Bueno, bueno, bueno. Esta niña es tonta. Al final me mancha el chaquetón y la tengo que agarrar de los pelos. Juventud, divino tesoro…, verás, que como me hagas abrir la boca no sé como va a acabar esto… ¡Corchos! Ya me perdido otra vez… En fin, ni siquiera me estaba gustando; tanto Aureliano, tanto Arcadio… ya no sé ni de qué iba la historia. Y estos aparatos, de verdad, donde esté un buen libro que se quiten los nerbuc, hombre, por Dios… De verdad, oye, qué fatiga de Navidad, de regalos y de todo… Sigue leyendo, anda, sea por mirar a algún sitio… Al loro esa tía. Qué fuerte…, si le está babeando tol bolso a la vieja. Un poquito de orgullo propio, coño, y de autocontrol. Es que, ojo, qué castaña… Oy, oy, la hostia…, que me parto en cuatro, ¡qué jaleo lleva encima! Ésta se queda dando vueltas en la línea seis hasta mañana, verás. Vaya tela, vaya tela con la gente... No me la pego yo un martes desde hace yo qué sé. Puff, y ésa… Vaya cogorza lleva la amiga. Se lo ha debido pasar de miedo esta noche. Espera, si estamos a… ¿miércoles? Los martes son los nuevos jueves, Nacho, te estás haciendo viejo. Tienes que salir más… Bueno, bueno, pero si casi se sienta encima de la señora. Vaya trufa lleva... A que saco el iPhone y la grabo. ¡Toma!, y lo subo a twitter… Joder, es que está buenísima. Con ese vestidito apretado, esas medias… Si, sí, la cabrona está que se rompe. Qué taconazos… Con quién habrá pasado la noche. Desde luego, el pintalabios no se borra solo. Qué barbaridad. Y tan vulnerable, ahí, hecha un ovillo, regalándoseme... es que está para darla. Anda que el menda ese, también es para flipar, si es que…, vaya tela con la people. Qué descaro, se la está comiendo con los ojos, no pierde detalle el cerdo. Claro, ella no se cosca de la misa la media... De qué se va a enterar, si va hecha una mierda. Vamos, esto es…, ahí despatarrada con las tetas medio fuera; como para no estar el otro ahí, bien al loro. Cómo son los hombres, colega. Yo, de verdad… Coño, es que está buena, maja, está que se rompe la rubia. Porque va muy jodida, que sino le digo tres cosas… La señora ni se inmuta, no mueve un músculo, es alucinante. Le falta colgarse el ebook de la frente, o pff, comérselo. Bueno, bueno, que la rubia se despierta… A que le digo cuatro cosas, ahí, con tres pares de cojones… ¡Pero vamos...! Y el viernes me la calzo. Cinco pavos a que se baja en Moncloa. Si no se baja en Moncloa, se baja en Príncipe Pío. Si se baja en la mía, la digo algo… ¿Y si es hetero? Nunca sabes. Está tan sola… Definitivamente, a la señora se le están hinchando los ovarios, tiene toda la pinta. Se va a llevar un guantazo, ya se están mirando… ¡¡Aiba, mi madre!! Cuando lo cuente en la oficina no se lo creen. La cara de la pobre mujer es de #trendingtopic. No sólo la vomita encima, sino que luego va y le regala una rosa falsa. Qué imagen para empezar una mañana, increíble. Será cachonda, la tía… ¡¡¡Buajajajajajaja!!! El borracherón se lo pilló de vino tinto; eso, seguro. Y tú, yendo a clase de FOL, pedazo de sosa… ¿Cuándo fue la última vez que te cayó un martes en festivo, como aquí a la rubia…? Todo por cerrar la fiesta potándole el visón a una vieja. Qué tiempos… Seguro que tiene un montón de amigas y están todas tan buenas como ella. Olvídate, maja, ésta es tu parada. Va, Nachote, échale huevos. Venga, no te lo pienses. Con un par, tío… Que se está yendo, va… No jodas, hombre, si acaba de echar el hígado; no seas crío, anda, cómo vas a llegar tarde al trabajo. Te vas a perder esos pechámenes por pipa y por cagao. Flojo, que eres un flojo. Buah, pero si ya se ha ido. Si, total, ya… Qué más da.
