba del Padre nuestro, paralizado, sacando punta lentamente al segundero entre hondos jadeos, cuando un dedo le pulsó en el hombro por dos veces. No quería abrir los ojos.
-Qué pasa, Joel. ¿Jugando al escondite? –soltó burlón el policía frente al chico. Éste no daba crédito a la actitud del agente, que tras una breve cháchara, se alejó dando recuerdos para todos, ante la perplejidad del chico. Aquello no tenía explicación.
Continuó el camino por Rosales en busca de un empeñista donde deshacerse del mamotreto. Caminaba por el Paseo cavilando sobre lo que acababa de ocurrirle con aquel madero, cuando comenzó a percibir algo extraño. Todo el mundo lo conocía. Los viandantes, sin excepción, lo saludaban amablemente y por su nombre, al cruzarse con él, adjuntando solemnidades y gestos con la cabeza o la mano. Joel no se lo podía explicar. Correspondía a medias a los tantos saludos, mientras trataba de despertar de lo que creía un mal sueño, un sueño muy raro en cualquier caso. Pero poco tardó en comprobar que aquello no era un sueño, sino realidad, tan real como que era de noche, pero sin explicación para él. En cualquier caso, el policía ya se había ido. Joel abrió la caja para coger el…
Ni rastro del carnet. El cofre estaba vacío. No puede ser. Sin documentos no podría viajar a ningún sitio, pero tampoco podía acudir a la policía. ¿Qué carajo había pasado con el DNI? ¿Tan lerdo era para liarla de esa forma? La caja había permanecido cerrada en todo momento, se chilló por dentro. No se podía haber perdido. Repasó paso a paso las últimas horas, descartando lugares y momentos donde pudiera haberlo perdido. Volvía atrás mentalmente, sentado junto a un cajero, con la mirada perdida. Finalmente, tornó la vista hacia la caja, y comenzó a observarla. Y la observó al detalle. Examinó cada minucia de la exótica urna, sin perder detalle, bajo el manto amarillento que segregan las farolas.
De pronto cambió el gesto, y se quitó las gafas. Las introdujo con presteza en la caja pensando que así, sin gafas, quizá no lo reconocerían. Buscó una bolsa de plástico grande donde camuflar el cofre, y se encaminó Marqués de Urquijo arriba hacia el metro de Arguelles.
Atropellado, Joel bajó las escaleras hasta imbuirse en el subsuelo. Se aproximó a las barreras del subterráneo y, de un salto, burló el importe del billete. Aterrizó agarrando a mano y media el cajón, y al erguirse, topó de frente con el vigilante de seguridad, que surgía tras la columna. El chaval miraba al suelo, inmóvil, preparándose para el sermón del jurado. Sin embargo, éste mantenía la mirada al frente y caminaba entre silbidos, hasta pasar de largo por el pasillo, sin tan siquiera reparar en el muchacho. Joel se giró confuso. Pero sin perder más tiempo, se encaminó a las escaleras agotado, ojeroso. Se sentó en los peldaños metálicos, mecido por los ciclos del motor, y mientras bajaba miró qué hora era. Había perdido ya más de medio día, comenzaba a anochecer y no quería encontrarse el local cerrado al llegar. Tenía que empeñar la urna ya. Llegando ya al final de la escalera, Joel se incorporó del escalón a la vez que un hombre, bajando deprisa, lo arrolló por detrás. Rodaron ambos hasta el pie de las escaleras mecánicas, y como una centella, el chico se giró hacia el hombre, que miraba despavorido en todas direcciones. Joel estaba enfrente, pero no le veía. Entonces lo comprendió. La caja, el carnet, las gafas. Era invisible, transparente ante los demás. Aquello lo maravilló.
Entró en el último vagón, sabiéndose invisible, y se tumbó en el suelo. Se hubiera dormido ahí mismo de no ser por aquella voz automática que, de pronto, brotó de las paredes. Próxima parada, Plaza de España. Joel agarró la bolsa y salió a la superficie. Ahora, pensó, a Gran Vía. La idea era utilizar aquel milagro, para entrar en un par de tiendas pequeñas y tomar lo necesario de la caja.
Sin embargo, mientras corría por Callao invisible al Universo entero, Joel comprendió que todo era mucho más fácil que eso, mucho más a mano. Con todo lo ocurrido no había reparado en ello, aunque ahora se mostraba evidente. Entonces comprendió que la urna era la clave.
Escribió en un papel “Nueva York”, y lo introdujo iluso en la caja. No sirvió. Entonces probó con escribirlo en inglés, pero tampoco. Luego probó con las iniciales, e incluso con una bandera adhesiva y un mapa que robó en un kiosco de prensa. Nada de nada. En un primer momento, había pensado que, si al meter el carnet lo conocían y al introducir las gafas, nadie le veía, quizá si metía algo de Nueva York le llevaría mágicamente a la ciudad. Necesito descansar, se dijo. Pero no podía ser, había perdido la identidad y los ojos comenzaban a escocerle. Comenzó a sentir sudores fríos y temblores, y pensó que quizá también fuera efecto de aquella maldita caja árabe. Tengo que deshacerme de ella, pensaba, no puede ser buena.
Joel se sentía cada vez peor, y callejeó hasta encontrar un lugar apartado y sombrío. Cada vez más ciego, Joel tuvo una idea. Quizá si introdujera directamente dinero en la caja, no tendría nunca más que pagar nada. O podría ser que al meter dinero dentro, se convirtiera directamente en millonario. Visto lo visto, ¿por qué no?, pensó. Observó el billete de cinco euros mientras los introducía en el cofre, deseando que fueran suficientes, y cerró la caja pensativo.
Esperó un rato y después entró en unos ultramarinos a por algo de comer, pero poco tardó en percatarse de que el dinero introducido aún no había surtido efecto, o simplemente que aquello no funcionaba así. Decidió entonces abrir la caja y, al minar en su interior, por poco no cayó en desmayo.
En el interior forrado de la urna había una mano. Una mano humana, masculina, tosca y morena, de uñas largas que había brotado en el interior de improviso. Joel se decidió a examinarla, pues no sangraba ni parecía hincharse cuando, de repente, la mano se hizo brazo desde el fondo del brillante cofre y, tomándolo por la pechera, arrastró a Joel dentro del cofre.
Le serví un té mientras le hablaba. Joel permanecía mudo, pensativo en el sillón, recomponiendo uno a uno los enigmas de las últimas 24 horas, mientras yo le desarrollaba lo ocurrido.
Hube de explicarle el funcionamiento de la caja, sus propiedades mágicas y su responsabilidad también. El muchacho se recreaba arrepentido sobre el butacón, sin soltar sílaba. Le contesté que podía quedarse, eso sí, sin robos. Asintió con la cabeza y le dio un sorbo al rooibos.

