TRASLATE

Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas

12 marzo, 2014

QUÉ MÁS DA


Bueno, bueno, bueno. Esta niña es tonta. Al final me mancha el chaquetón y la tengo que agarrar de los pelos. Juventud, divino tesoro…, verás, que como me hagas abrir la boca no sé como va a acabar esto… ¡Corchos! Ya me perdido otra vez… En fin, ni siquiera me estaba gustando; tanto Aureliano, tanto Arcadio… ya no sé ni de qué iba la historia. Y estos aparatos, de verdad, donde esté un buen libro que se quiten los nerbuc, hombre, por Dios… De verdad, oye, qué fatiga de Navidad, de regalos y de todo… Sigue leyendo, anda, sea por mirar a algún sitio… Al loro esa tía. Qué fuerte…, si le está babeando tol bolso a la vieja. Un poquito de orgullo propio, coño, y de autocontrol. Es que, ojo, qué castaña… Oy, oy, la hostia…, que me parto en cuatro, ¡qué jaleo lleva encima! Ésta se queda dando vueltas en la línea seis hasta mañana, verás. Vaya tela, vaya tela con la gente... No me la pego yo un martes desde hace yo qué sé. Puff, y ésa… Vaya cogorza lleva la amiga. Se lo ha debido pasar de miedo esta noche. Espera, si estamos a… ¿miércoles? Los martes son los nuevos jueves, Nacho, te estás haciendo viejo. Tienes que salir más… Bueno, bueno, pero si casi se sienta encima de la señora. Vaya trufa lleva... A que saco el iPhone y la grabo. ¡Toma!, y lo subo a twitter… Joder, es que está buenísima. Con ese vestidito apretado, esas medias… Si, sí, la cabrona está que se rompe. Qué taconazos… Con quién habrá pasado la noche. Desde luego, el pintalabios no se borra solo. Qué barbaridad. Y tan vulnerable, ahí, hecha un ovillo, regalándoseme... es que está para darla. Anda que el menda ese, también es para flipar, si es que…, vaya tela con la people. Qué descaro, se la está comiendo con los ojos, no pierde detalle el cerdo. Claro, ella no se cosca de la misa la media... De qué se va a enterar, si va hecha una mierda. Vamos, esto es…, ahí despatarrada con las tetas medio fuera; como para no estar el otro ahí, bien al loro. Cómo son los hombres, colega. Yo, de verdad… Coño, es que está buena, maja, está que se rompe la rubia. Porque va muy jodida, que sino le digo tres cosas… La señora ni se inmuta, no mueve un músculo, es alucinante. Le falta colgarse el ebook de la frente, o pff, comérselo. Bueno, bueno, que la rubia se despierta… A que le digo cuatro cosas, ahí, con tres pares de cojones… ¡Pero vamos...! Y el viernes me la calzo. Cinco pavos a que se baja en Moncloa. Si no se baja en Moncloa, se baja en Príncipe Pío. Si se baja en la mía, la digo algo… ¿Y si es hetero? Nunca sabes. Está tan sola… Definitivamente, a la señora se le están hinchando los ovarios, tiene toda la pinta. Se va a llevar un guantazo, ya se están mirando… ¡¡Aiba, mi madre!! Cuando lo cuente en la oficina no se lo creen. La cara de la pobre mujer es de #trendingtopic. No sólo la vomita encima, sino que luego va y le regala una rosa falsa. Qué imagen para empezar una mañana, increíble. Será cachonda, la tía… ¡¡¡Buajajajajajaja!!! El borracherón se lo pilló de vino tinto; eso, seguro. Y tú, yendo a clase de FOL, pedazo de sosa… ¿Cuándo fue la última vez que te cayó un martes en festivo, como aquí a la rubia…? Todo por cerrar la fiesta potándole el visón a una vieja. Qué tiempos… Seguro que tiene un montón de amigas y están todas tan buenas como ella. Olvídate, maja, ésta es tu parada. Va, Nachote, échale huevos. Venga, no te lo pienses. Con un par, tío… Que se está yendo, va… No jodas, hombre, si acaba de echar el hígado; no seas crío, anda, cómo vas a llegar tarde al trabajo. Te vas a perder esos pechámenes por pipa y por cagao. Flojo, que eres un flojo. Buah, pero si ya se ha ido. Si, total, ya… Qué más da.

21 febrero, 2014

ESCUELA DE DEMÓCRATAS


Un profesor calvo y chaparro golpea con la regla en la mesa, tratando de acallar el barullo de la clase. En la pizarra está escrita una pregunta: “¿¿¿Qué es la DEMOCRACIA???”

—Chsst, eh… ¡Felipín! ¡Jose Mari! A callar… —les riñe—. Vamos terminando, quedan tres minutos. Voy a salir un momento. No quiero escándalos. Juancar, muchacho, ven aquí. Te sientas en mi sitio y vigilas; al que se porte mal, me lo apuntas en la pizarra.

—A la orden, señor —certifica el muchacho, tenso y repeinado.
Camino a la puerta, don Francisco se topa con dos alumnos sacando punta en la papelera.

—Santiago y Manuel, Manolito y Santi… ¿Qué hacen hablando dos crápulas como vosotros, que estáis siempre a la gresca? ¿Qué tramáis? Venga a sentarse, coño. les riñe.

—Estamos concertando la hora y el lugar para la batalla final, señorísimo —dice Manolito.

—Después de clase, a las cinco y media en la plaza España… —añade Santi, admirando la larga punta de su lápiz—. ¡¡¡A morir de pie!!!