TRASLATE
Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuento. Mostrar todas las entradas
12 marzo, 2014
21 febrero, 2014
ESCUELA DE DEMÓCRATAS
Un profesor calvo y chaparro
golpea con la regla en la mesa, tratando de acallar el barullo de la clase. En
la pizarra está escrita una pregunta: “¿¿¿Qué es la DEMOCRACIA???”
—Chsst, eh… ¡Felipín! ¡Jose Mari! A callar… —les riñe—. Vamos terminando, quedan tres minutos. Voy a salir un momento. No quiero escándalos. Juancar, muchacho, ven aquí. Te sientas en mi sitio y vigilas; al que se porte mal, me lo apuntas en la pizarra.
—A la orden, señor —certifica el muchacho, tenso y repeinado.
Camino a la puerta, don
Francisco se topa con dos alumnos sacando punta en la papelera.
—Santiago y Manuel, Manolito y Santi… ¿Qué hacen hablando dos crápulas como vosotros, que estáis siempre a la gresca? ¿Qué tramáis? Venga a sentarse, coño. —les riñe—.
—Estamos concertando la hora y el lugar para la batalla final, señorísimo —dice Manolito.
—Después de clase, a las cinco y media en la plaza España… —añade Santi, admirando la larga punta de su lápiz—. ¡¡¡A morir de pie!!!
Don Francisco sale de clase enfurecido arrastrando a Santi por las solapas de la chaqueta. Manolito vuelve a su sitio, saca el ABC y se pone a recortar la silueta de Massiel de la portada. Desde el centro de la clase, Juancar se dirige a los demás palpando la regla. —Queridos compañeros, me llena de orgullo y sat…—. Una voz afeminada lo interrumpe desde el fondo. —¡¡Cállate ya, mastuerzo!! ¡Que eres un bobón!
Juancar da un respingo y se va corriendo a la pizarra. —Vale, Blas, te he oído. A don Francisco vas… —Juancar apunta el nombre de Blas—. Cada vez que hables, te apunto un corchete ¿eh? Y cada uno resta un punto en la redacción.
—¿Qué redacción…? —pregunta Blas.
—¿Cuál va a ser…? Pues ésa. —responde Juancar, señalando la pizarra.
—¿Y si no me da la gana de hacerla? ¿Qué tengo yo que escribir lo que opine yo de eso? Esto no es clase de historia, es política. Política de la peor que hay.
—Zi ya lo dice mi madre, metedze en cozaz de política no trae nada bueno… —apunta otro.
—Pues claro, Marianito. Tú, mejor, registrador de la propiedad, o asesor financiero. Algo chuli… —dice Josemari.
—Vosotros es que no atendéis cuando habla don Francisco ¿verdad? Es que seguís en tercero... La redacción hay que hacerla y aprobarla —repone Alfredín—. El que no la escriba, luego no puede votar las reglas de la Pronstitución. Las reglas salen de la votación de los textos, ¡a que sí, José Luis!
—¿¿¿Cómo…??? —saltan Josemari, Blas y Albertito Ruiz. —¿La JONS-titución? —pregunta este último.
—La Constitución, lerdos. Hombre, por favor... Se trata de votar unas reglas de convivencia para todos los hombres y mujeres de este colegio. Empezando por nosotros, los de esta clase. —explica Felipín.
—Uy, qué redicho…, ¡ni que hubiera aquí chicas! —gimotea riendo Albertito. —¿Y esas reglas, por qué no las escribe don Francisco, que para eso es el director y le pagan?
—Porque eso ya no se vale, Bertín. ¿No ves que esto de la demogracia ahora está hasta en misa? —responde Josemari, a su lado.
—Sí, hombre, sí… Pero que a mí no me la dan. Aquí ya nos van a imponer de todo…
El orejudo Manolín camina pesadamente desde la primera fila hasta la mesa de Albertito y le explica algo al oído. Éste asiente, asombrado y sonriente, suspirando. —Si es que sois unos penosos, ahí, toda la clase venga a escribir sandeces… —añade Blas desde la esquina, dirigiéndose al grupo de Felipín.
