Me estaba cortando el pelo. Yo estaba sentado en el
sillón de la barbería, Beltrán ya me
pasaba las últimas rasuradas por la garganta. Saludé y me fui. Con la barba ya
dispuesta, caminé manzana y media hasta la tienda. Abrí el portón poco más
tarde de las 11 de la mañana. Apenas me había dado tiempo a prepararme un té
cuando irrumpió en la tienda un joven ganso y timorato. Era Joel, con cara de
llevar muchas horas despierto. Entonces, él aún no me conocía. Yo a él,
tampoco.
Comenzó a pasear por los pasillos enmoquetados,
observando el mobiliario, escudriñando los estantes colmados, escrutando objeto
tras objeto, a cada cual más brillante, maravillado por las lámparas y las
cristaleras de colores. Parecía un niño en un almacén de caramelos. Me hizo un
par de preguntas vanas, a las que respondí solícito, y me puse a reparar una
vieja marioneta sobre el buró. No pasaron quince segundos cuando Joel salía
presuroso por la puerta de la tienda, fugaz como un estornudo, y se alejaba
calle abajo hasta hacerse píxel. A mí, dueño del objeto y NARRADOR de la
presente, se me enfriaba el rooibos
de atender.
El chico corrió y corrió hasta salir de Chamberí, y al
fin se paró en una esquina a examinar el botín. Era una caja de nácar, bronce y
caoba, con diminutos brillantes dibujando ojos y ondas. Mi objeto más valioso,
mi antigualla mágica. La contempló satisfecho el chaval. Resolvió que bien
podría valer un viaje. Ahora lo que seguía era empeñar el botín y comprar un
billete a Cádiz. Y de ahí, por el mar a Nueva York.
Caminaba por Princesa, embelesado con Manhattan,
cuando chocó de bruces contra una refinada anciana, una de esas viejas glorias
de gran ciudad que destilan moralejas. La señora se giró enojada a regañarlo,
colocándose el foulard entre gruñidos. Andaba cerca un policía que había
presenciado la escena, y comenzaba a caminar lentamente hacia él, colocándose
el cinto con grandilocuencia. Joel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. De
dos zancadas alcanzó a doblar la esquina, tenía que pensar algo. El agente
avivó el paso con gesto suspicaz, mientras Joel, a la vuelta y contra la pared,
trataba de idear una solución. No pueden reconocerme, sentenció, y escondió el
DNI en el interior de la caja robada. En caso de problemas, diría que no lo
llevaba encima.
Cerró los ojos, tiritando de ansiedad. No quería
mirar. Musitaba lo poco que recordaba del Padre
nuestro, paralizado, sacando punta lentamente al segundero entre hondos
jadeos, cuando un dedo le pulsó en el hombro por dos veces. No quería abrir los
ojos.
-Qué pasa, Joel. ¿Jugando al escondite? –soltó burlón
el policía frente al chico. Éste no daba crédito a la actitud del agente, que
tras una breve cháchara, se alejó dando recuerdos para todos, ante la
perplejidad del chico. Aquello no tenía explicación.
Continuó el camino por Rosales en busca de un
empeñista donde deshacerse del mamotreto. Caminaba por el Paseo cavilando sobre
lo que acababa de ocurrirle con aquel madero,
cuando comenzó a percibir algo extraño. Todo el mundo lo conocía. Los
viandantes, sin excepción, lo saludaban amablemente y por su nombre, al
cruzarse con él, adjuntando solemnidades y gestos con la cabeza o la mano. Joel
no se lo podía explicar. Correspondía a medias a los tantos saludos, mientras trataba
de despertar de lo que creía un mal sueño, un sueño muy raro en cualquier caso.
Pero poco tardó en comprobar que aquello no era un sueño, sino realidad, tan
real como que era de noche, pero sin explicación para él. En cualquier caso, el
policía ya se había ido. Joel abrió la caja para coger el…
Ni rastro del carnet. El cofre estaba vacío. No puede
ser. Sin documentos no podría viajar a ningún sitio, pero tampoco podía acudir
a la policía. ¿Qué carajo había pasado con el DNI? ¿Tan lerdo era para liarla
de esa forma? La caja había permanecido cerrada en todo momento, se chilló por
dentro. No se podía haber perdido. Repasó paso a paso las últimas horas,
descartando lugares y momentos donde pudiera haberlo perdido. Volvía atrás
mentalmente, sentado junto a un cajero, con la mirada perdida. Finalmente,
tornó la vista hacia la caja, y comenzó a observarla. Y la observó al detalle. Examinó
cada minucia de la exótica urna, sin perder detalle, bajo el manto amarillento
que segregan las farolas.
De pronto cambió el gesto, y se quitó las gafas. Las
introdujo con presteza en la caja pensando que así, sin gafas, quizá no lo
reconocerían. Buscó una bolsa de plástico grande donde camuflar el cofre, y se
encaminó Marqués de Urquijo arriba hacia el metro de Arguelles.