Don Francisco sale de clase enfurecido arrastrando a Santi por las solapas de la chaqueta. Manolito vuelve a su sitio, saca el ABC y se pone a recortar la silueta de Massiel de la portada. Desde el centro de la clase, Juancar se dirige a los demás palpando la regla. —Queridos compañeros, me llena de orgullo y sat…—. Una voz afeminada lo interrumpe desde el fondo. —¡¡Cállate ya, mastuerzo!! ¡Que eres un bobón!

Juancar da un respingo y se va corriendo a la pizarra. —Vale, Blas, te he oído. A don Francisco vas… —Juancar apunta el nombre de Blas—. Cada vez que hables, te apunto un corchete ¿eh? Y cada uno resta un punto en la redacción.

—¿Qué redacción…? —pregunta Blas.

—¿Cuál va a ser…? Pues ésa. —responde Juancar, señalando la pizarra.

—¿Y si no me da la gana de hacerla? ¿Qué tengo yo que escribir lo que opine yo de eso? Esto no es clase de historia, es política. Política de la peor que hay.

—Zi ya lo dice mi madre, metedze en cozaz de política no trae nada bueno… —apunta otro.

—Pues claro, Marianito. Tú, mejor, registrador de la propiedad, o asesor financiero. Algo chuli… —dice Josemari.

—Vosotros es que no atendéis cuando habla don Francisco ¿verdad? Es que seguís en tercero... La redacción hay que hacerla y aprobarla —repone Alfredín—. El que no la escriba, luego no puede votar las reglas de la Pronstitución. Las reglas salen de la votación de los textos, ¡a que sí, José Luis! —Joselu Rodríguez asiente en el pupitre contiguo.

—¿¿¿Cómo…??? —saltan Josemari, Blas y Albertito Ruiz. —¿La JONS-titución? —pregunta este último.

—La Constitución, lerdos. Hombre, por favor... Se trata de votar unas reglas de convivencia para todos los hombres y mujeres de este colegio. Empezando por nosotros, los de esta clase. —explica Felipín.

—Uy, qué redicho…, ¡ni que hubiera aquí chicas! —gimotea riendo Albertito. —¿Y esas reglas, por qué no las escribe don Francisco, que para eso es el director y le pagan?

—Porque eso ya no se vale, Bertín. ¿No ves que esto de la demogracia ahora está hasta en misa? —responde Josemari, a su lado. —Tú tranquilo, hombre. Son tres párrafos, lo hacemos en un periquete.

—Sí, hombre, sí… Pero que a mí no me la dan. Aquí ya nos van a imponer de todo…

El orejudo Manolín camina pesadamente desde la primera fila hasta la mesa de Albertito y le explica algo al oído. Éste asiente, asombrado y sonriente, suspirando. —Si es que sois unos penosos, ahí, toda la clase venga a escribir sandeces… —añade Blas desde la esquina, dirigiéndose al grupo de Felipín.

—Conciencia de clase, gilipuertas. Que no sabéis lo que es eso. Ya vendréis, ya… Y no os dejaremos ni las migas del bocata —contraataca Joselu Rodríguez, arengado por Alfredo. Sentado delante, Felipín se acerca a Joselu y le explica algo al oído. Éste alza las cejas asombrado, asintiendo con gesto pensativo.

En primera fila, Adolfito permanece neutro y concentrado, ajeno al griterío de sus compañeros. Adolfito practica la caligrafía de su firma una y otra vez en la esquina del pupitre hasta rayar el barniz.

Juancar pide silencio vanamente en el centro de la clase; primero, alzando insuficientemente la voz  entre las pandillas; y después, apuntando en la pizarra los nombres de los implicados. El ruido aumenta por momentos, Juancar persiste infructuosamente en sus intentos por acallar la clase. —Ehm… Esto… A ver… Oye, chicos…  —balbucea, no sabe cómo hacerse oír— ¿¿...por qué no os calláis??

Los muchachos hacen caso omiso a las órdenes del delegado de clase, que finalmente opta por acercarse al pupitre de su amigo Adolfo, a ver qué anda haciendo.

Las bolas de papel cruzan la clase de derecha a izquierda y viceversa, en un vaivén de salivazos que se corta de inmediato al sonar la puerta de la clase. Entra don Carlos, el jefe de estudios, con gesto de infinita gravedad.

—Muchachos… don Francisco… ha muerto. El hombre de excepción que, ante Dios y ante la APA, asumió la responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a este colegio, ha entregado su vida, día a día, en el cumplimiento de esta misión: educaros con el fin de que, el día de mañana, seáis vosotros los conductores de la carabela patria…

—¡¡¡Arriba!!! —vocea Blas, y collejea a Mariano, sentado delante.

—…y digo el día de mañana —prosigue don Carlos— porque, dadas las circunstancias, y ante la falta de profesor, serán ustedes enviados directamente al Bachillerato a partir de mañana mismo, sin pasar por B.U.P. ni hostias.

—Un momento, señor Arias —interrumpe Juancar—. Pero esto es un colegio. Un college, un lycee, una escuela. Aquí no hay Bachillerato…

—Qué ojo de lince tiene usted, don Juan Carlos. Lleva toda la razón. Aquí Primaria y poco más. A partir de mañana, deberán todos acudir a clase a la Carrera de San Jerónimo, frente a la plaza las Cortes. No se olviden de llevar corbata, estilográfica y portafolios. Y bien peinaos. Ah, y dígale a su padre… —concluye don Carlos, volviéndose a Juancar— …que la Dirección del Centro solicita urgentemente una reunión con su persona, en el marco de estas terribles circunstancias que nos sobrevienen. 