—Conciencia de clase, gilipuertas. Que no sabéis lo que es eso. Ya vendréis, ya… Y no os dejaremos ni las migas del bocata —contraataca Joselu Rodríguez, arengado por Alfredo. Sentado delante, Felipín se acerca a Joselu y le explica algo al oído. Éste alza las cejas asombrado, asintiendo con gesto pensativo.
En primera fila, Adolfito permanece neutro y concentrado, ajeno al griterío de sus compañeros. Adolfito practica la caligrafía de su firma una y otra vez en la esquina del pupitre hasta rayar el barniz.
Juancar pide silencio vanamente en el centro de la clase; primero, alzando insuficientemente la voz entre las pandillas; y después, apuntando en la pizarra los nombres de los implicados. El ruido aumenta por momentos, Juancar persiste infructuosamente en sus intentos por acallar la clase. —Ehm… Esto… A ver… Oye, chicos… —balbucea, no sabe cómo hacerse oír— ¿¿...por qué no os calláis??
Los muchachos hacen caso omiso a las órdenes del delegado de clase, que finalmente opta por acercarse al pupitre de su amigo Adolfo, a ver qué anda haciendo.
Las bolas de papel cruzan la clase de derecha a izquierda y viceversa, en un vaivén de salivazos que se corta de inmediato al sonar la puerta de la clase. Entra don Carlos, el jefe de estudios, con gesto de infinita gravedad.
—Muchachos… don Francisco… ha muerto. El hombre de excepción que, ante Dios y ante la APA, asumió la responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a este colegio, ha entregado su vida, día a día, en el cumplimiento de esta misión: educaros con el fin de que, el día de mañana, seáis vosotros los conductores de la carabela patria…
—¡¡¡Arriba!!! —vocea Blas, y collejea a Mariano, sentado delante.
—…y digo el día de mañana —prosigue don Carlos— porque, dadas las circunstancias, y ante la falta de profesor, serán ustedes enviados directamente al Bachillerato a partir de mañana mismo, sin pasar por B.U.P. ni hostias.
—Un momento, señor Arias —interrumpe Juancar—. Pero esto es un colegio. Un college, un lycee, una escuela. Aquí no hay Bachillerato…
—Qué ojo de lince tiene usted, don Juan Carlos. Lleva toda la razón. Aquí Primaria y poco más. A partir de mañana, deberán todos acudir a clase a la Carrera de San Jerónimo, frente a la plaza las Cortes. No se olviden de llevar corbata, estilográfica y portafolios. Y bien peinaos. Ah, y dígale a su padre… —concluye don Carlos, volviéndose a Juancar— …que la Dirección del Centro solicita urgentemente una reunión con su persona, en el marco de estas terribles circunstancias que nos sobrevienen.
Etiquetas:
adolfo suárez,
arias navarro,
aznar,
carrillo,
cuento,
española,
felipe gonzález,
fraga,
franco,
gallardón,
juan carlos I,
políticos,
rajoy,
relato breve,
rey,
sátira,
transición,
zapatero
15 febrero, 2014
CUARTO Y MITAD
La reina caminaba por el
bazar rodeada de su séquito de costumbre cuando algo le vino a la mente,
deteniéndose ante el puesto del carnicero, lleno de moscas y vísceras y
mutilaciones colgadas.
—Sírvase su Majestad cuanto disponga —dijo el carnicero,
en tosca reverencia.
—Lomo de puerco embuchado se me antoja, vasallo. Caña
de lomo íbera, de la mejor que tenga —contestó la reina, oprimida por un sofoco
repentino.
El tendero sacó de la vitrina un grueso bastón de lomo
y lo estampó contra el mostrador.
—¿Cuánto quiere, más o menos…? ¿Así de grande…?
—Un poco más… —contestó la reina, ante la perplejidad
de su séquito.
—¿Así está mejor, ilustrísima? —dijo el tendero,
abarcando unas pulgadas más de lomo.
—Con su permiso, Majestad, no sé si la Santa Sede
vería con buenos ojos semejante mazacote de carne en manos de una sola reina…
—repuso el obispo.