Atropellado, Joel bajó las escaleras hasta imbuirse en
el subsuelo. Se aproximó a las barreras del subterráneo y, de un salto, burló
el importe del billete. Aterrizó agarrando a mano y media el cajón, y al
erguirse, topó de frente con el vigilante de seguridad, que surgía tras la
columna. El chaval miraba al suelo, inmóvil, preparándose para el sermón del
jurado. Sin embargo, éste mantenía la mirada al frente y caminaba entre
silbidos, hasta pasar de largo por el pasillo, sin tan siquiera reparar en el
muchacho. Joel se giró confuso. Pero sin perder más tiempo, se encaminó a las
escaleras agotado, ojeroso. Se sentó en los peldaños metálicos, mecido por los
ciclos del motor, y mientras bajaba miró qué hora era. Había perdido ya más de
medio día, comenzaba a anochecer y no quería encontrarse el local cerrado al llegar.
Tenía que empeñar la urna ya. Llegando ya al final de la escalera, Joel se
incorporó del escalón a la vez que un hombre, bajando deprisa, lo arrolló por
detrás. Rodaron ambos hasta el pie de las escaleras mecánicas, y como una
centella, el chico se giró hacia el hombre, que miraba despavorido en todas
direcciones. Joel estaba enfrente, pero no le veía. Entonces lo comprendió. La
caja, el carnet, las gafas. Era invisible, transparente ante los demás. Aquello
lo maravilló.
Entró en el último vagón, sabiéndose invisible, y se
tumbó en el suelo. Se hubiera dormido ahí mismo de no ser por aquella voz
automática que, de pronto, brotó de las paredes. Próxima parada, Plaza de
España. Joel agarró la bolsa y salió a la superficie. Ahora, pensó, a Gran Vía.
La idea era utilizar aquel milagro, para entrar en un par de tiendas pequeñas y
tomar lo necesario de la caja.
Sin embargo, mientras corría por Callao invisible al
Universo entero, Joel comprendió que todo era mucho más fácil que eso, mucho
más a mano. Con todo lo ocurrido no había reparado en ello, aunque ahora se
mostraba evidente. Entonces comprendió que la urna era la clave.
Escribió en un papel “Nueva York”, y lo introdujo
iluso en la caja. No sirvió. Entonces probó con escribirlo en inglés, pero
tampoco. Luego probó con las iniciales, e incluso con una bandera adhesiva y un
mapa que robó en un kiosco de prensa. Nada de nada. En un primer momento, había
pensado que, si al meter el carnet lo conocían y al introducir las gafas, nadie
le veía, quizá si metía algo de Nueva York le llevaría mágicamente a la ciudad.
Necesito descansar, se dijo. Pero no podía ser, había perdido la identidad y
los ojos comenzaban a escocerle. Comenzó a sentir sudores fríos y temblores, y
pensó que quizá también fuera efecto de aquella maldita caja árabe. Tengo que
deshacerme de ella, pensaba, no puede ser buena.
Joel se sentía cada vez peor, y callejeó hasta
encontrar un lugar apartado y sombrío. Cada vez más ciego, Joel tuvo una idea.
Quizá si introdujera directamente dinero en la caja, no tendría nunca más que
pagar nada. O podría ser que al meter dinero dentro, se convirtiera
directamente en millonario. Visto lo visto, ¿por qué no?, pensó. Observó el
billete de cinco euros mientras los introducía en el cofre, deseando que fueran
suficientes, y cerró la caja pensativo.
Esperó un rato y después entró en unos ultramarinos a
por algo de comer, pero poco tardó en percatarse de que el dinero introducido
aún no había surtido efecto, o simplemente que aquello no funcionaba así.
Decidió entonces abrir la caja y, al minar en su interior, por poco no cayó en
desmayo.
En el interior forrado de la urna había una mano. Una
mano humana, masculina, tosca y morena, de uñas largas que había brotado en el
interior de improviso. Joel se decidió a examinarla, pues no sangraba ni
parecía hincharse cuando, de repente, la mano se hizo brazo desde el fondo del
brillante cofre y, tomándolo por la pechera, arrastró a Joel dentro del cofre.
Le serví un té mientras le hablaba. Joel permanecía
mudo, pensativo en el sillón, recomponiendo uno a uno los enigmas de las
últimas 24 horas, mientras yo le desarrollaba lo ocurrido.
Hube de explicarle el funcionamiento de la caja, sus
propiedades mágicas y su responsabilidad también. El muchacho se recreaba
arrepentido sobre el butacón, sin soltar sílaba. Le contesté que podía
quedarse, eso sí, sin robos. Asintió con la cabeza y le dio un sorbo al rooibos.
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