15 febrero, 2014

CUARTO Y MITAD


La reina caminaba por el bazar rodeada de su séquito de costumbre cuando algo le vino a la mente, deteniéndose ante el puesto del carnicero, lleno de moscas y vísceras y mutilaciones colgadas.
—Sírvase su Majestad cuanto disponga —dijo el carnicero, en tosca reverencia.
—Lomo de puerco embuchado se me antoja, vasallo. Caña de lomo íbera, de la mejor que tenga —contestó la reina, oprimida por un sofoco repentino.
El tendero sacó de la vitrina un grueso bastón de lomo y lo estampó contra el mostrador.
—¿Cuánto quiere, más o menos…? ¿Así de grande…?
—Un poco más… —contestó la reina, ante la perplejidad de su séquito.
—¿Así está mejor, ilustrísima? —dijo el tendero, abarcando unas pulgadas más de lomo.
—Con su permiso, Majestad, no sé si la Santa Sede vería con buenos ojos semejante mazacote de carne en manos de una sola reina… —repuso el obispo.
—Apure más, tendero, que después, despellejado, se queda en nada, y acaba una pasando un hambre…
El carnicero arrastró el cuchillo un poco más, aguantándose una risilla pícara.
—…y no se escandalice vuestra merced, señor Obispo, que me sobran indultos —apuntilló la reina, mirando de reojo al clérigo—. Buenos corderos vaticanos se meriendan los prelados, no privándose en la mesa de vicio alguno, para acabar de madrugada, todos reunidos, en la angosta oscuridad del confesionario…
El carnicero cortó una de las puntas del lomo, apurando al máximo. —Así le plazca, Majestad. Cuarto y mitad de lomo bien durito, bien curado, de la sierra de Cazorla —la reina ya se marchaba, sin pagar, agarrando bien fuerte el embutido—. ¡¡Para su real disfrute…!!

ROSAURA


Aura guardó el edredón en el armario y volvió al dormitorio para terminar de hacer las maletas para su muerte, para la que aún faltaban tres semanas y un día.
Sacó las maletas al patio de atrás y las prendió fuego junto con algunos libros viejos y una fotografía de una niña abrazada a un apuesto soldado.
*
Con ese aspecto lúgubre que otorga el luto, Aura hojeaba pensativa una biblia de bolsillo, ajena a la cháchara circunstancial del taxista. A ratos, echaba la vista por la ventanilla, paseándola por los trigales y las arboledas, las otras carreteras y los nubarrones avanzando en formación.
Un puntito de sangre brotó de una fisura minúscula en el dedo índice de Aura, que se había perdido entre aquellas nubes negras que afilaban el horizonte a su paso. La verborrea del taxista cesó de golpe al detener el coche frente al gran portón electrificado que daba acceso al recinto.
*
Un cristal de un palmo de grosor dividía ambas salas: una diáfana, revestida de azulejos negros, con una silla en el centro; la otra, enmoquetada y con perfume a lavanda, disponía de una gradilla de unos diez o doce asientos, con botellas de agua y pañuelos a los lados.
Aura se sentó en el centro, rodeada de desconocidos. Estrechaba la biblia con fuerza entre sus manos reumáticas, imponiéndose a las lágrimas y a las miradas de soslayo. De pronto, se apagaron las luces de la sala.
Al otro lado del cristal, Rosita avanzaba a paso lento hacia la silla, neutra como un folio en blanco, custodiada por dos hombres de uniforme: uno con pistola y otro con sotana. “Mira que es guapa la condenada” se dijo Aura. “Incluso así. Tan flaquita, tan menuda… Tan joven”. Luego clavó su vista en el hombre de hábito, pecando deliberadamente de pensamiento mientras él santiguaba con aire rutinario a la joven Rosa. “Mi pequeña flor…” se repetía Aura en lo que le ajustaban las correas.
Una lágrima valiente desfiló por las arrugas de Aura, que no apartó la mirada hasta la última convulsión. Acto seguido abrió la biblia, extrajo una pequeña cuchilla y se la pasó por las muñecas, la vista clavada en lo alto y las manos chorreando.

MI QUERIDA SVETLANA


Por fin te escribo. Llevo semanas sin quitarme esto de la cabeza y ha llegado el momento de abrirte mi corazón definitivamente. Creo que no he sido muy claro en mis intenciones y me siento en la obligación de informarte como es debido. Creo que ha llegado la hora de dar un paso más y formalizar un poco todo esto, yo me siento más que preparado y espero que tú también.

Ya sé que no te gustan las flores, ni los bombones, ni los pintauñas del Mulaya. Tampoco te gustan los retratos a carboncillo, ni los paraguas de Hello Kitty, ni el café con azúcar. Entendido todo eso. Joder, café sin azúcar… Bueno, que ya lo he asumido y no me importa. No me enfado. Deben ser excentricidades de tu cultura y yo las respeto a muerte, con dos cojones.

Pero una carta, Svetlana, una carta no puede no gustarte. ¿En qué país del mundo no es una carta lo más romántico que puede recibir una mujer de un hombre? Huélela, le he echado unas gotas de Brummel.