09 noviembre, 2011

CINE. DIFERENCIALES DEL 7º ARTE

          El propósito del hombre por captar la realidad en que vive ha venido siendo una constante desde tiempos del ‘graffiti rupestre’ paleolítico, bien para comprenderla mejor, bien para servirse de dicha realidad como un pilar sobre el que apoyarse para construir un mensaje claro, contextualizado y reconocible por los demás. De este modo se han ido sucediendo nuevos escalones que nos han ido dotando de más y más medios de expresión, desde la escultura a la radio, hasta llegar al cine. Pero, ¿acaso cree el cine ser el último escalón evolutivo en esta carrera por expresarse? Resulta poco fiable vaticinar que no vayan a surgir en el futuro nuevas formas de expresión superiores en matices al cine, lo que sí parece innegable es el punto de inflexión que el nacimiento de este medio supuso y aún supone en el bagaje comunicativo experimentado por el hombre desde sus inicios.

          El cine sirve para satisfacer el hambre de contar o escuchar historias, pero mucho más sirve para agarrar con las manos un ambiente en un lugar y período precisos y, mediante su reconstrucción, expresarse. Y conviene reincidir en lo dicho, un lugar y período precisos, puesto que es a esto, en gran medida, a lo que el cine debe su grandeza.

          Mientras que la arquitectura o la pintura juegan con el componente espacial de aquello que se quiere inmortalizar, otros medios expresivos como la música o la literatura se despliegan en el tiempo, haciendo de éste su componente nuclear e insustituible. El cine, en todo su desarrollo actual, ha logrado exprimir hasta el extremo las posibilidades de un medio que aúna componentes espaciales y temporales o, dicho de otra manera, ha aprendido a manejar los códigos de la pintura, la escultura, arquitectura, la danza, la música y la literatura, y juntarlos todos bajo sus propias disposiciones como medio, aprovechándose del potencial de todas a la vez.

          En este sentido, también conviene recordar que todo este desarrollo experimentado por el medio cine se ha ido produciendo en paralelo, a menudo en íntima relación, al momento histórico, un momento –llamemos así al último siglo- en que la representación icónica ha cobrado una desfasada atención en detrimento de otras formas como la escrita. Buena cuenta de ello pueden dar en el mundo de la publicidad, del mismo modo que el cambio experimentado en los hábitos relativos al ocio. Piénsese, sin más, en la frecuencia de lectura lúdica de las generaciones hoy adultas cuando eran niños, y compárese con la frecuencia de lectura de sus hijos, o con las horas que éstos emplean en televisión, videojuegos, películas… en definitiva, imagen. El cine facilita en muchos aspectos ese trabajo de decodificación que todo receptor debe realizar para comprender lo que se le transmite, por cuanto que la imagen siempre es más directa, más evidente y más llamativa.

          De la suma de todos estos puntos comentados surge la certeza de que el cine es un medio con unas capacidades expresivas prácticamente inéditas en toda la experiencia humana, y de ahí, por ende, su asombroso encanto, su ya asumida fama.