El
día que Margaret se armó de valor y le contó a su marido lo que había ocurrido,
ya habían pasado casi dos meses, y una incipiente curva surgía de su vientre.
Aquel día, una enorme tormenta de arena azotaba el valle, danzando a su antojo
por entre los macizos y las crestas ocres, enturbiándolo todo. Margaret cosía
en el porche y pensaba en aquellos días en que su madre la enseñaba a coser y
le hablaba de cuando era un bebé.
Pasaron
varias horas hasta que la tormenta, poco a poco, se fue alejando por el oeste.
Margaret cavilaba en el porche, la mirada perdida, cuando vio salir de entre la
tormenta a un grupo de jinetes. Habían pasado varios meses desde que Horace
Sutton partiera con sus hombres hacia Tucson a ajustar algunas cuentas.
Margaret
supo que era él y creyó parársele el corazón. Entró en la cocina y puso café al
fuego, las manos le temblaban violentamente. Salió a recibirlos.
—Cielo santo, Horace… -gimió conciliadora.
Horace
Sutton bajó de su montura y, sin abrir la boca, se acercó lentamente al
establo; estaba vacío. Soltó un bufido y se encaminó hacia la casa. Margaret –con
Felicity a sus faldas- lo seguía a cierta distancia, en silencio, los brazos
sobre el vientre. Cuando Horace cruzó la puerta y comprobó que también habían
arrancado de la pared su apreciada cabeza de búfalo, montó en cólera y destrozó
uno por uno cada rincón de la casa. Margaret, tras el quicio de la puerta,
arrancaba pelotillas del vestido de Felicity y lloraba en silencio.
Cuando
hubo terminado con todo, Horace agarró a su mujer del brazo y la llevó fuera,
lanzándola más allá del porche hasta morder el polvo.
—Habla, mujer.
Horace
atendía a los balbuceos entrecortados de Margaret y daba grandes bocanadas a un
cigarrillo, la mirada perdida, observando la tormenta de arena alejarse. Cuando
hubo acabado el pitillo, escupió y miró a su mujer con desdén. Era todo furia.
Caía
el sol contra la tierra baldía, las mesetas ocres y las flores de cactus, vistiéndolos
de carmesí. Margaret y su pequeña caminaban fatigosas y polvorientas remontando
el valle hacia el Sur.
—Mamá, ¿qué tienes en la cara?
Margaret
sacó un pañuelo floreado del escote y se palpó la cara. La sangre iba tiñendo
el pañuelo, la pequeña torció la mirada al horizonte donde el sol se fugaba
tras reflejos malva.
Ya
en la noche, dieron a sus pies con una larga lengua metálica, Margaret pensó
que le gustaría haber montado alguna vez en el ferrocarril. Siguieron el camino
de las vías en la oscuridad hasta encontrar un lugar donde resguardarse.
Reanudaron
la marcha al alba, era una mañana clara. Tras algunas millas vieron unas
columnas de humo alzarse hacia el cielo como bandadas de cuervos. Bienvenidos a
Hillmond City.
~ * ~
Una
calle principal con un par de tiendas, un saloon y el puesto de correos era
todo lo que podía uno encontrar en Hillmond City, un lugar de tránsito para
viajeros y comerciantes donde la ley, en los últimos tiempos, era poco más de
un chiste. Al último aspirante a sheriff lo colgaron y lo echaron a los
cerdos; desde entonces, la oficina sirve de refugio para chuchos y maleantes, y
la justicia, en fin, se administra de otros modos.
Margaret
y su hija enfilaron Main St. entre una nube de hombres y mujeres y ganado
llegados de todas partes del condado. Por todo el bulevar colgaban de fachada a
fachada guirnaldas rojas, blancas y azules. Una muchedumbre festiva se
concentraba por toda la ciudad. Sobre la entrada al saloon del viejo Billy
colgaba un cartel: “Feria de ganado del condado de Winkler. Acreditaciones aquí”.
Margaret
y la niña cruzaron el umbral bajo la mirada de la bulliciosa clientela, que
entonces, muda, escrutaba aquel cuerpo amoratado, ese rostro encostrado:
Margaret. Ajena a las numerosas miradas, se acercó a la barra y pidió una
zarzaparrilla. Billy se lo sirvió en silencio; de un sólo trago la mujer vació
el vaso, soltando después un profundo suspiro. Luego llamó otra vez a Billy y,
tendiendo el brazo sobre la barra, le susurró suplicante algo inaudible para la
jauría de vaqueros que asistía en silencio.
—
Señor… -y rompió a llorar.
Billy
salió de la barra y se llevó a Margaret hacia las escaleras, al piso de arriba.
La pequeña permanecía aún junto a la puerta, muda y desaliñada. Uno de los
vaqueros se levantó de su mesa y se acercó a la niña; el pelo enredado y la
punta de la nariz quemada por el sol. El vaquero la invitó a sentarse. Iba con él
un tipo desdentado que sacó una petaca de la pantorrilla y le ofreció un trago
a la pequeña.
—Maldita sea, Rick. ¿No ves que no es más que una niña?