Te escribo porque hoy es San Valentín, patrón de los amantes, los apicultores y los epilépticos. Déjame entrar y charlamos cuando no tengas clientes que atender. Si es que sí, estoy en la acera de enfrente. No tienes más que levantar la mano. Sino entenderé que no quieres verme, pero que sepas que me vas a romper el corazón. Y ya no volvería nunca más, ni a hacer fotocopias ni a recargar el móvil ni a nada.

Siempre tuyo,
Anónimo

31 julio, 2012

UNA DEL OESTE


El día que Margaret se armó de valor y le contó a su marido lo que había ocurrido, ya habían pasado casi dos meses, y una incipiente curva surgía de su vientre. Aquel día, una enorme tormenta de arena azotaba el valle, danzando a su antojo por entre los macizos y las crestas ocres, enturbiándolo todo. Margaret cosía en el porche y pensaba en aquellos días en que su madre la enseñaba a coser y le hablaba de cuando era un bebé.
Pasaron varias horas hasta que la tormenta, poco a poco, se fue alejando por el oeste. Margaret cavilaba en el porche, la mirada perdida, cuando vio salir de entre la tormenta a un grupo de jinetes. Habían pasado varios meses desde que Horace Sutton partiera con sus hombres hacia Tucson a ajustar algunas cuentas.
Margaret supo que era él y creyó parársele el corazón. Entró en la cocina y puso café al fuego, las manos le temblaban violentamente. Salió a recibirlos.
—Cielo santo, Horace… -gimió conciliadora.
Horace Sutton bajó de su montura y, sin abrir la boca, se acercó lentamente al establo; estaba vacío. Soltó un bufido y se encaminó hacia la casa. Margaret –con Felicity a sus faldas- lo seguía a cierta distancia, en silencio, los brazos sobre el vientre. Cuando Horace cruzó la puerta y comprobó que también habían arrancado de la pared su apreciada cabeza de búfalo, montó en cólera y destrozó uno por uno cada rincón de la casa. Margaret, tras el quicio de la puerta, arrancaba pelotillas del vestido de Felicity y lloraba en silencio.
Cuando hubo terminado con todo, Horace agarró a su mujer del brazo y la llevó fuera, lanzándola más allá del porche hasta morder el polvo.
—Habla, mujer.
Horace atendía a los balbuceos entrecortados de Margaret y daba grandes bocanadas a un cigarrillo, la mirada perdida, observando la tormenta de arena alejarse. Cuando hubo acabado el pitillo, escupió y miró a su mujer con desdén. Era todo furia.

Caía el sol contra la tierra baldía, las mesetas ocres y las flores de cactus, vistiéndolos de carmesí. Margaret y su pequeña caminaban fatigosas y polvorientas remontando el valle hacia el Sur.
—Mamá, ¿qué tienes en la cara?
Margaret sacó un pañuelo floreado del escote y se palpó la cara. La sangre iba tiñendo el pañuelo, la pequeña torció la mirada al horizonte donde el sol se fugaba tras reflejos malva.
Ya en la noche, dieron a sus pies con una larga lengua metálica, Margaret pensó que le gustaría haber montado alguna vez en el ferrocarril. Siguieron el camino de las vías en la oscuridad hasta encontrar un lugar donde resguardarse.
Reanudaron la marcha al alba, era una mañana clara. Tras algunas millas vieron unas columnas de humo alzarse hacia el cielo como bandadas de cuervos. Bienvenidos a Hillmond City.
                                                   ~ * ~
Una calle principal con un par de tiendas, un saloon y el puesto de correos era todo lo que podía uno encontrar en Hillmond City, un lugar de tránsito para viajeros y comerciantes donde la ley, en los últimos tiempos, era poco más de un chiste. Al último aspirante a sheriff  lo colgaron y lo echaron a los cerdos; desde entonces, la oficina sirve de refugio para chuchos y maleantes, y la justicia, en fin, se administra de otros modos.
Margaret y su hija enfilaron Main St. entre una nube de hombres y mujeres y ganado llegados de todas partes del condado. Por todo el bulevar colgaban de fachada a fachada guirnaldas rojas, blancas y azules. Una muchedumbre festiva se concentraba por toda la ciudad. Sobre la entrada al saloon del viejo Billy colgaba un cartel: “Feria de ganado del condado de Winkler. Acreditaciones aquí”.
Margaret y la niña cruzaron el umbral bajo la mirada de la bulliciosa clientela, que entonces, muda, escrutaba aquel cuerpo amoratado, ese rostro encostrado: Margaret. Ajena a las numerosas miradas, se acercó a la barra y pidió una zarzaparrilla. Billy se lo sirvió en silencio; de un sólo trago la mujer vació el vaso, soltando después un profundo suspiro. Luego llamó otra vez a Billy y, tendiendo el brazo sobre la barra, le susurró suplicante algo inaudible para la jauría de vaqueros que asistía en silencio.
— Señor… -y rompió a llorar.
Billy salió de la barra y se llevó a Margaret hacia las escaleras, al piso de arriba. La pequeña permanecía aún junto a la puerta, muda y desaliñada. Uno de los vaqueros se levantó de su mesa y se acercó a la niña; el pelo enredado y la punta de la nariz quemada por el sol. El vaquero la invitó a sentarse. Iba con él un tipo desdentado que sacó una petaca de la pantorrilla y le ofreció un trago a la pequeña.
—Maldita sea, Rick. ¿No ves que no es más que una niña?
El vaquero obsequió al tal Rick con un certero puntapié en el trasero. Entonces, de un recodo del salón empezó a emerger una fila de bailarinas semidesnudas, en fila india, elevando sincrónicamente sus brazos y batiéndolos como piezas de una locomotora. Los vuelos de sus faldas hipnotizaban a la parroquia y la brevedad de una liga furtiva despertaba los instintos animales de más de un feligrés. Entretanto, el vaquero –llamado Mr. Hatfield- miró bien a la niña, pensando que aquella muchachita tenía algo especial.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Felicity, señor.
—Vaya, un nombre precioso, Felicity... –dirigiéndose a Rick– ¿Has oído, muchacho? Esta niña tiene mas modales de los que tú tendrás nunca… -acomodándose en la silla y volviendo la mirada hacia ella –¿Quieres un poco de agua, Felicity? Billy traerá agua.
El pianista terminó la pieza y las bailarinas bajaron las escalerillas del escenario entre silbidos, huyendo como hormigas entre el gentío. Margaret salió con Billy de uno de los cuartos de arriba, enjugándose los ojos y la boca con el pañuelo moteado de sangre.
Más tarde, Margaret hubo de explicar su situación a las rameras, contarles qué hacía allí y todo lo ocurrido: el asalto al rancho, la destrucción y los abusos… la vuelta de Horace, su furia y el destierro. Las mujeres acordaron por unanimidad darles amparo, acogerlas como a una más de ellas y darle a Margaret un empleo en el saloon con el que ganarse unos centavos.
                                                   ~ * ~ 
Cuando, algún tiempo después, Horace Sutton llegó con sus hombres a Hillmond City, no quedaba ya ni rastro del jolgorio que días atrás abarrotara el pueblo en celebración de la Feria ganadera de Winkler. Horace Sutton amarró a su bestia a la baranda y se dirigió a la puerta del saloon; las espuelas titilaban gradualmente más deprisa en sus talones. Traspasó las portezuelas abatibles, llegando hasta la barra.
—¿…y Marge?–hosco, los ojos clavados en el tabernero.–¿Dónde está esa…?
La clientela enmudeció con la súbita aparición de aquel feroz cowboy. Todos le miraban en silencio, algunos fumando con tenso disimulo; Sutton daba vueltas por la estancia perjurando.
—¡¡¡Maggie!!! –bramaba a cada tanto, cada vez más fuerte. –Maggie, sé que estás agazapada en algún rincón de esta maldita pocilga. Puedes quedarte ahí y esconderte cuanto quieras… ¡pero escúchame! Ten por seguro que no me largaré de esta ciudad hasta que acabe contigo y con ese bastardo que llevas dentro… –comenzó a gimotear levemente, un murmullo surgía de entre las mesas. Sutton daba vueltas sobre sí mismo, arrebatado –No eres más que una puta… Zorra asquerosa, estarás contenta… Dejaste que esos malnacidos se lo llevaran todo…

                                                     *

Aquella calurosa mañana de Mayo, Margaret se encontraba de vuelta del pozo cuando vio a la banda de Sullivan descabalgar frente al porche. Uno a uno, los cuatreros la violaron y golpearon como a una mula; desvalijaron la casa y se marcharon por el horizonte con los caballos de Horace. Margaret quedó encinta.

                                                     *

En el saloon de Billy, todos guardaban silencio mientras Horace Sutton, ofuscado e iracundo, iba de un lado para otro.
—¡¡¡Margaret!!! –gritaba histérico. –Acabaré contigo, lo juro, y luego iré a por esa sabandija de Malcolm Sullivan y haré una diana con su culo… –tomando un instante para recobrar el aire- ¡¡Maldita sea, Margaret!!
Desde el fondo de la barra, Mr. Hatfield apuraba su whisky. Golpeó el vaso contra la barra, se calzó el sombrero y, alzando la voz entre la expectación, se dirigió a Horace.
—Eh, tú, escoria… –Horace se volvió furioso -…ya hemos oído todos lo que tenías que decir. Ahora lárgate.

Al borde del mediodía el silencio se adueñó de Hillmond City, todo el pueblo cerraba sus ventanas; no se veían más que perros por Main St. Por fin, el reloj de la oficina de correos dio las doce en punto: de un lado, Horace Sutton sudaba profusamente, con el rostro brillante goteando deshonor, inspiró ansioso; de otro lado, Mr. Hatfield se desprendía con sosiego del sombrero y la casaca, depositándolos sobre Billy, que seguidamente echó a correr. Sutton acarició su revólver, Hatfield estiró los brazos en ademán dispuesto. El silencio se hizo ensordecedor.
Instantes después, un salvaje estremecimiento recorrió la espalda de Margaret, agazapada junto a la ventana. Afuera el aire era plúmbeo y olía a pólvora, todo permanecía inmóvil como en una fotografía del Winkler Post. Ambos hombres yacían muertos. Maggie no lloraría por Horace, se dijo.
Calvo y chaparro, el viejo Billy apareció entonces en plena calle, fantasmal y desierta. Unos buitres rondaban en el cielo. El anciano caminó algunos metros, se acercó al cadáver de Hatfield y, agachán-dose, agarró el reloj que pendía de su chaleco. Cubrió el cuerpo con la casaca, se incorporó y, calzándose el bombín, volvió al saloon. Margaret y Felicity hacían calceta junto a la ventana. En el horizonte, una tormenta de arena azotaba los macizos y las crestas ocres, enturbiándolo todo.
                                                   ~ * ~

09 enero, 2012

YOGUR DE COCO




2 de Mayo de 1997, Madrid

El maldito ordenador se ha estropeado otra vez y no paro de toser.