El
vaquero obsequió al tal Rick con un certero puntapié en el trasero. Entonces,
de un recodo del salón empezó a emerger una fila de bailarinas semidesnudas, en
fila india, elevando sincrónicamente sus brazos y batiéndolos como piezas de
una locomotora. Los vuelos de sus faldas hipnotizaban a la parroquia y la
brevedad de una liga furtiva despertaba los instintos animales de más de un
feligrés. Entretanto, el vaquero –llamado Mr. Hatfield- miró bien a la niña,
pensando que aquella muchachita tenía algo especial.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Felicity, señor.
—Vaya, un nombre precioso, Felicity... –dirigiéndose a Rick– ¿Has oído,
muchacho? Esta niña tiene mas modales de los que tú tendrás nunca… -acomodándose
en la silla y volviendo la mirada hacia ella –¿Quieres un poco de agua,
Felicity? Billy traerá agua.
El
pianista terminó la pieza y las bailarinas bajaron las escalerillas del
escenario entre silbidos, huyendo como hormigas entre el gentío. Margaret salió
con Billy de uno de los cuartos de arriba, enjugándose los ojos y la boca con
el pañuelo moteado de sangre.
Más
tarde, Margaret hubo de explicar su situación a las rameras, contarles qué hacía
allí y todo lo ocurrido: el asalto al rancho, la destrucción y los abusos… la
vuelta de Horace, su furia y el destierro. Las mujeres acordaron por unanimidad
darles amparo, acogerlas como a una más de ellas y darle a Margaret un empleo
en el saloon con el que ganarse unos centavos.
~ * ~
Cuando,
algún tiempo después, Horace Sutton llegó con sus hombres a Hillmond City, no
quedaba ya ni rastro del jolgorio que días atrás abarrotara el pueblo en
celebración de la Feria ganadera de Winkler. Horace Sutton amarró a su bestia a
la baranda y se dirigió a la puerta del saloon; las espuelas titilaban
gradualmente más deprisa en sus talones. Traspasó las portezuelas abatibles,
llegando hasta la barra.
—¿…y Marge?–hosco, los ojos clavados en el tabernero.–¿Dónde está esa…?
La
clientela enmudeció con la súbita aparición de aquel feroz cowboy. Todos le
miraban en silencio, algunos fumando con tenso disimulo; Sutton daba vueltas
por la estancia perjurando.
—¡¡¡Maggie!!! –bramaba a cada tanto, cada vez más fuerte. –Maggie, sé que estás
agazapada en algún rincón de esta maldita pocilga. Puedes quedarte ahí y
esconderte cuanto quieras… ¡pero escúchame! Ten por seguro que no me largaré de
esta ciudad hasta que acabe contigo y con ese bastardo que llevas dentro… –comenzó
a gimotear levemente, un murmullo surgía de entre las mesas. Sutton daba
vueltas sobre sí mismo, arrebatado –No eres más que una puta… Zorra asquerosa,
estarás contenta… Dejaste que esos malnacidos se lo llevaran todo…
*
Aquella
calurosa mañana de Mayo, Margaret se encontraba de vuelta del pozo cuando vio a
la banda de Sullivan descabalgar frente al porche. Uno a uno, los cuatreros la
violaron y golpearon como a una mula; desvalijaron la casa y se marcharon por
el horizonte con los caballos de Horace. Margaret quedó encinta.
*
En
el saloon de Billy, todos guardaban silencio mientras Horace Sutton, ofuscado e
iracundo, iba de un lado para otro.
—¡¡¡Margaret!!! –gritaba histérico. –Acabaré contigo, lo juro, y luego iré a por
esa sabandija de Malcolm Sullivan y haré una diana con su culo… –tomando un
instante para recobrar el aire- ¡¡Maldita sea, Margaret!!
Desde
el fondo de la barra, Mr. Hatfield apuraba su whisky. Golpeó el vaso contra la
barra, se calzó el sombrero y, alzando la voz entre la expectación, se dirigió
a Horace.
—Eh, tú, escoria… –Horace se volvió furioso -…ya hemos oído todos lo que tenías
que decir. Ahora lárgate.
Al
borde del mediodía el silencio se adueñó de Hillmond City, todo el pueblo
cerraba sus ventanas; no se veían más que perros por Main St. Por fin, el reloj
de la oficina de correos dio las doce en punto: de un lado, Horace Sutton
sudaba profusamente, con el rostro brillante goteando deshonor, inspiró
ansioso; de otro lado, Mr. Hatfield se desprendía con sosiego del sombrero y la
casaca, depositándolos sobre Billy, que seguidamente echó a correr. Sutton
acarició su revólver, Hatfield estiró los brazos en ademán dispuesto. El
silencio se hizo ensordecedor.
Instantes
después, un salvaje estremecimiento recorrió la espalda de Margaret, agazapada
junto a la ventana. Afuera el aire era plúmbeo y olía a pólvora, todo permanecía
inmóvil como en una fotografía del Winkler Post. Ambos hombres yacían muertos.
Maggie no lloraría por Horace, se dijo.
Calvo
y chaparro, el viejo Billy apareció entonces en plena calle, fantasmal y
desierta. Unos buitres rondaban en el cielo. El anciano caminó algunos metros,
se acercó al cadáver de Hatfield y, agachán-dose, agarró el reloj que pendía de
su chaleco. Cubrió el cuerpo con la casaca, se incorporó y, calzándose el bombín,
volvió al saloon. Margaret y Felicity hacían calceta junto a la ventana. En el
horizonte, una tormenta de arena azotaba los macizos y las crestas ocres,
enturbiándolo todo.
~ * ~