Me desperté a media noche con la almohada empapada y los ojos como dos nectarinas chorreando agüilla retiniano. Mete la cabeza bajo el grifo, anda. Los ojos me escocían como ríos llenos de pirañas.

El agua me ha calmado el escozor, pero no veía un carajo. Sólo sombras y bultos raros, y eso me ha mareado una barbaridad. Encima he puesto perdidas las paredes del pasillo al pasar con el pelo chorreando y, para colmo, casi resbalo.

He tenido que meterme en la cama otra vez. Toda la habitación giraba en torno a mí como un tiovivo. Pero al rato se me ha ido pasando; los párpados han dejado de palpitarme ansiosamente, y las sienes ya no me arden.

Suena el teléfono.

Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Estoy viendo COLORES.

He cogido el teléfono justo a tiempo para escuchar ese pitido triple de cuando ya han colgado; pero estoy flipando en COLORES. Cuando nací, nadie se dio cuenta y tardé toda una niñez en descubrir, por no sé qué historia de mi ADN, que no capto los colores de las cosas. Lo llaman acromatopsia.

*

Pero ahora estoy viéndolos, infinidad de COLORES. No se cuál es cuál pero los veo todos. Son tantos y tan raros… Creo que ya entiendo porqué la gente hace cola en los museos o en los estadios; o en el H&M.

Me quedo embobada mirando por la ventana de mi cuarto. Me vuelven a llorar los ojos, ahora de emoción. La calle a mediodía es del mismo color que mi peluche de Bob Esponja, cogiendo polvo en la estantería.

Estoy alterada, me siento alterada. Creo que el picor de ojos me ha descoordinado los hemisferios cerebrales. Me voy a tomar un yogur.

Mi piel ha adquirido un tono extraño que me preocupa. Sospecho que puede ser otro síntoma, como el picor de ojos, y me da un aire repipi que me va a hundir el autoestima.

Pero, síntomas... ¿de qué?

Sólo sé que me he despertado llorando y… ¡Joder! Ahora parezco un yogur de fresa. Hasta las paredes de mi cuarto, que toda la vida han sido blancas, resultan ser también de ese color. Encontré el bote de pintura entre las cajas del trastero y en la base ponía “SALMON nº217”.

El armario también es color “salmón 217”, aunque yo siempre lo vi color madera. La puerta izquierda guarda la ropa blanca; y la derecha, ropa y calzado negros.

No sé si me acaba de gustar tener la piel del mismo color que un pez, un armario o un yogur; al menos, no es lo que imaginé durante estos años. Mientras pienso eso, mi cabeza se llena de focas verdes, tigres azules y mariposas naranjas…

Es una locura preciosa esto de los colores, aunque temo por mi salud. La reacción cutánea no se quita y empiezo a acojonarme de verdad.

Toso a ratos, y me ha salido un moratón gigantesco en el dedo gordo del pie.

Hola, sr. Morado.

Ahora, ya sé de qué color son las moras… ¿y los moros? Vaya… un país de gente morada como mi dedo gordo.

Un placer, sr. Morado. Pero quiero conocer a los demás colores. Salir a verlos o que alguien me los enseñe; puros y mezclados. Esos amarillos que andan por las calles, todo el día chillando; y esos verdes de los que hablan, adictos al pistacho. Al menos, hay doscientos de ellos…

Estoy decidida a salir a verlos todos; pero el cerrojo de la puerta está atascado otra vez. Las llaves nunca aparecen por ningún lado. Yo las sigo buscando por cada rincón, no paro jamás. El cerrojo está atrancado.

Yo sigo... Estrangulo el bombín entre mis manos...

*

3 de Mayo de 1997, Madrid

Mierda. Ana Rosa Quintana en blanco y negro.

Mierda, mierda, mierda.

Otra noche en el sofá, la tele encendida toda la noche.
Un yogur de coco incrustado en mi lumbago. 

08 diciembre, 2011

NADIE DECÍA NADA





Nevaba copiosamente en la ciudad. Era 22 de diciembre del año 2011 en la fábrica de Embalajes Madrid. De buena mañana, la fornida becaria, que apenas llevaba unas semanas entre nosotros, preparaba café para todos en la sala de descanso. Los del almacén se arremolinaban en torno a la televisión, parloteando en los sillones de cuero. También andaban por ahí, risueñas, varias de recursos humanos, y algún que otro vendedor adicto al juego, si la memoria no me falla.


Todos formaban un semicírculo en torno al televisor, en el que salían tres jovencitos uniformados ascendiendo en fila india hasta un gran escenario. Yo estaba detrás, donde las bandejas con galletas, pasando la fregona a un café derramado por el suelo. Mi turno ya había acabado hacía unos veinte minutos, pero en fin, no me importunó volver a por el cubo y la fregona, aunque no llevaba ya ni el mono de faena. Me quedé para ver el sorteo, con todos. Después de limpiar el café derramado me serviría yo mismo uno, pensé. Lo que son las cosas, carajo. Aquella mañana el Estado nos haría ricos, aunque entonces aún no sabíamos nada.

Terminé con la fregona y la devolví al cuarto de limpieza. Cerré la puerta y entonces fue cuando comencé a oír cierto griterío desde el salón. A medida que caminaba por el pasillo, las voces eran cada vez más intensas, desatadas, resonando con estridencia creciente por los falsos techos. Mi mente dudaba mientras mi corazón ya daba triples vueltas de campana divagando. Entré en la sala, con las sienes palpitándome rabiosas, y entonces vi a todo el mundo saltar y abrazarse, y sentí que mis ilusiones cristalizaron, mis buenos presagios se habían cumplido. En ese momento algo me punzaba en el pecho con violencia, pero no me importó, nos había tocado el Gordo de la Lotería Nacional. Achaqué el malestar a un achaque de la edad, al alegrón del premio. Un Gordo de la Loto no era para menos, todos llamaban por teléfono a sus casas, sabedores de que bien solucionaba un ERE que nos empezaba a destruir seriamente. Fue entonces que una especie de relámpago me electrificó de pies a cabeza, haciendo de mi alma un infarto.

Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.

          Ya en silencio, un nuevo corro se formaba a mi alrededor, tendido y moribundo. No podía mover un solo músculo, pero los distinguía a todos de fondo, como en un segundo plano. Entonces vi cómo una figura se agachaba a mi lado. Podía oír sus pasos, su respiración entrecortada. Se acercó a mi cara y me miró fijamente. Concluyó no ver ya vida en mí tras sondear mis ojos, sedados, insensibles ya, o casi. Mi cuerpo estaba inmerso en una tormenta de dolor mudo, estático, pero aún distinguía a aquel hombre. Alzó la cabeza, dirigiendo una mirada a todos los presentes, y metió la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta. Sacó mi boleto premiado y lo trituró ante los ojos de todos. Los míos perdían foco exponen-cialmente; mi cerebro, colapsado, desconectando poco a poco mi visión. Mientras palmaba, alcancé a ver cómo todos me observaban, en silencio, cómo nadie decía nada.

11 noviembre, 2011

LA CAJA


     Me estaba cortando el pelo. Yo estaba sentado en el sillón de la barbería, Beltrán ya me pasaba las últimas rasuradas por la garganta. Saludé y me fui. Con la barba ya dispuesta, caminé manzana y media hasta la tienda. Abrí el portón poco más tarde de las 11 de la mañana. Apenas me había dado tiempo a prepararme un té cuando irrumpió en la tienda un joven ganso y timorato. Era Joel, con cara de llevar muchas horas despierto. Entonces, él aún no me conocía. Yo a él, tampoco.
Comenzó a pasear por los pasillos enmoquetados, observando el mobiliario, escudriñando los estantes colmados, escrutando objeto tras objeto, a cada cual más brillante, maravillado por las lámparas y las cristaleras de colores. Parecía un niño en un almacén de caramelos. Me hizo un par de preguntas vanas, a las que respondí solícito, y me puse a reparar una vieja marioneta sobre el buró. No pasaron quince segundos cuando Joel salía presuroso por la puerta de la tienda, fugaz como un estornudo, y se alejaba calle abajo hasta hacerse píxel. A mí, dueño del objeto y NARRADOR de la presente, se me enfriaba el rooibos de atender.
El chico corrió y corrió hasta salir de Chamberí, y al fin se paró en una esquina a examinar el botín. Era una caja de nácar, bronce y caoba, con diminutos brillantes dibujando ojos y ondas. Mi objeto más valioso, mi antigualla mágica. La contempló satisfecho el chaval. Resolvió que bien podría valer un viaje. Ahora lo que seguía era empeñar el botín y comprar un billete a Cádiz. Y de ahí, por el mar a Nueva York.
Caminaba por Princesa, embelesado con Manhattan, cuando chocó de bruces contra una refinada anciana, una de esas viejas glorias de gran ciudad que destilan moralejas. La señora se giró enojada a regañarlo, colocándose el foulard entre gruñidos. Andaba cerca un policía que había presenciado la escena, y comenzaba a caminar lentamente hacia él, colocándose el cinto con grandilocuencia. Joel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. De dos zancadas alcanzó a doblar la esquina, tenía que pensar algo. El agente avivó el paso con gesto suspicaz, mientras Joel, a la vuelta y contra la pared, trataba de idear una solución. No pueden reconocerme, sentenció, y escondió el DNI en el interior de la caja robada. En caso de problemas, diría que no lo llevaba encima.
Cerró los ojos, tiritando de ansiedad. No quería mirar. Musitaba lo poco que recordaba del Padre nuestro, paralizado, sacando punta lentamente al segundero entre hondos jadeos, cuando un dedo le pulsó en el hombro por dos veces. No quería abrir los ojos.
-Qué pasa, Joel. ¿Jugando al escondite? –soltó burlón el policía frente al chico. Éste no daba crédito a la actitud del agente, que tras una breve cháchara, se alejó dando recuerdos para todos, ante la perplejidad del chico. Aquello no tenía explicación.
Continuó el camino por Rosales en busca de un empeñista donde deshacerse del mamotreto. Caminaba por el Paseo cavilando sobre lo que acababa de ocurrirle con aquel madero, cuando comenzó a percibir algo extraño. Todo el mundo lo conocía. Los viandantes, sin excepción, lo saludaban amablemente y por su nombre, al cruzarse con él, adjuntando solemnidades y gestos con la cabeza o la mano. Joel no se lo podía explicar. Correspondía a medias a los tantos saludos, mientras trataba de despertar de lo que creía un mal sueño, un sueño muy raro en cualquier caso. Pero poco tardó en comprobar que aquello no era un sueño, sino realidad, tan real como que era de noche, pero sin explicación para él. En cualquier caso, el policía ya se había ido. Joel abrió la caja para coger el…
Ni rastro del carnet. El cofre estaba vacío. No puede ser. Sin documentos no podría viajar a ningún sitio, pero tampoco podía acudir a la policía. ¿Qué carajo había pasado con el DNI? ¿Tan lerdo era para liarla de esa forma? La caja había permanecido cerrada en todo momento, se chilló por dentro. No se podía haber perdido. Repasó paso a paso las últimas horas, descartando lugares y momentos donde pudiera haberlo perdido. Volvía atrás mentalmente, sentado junto a un cajero, con la mirada perdida. Finalmente, tornó la vista hacia la caja, y comenzó a observarla. Y la observó al detalle. Examinó cada minucia de la exótica urna, sin perder detalle, bajo el manto amarillento que segregan las farolas.
De pronto cambió el gesto, y se quitó las gafas. Las introdujo con presteza en la caja pensando que así, sin gafas, quizá no lo reconocerían. Buscó una bolsa de plástico grande donde camuflar el cofre, y se encaminó Marqués de Urquijo arriba hacia el metro de Arguelles.
Atropellado, Joel bajó las escaleras hasta imbuirse en el subsuelo. Se aproximó a las barreras del subterráneo y, de un salto, burló el importe del billete. Aterrizó agarrando a mano y media el cajón, y al erguirse, topó de frente con el vigilante de seguridad, que surgía tras la columna. El chaval miraba al suelo, inmóvil, preparándose para el sermón del jurado. Sin embargo, éste mantenía la mirada al frente y caminaba entre silbidos, hasta pasar de largo por el pasillo, sin tan siquiera reparar en el muchacho. Joel se giró confuso. Pero sin perder más tiempo, se encaminó a las escaleras agotado, ojeroso. Se sentó en los peldaños metálicos, mecido por los ciclos del motor, y mientras bajaba miró qué hora era. Había perdido ya más de medio día, comenzaba a anochecer y no quería encontrarse el local cerrado al llegar. Tenía que empeñar la urna ya. Llegando ya al final de la escalera, Joel se incorporó del escalón a la vez que un hombre, bajando deprisa, lo arrolló por detrás. Rodaron ambos hasta el pie de las escaleras mecánicas, y como una centella, el chico se giró hacia el hombre, que miraba despavorido en todas direcciones. Joel estaba enfrente, pero no le veía. Entonces lo comprendió. La caja, el carnet, las gafas. Era invisible, transparente ante los demás. Aquello lo maravilló.
Entró en el último vagón, sabiéndose invisible, y se tumbó en el suelo. Se hubiera dormido ahí mismo de no ser por aquella voz automática que, de pronto, brotó de las paredes. Próxima parada, Plaza de España. Joel agarró la bolsa y salió a la superficie. Ahora, pensó, a Gran Vía. La idea era utilizar aquel milagro, para entrar en un par de tiendas pequeñas y tomar lo necesario de la caja.
Sin embargo, mientras corría por Callao invisible al Universo entero, Joel comprendió que todo era mucho más fácil que eso, mucho más a mano. Con todo lo ocurrido no había reparado en ello, aunque ahora se mostraba evidente. Entonces comprendió que la urna era la clave.
Escribió en un papel “Nueva York”, y lo introdujo iluso en la caja. No sirvió. Entonces probó con escribirlo en inglés, pero tampoco. Luego probó con las iniciales, e incluso con una bandera adhesiva y un mapa que robó en un kiosco de prensa. Nada de nada. En un primer momento, había pensado que, si al meter el carnet lo conocían y al introducir las gafas, nadie le veía, quizá si metía algo de Nueva York le llevaría mágicamente a la ciudad. Necesito descansar, se dijo. Pero no podía ser, había perdido la identidad y los ojos comenzaban a escocerle. Comenzó a sentir sudores fríos y temblores, y pensó que quizá también fuera efecto de aquella maldita caja árabe. Tengo que deshacerme de ella, pensaba, no puede ser buena.
Joel se sentía cada vez peor, y callejeó hasta encontrar un lugar apartado y sombrío. Cada vez más ciego, Joel tuvo una idea. Quizá si introdujera directamente dinero en la caja, no tendría nunca más que pagar nada. O podría ser que al meter dinero dentro, se convirtiera directamente en millonario. Visto lo visto, ¿por qué no?, pensó. Observó el billete de cinco euros mientras los introducía en el cofre, deseando que fueran suficientes, y cerró la caja pensativo.
Esperó un rato y después entró en unos ultramarinos a por algo de comer, pero poco tardó en percatarse de que el dinero introducido aún no había surtido efecto, o simplemente que aquello no funcionaba así. Decidió entonces abrir la caja y, al minar en su interior, por poco no cayó en desmayo.
En el interior forrado de la urna había una mano. Una mano humana, masculina, tosca y morena, de uñas largas que había brotado en el interior de improviso. Joel se decidió a examinarla, pues no sangraba ni parecía hincharse cuando, de repente, la mano se hizo brazo desde el fondo del brillante cofre y, tomándolo por la pechera, arrastró a Joel dentro del cofre.
Le serví un té mientras le hablaba. Joel permanecía mudo, pensativo en el sillón, recomponiendo uno a uno los enigmas de las últimas 24 horas, mientras yo le desarrollaba lo ocurrido.
Hube de explicarle el funcionamiento de la caja, sus propiedades mágicas y su responsabilidad también. El muchacho se recreaba arrepentido sobre el butacón, sin soltar sílaba. Le contesté que podía quedarse, eso sí, sin robos. Asintió con la cabeza y le dio un sorbo al rooibos.