—Apure más, tendero, que después, despellejado, se
queda en nada, y acaba una pasando un hambre…
El carnicero arrastró el cuchillo un poco más, aguantándose
una risilla pícara.
—…y no se escandalice vuestra merced, señor Obispo,
que me sobran indultos —apuntilló la reina, mirando de reojo al clérigo—.
Buenos corderos vaticanos se meriendan los prelados, no privándose en la mesa
de vicio alguno, para acabar de madrugada, todos reunidos, en la angosta oscuridad
del confesionario…
El carnicero cortó una de las puntas del lomo,
apurando al máximo. —Así le plazca, Majestad. Cuarto y mitad de lomo bien
durito, bien curado, de la sierra de Cazorla —la reina ya se marchaba, sin
pagar, agarrando bien fuerte el embutido—. ¡¡Para su real disfrute…!!
ROSAURA
Aura guardó el edredón en el
armario y volvió al dormitorio para terminar de hacer las maletas para su
muerte, para la que aún faltaban tres semanas y un día.
Sacó las maletas al patio de
atrás y las prendió fuego junto con algunos libros viejos y una fotografía de
una niña abrazada a un apuesto soldado.
*
Con ese aspecto lúgubre que
otorga el luto, Aura hojeaba pensativa una biblia de bolsillo, ajena a la
cháchara circunstancial del taxista. A ratos, echaba la vista por la
ventanilla, paseándola por los trigales y las arboledas, las otras carreteras y
los nubarrones avanzando en formación.
Un puntito de sangre brotó
de una fisura minúscula en el dedo índice de Aura, que se había perdido entre
aquellas nubes negras que afilaban el horizonte a su paso. La verborrea del
taxista cesó de golpe al detener el coche frente al gran portón electrificado
que daba acceso al recinto.
*
Un cristal de un palmo de
grosor dividía ambas salas: una diáfana, revestida de azulejos negros, con una
silla en el centro; la otra, enmoquetada y con perfume a lavanda, disponía de
una gradilla de unos diez o doce asientos, con botellas de agua y pañuelos a
los lados.
Aura se sentó en el centro,
rodeada de desconocidos. Estrechaba la biblia con fuerza entre sus manos
reumáticas, imponiéndose a las lágrimas y a las miradas de soslayo. De pronto,
se apagaron las luces de la sala.
Al otro lado del cristal,
Rosita avanzaba a paso lento hacia la silla, neutra como un folio en blanco,
custodiada por dos hombres de uniforme: uno con pistola y otro con sotana. “Mira
que es guapa la condenada” se dijo Aura. “Incluso así. Tan flaquita, tan
menuda… Tan joven”. Luego clavó su vista en el hombre de hábito, pecando deliberadamente
de pensamiento mientras él santiguaba con aire rutinario a la joven Rosa. “Mi
pequeña flor…” se repetía Aura en lo que le ajustaban las correas.
Una lágrima valiente desfiló
por las arrugas de Aura, que no apartó la mirada hasta la última convulsión. Acto
seguido abrió la biblia, extrajo una pequeña cuchilla y se la pasó por las muñecas,
la vista clavada en lo alto y las manos chorreando.
MI QUERIDA SVETLANA
Por fin te escribo. Llevo semanas sin quitarme esto de la
cabeza y ha llegado el momento de abrirte mi corazón definitivamente. Creo que no
he sido muy claro en mis intenciones y me siento en la obligación de informarte
como es debido. Creo que ha llegado la hora de dar un paso más y formalizar un
poco todo esto, yo me siento más que preparado y espero que tú también.
Ya sé que no te gustan las flores, ni los bombones, ni
los pintauñas del Mulaya. Tampoco te gustan los retratos a carboncillo, ni los
paraguas de Hello Kitty, ni el café con azúcar. Entendido todo eso. Joder, café
sin azúcar… Bueno, que ya lo he asumido y no me importa. No me enfado. Deben
ser excentricidades de tu cultura y yo las respeto a muerte, con dos cojones.
Pero una carta, Svetlana, una carta no puede no gustarte.
¿En qué país del mundo no es una carta lo más romántico que puede recibir una
mujer de un hombre? Huélela, le he echado unas gotas de Brummel.
Te
escribo porque hoy es San Valentín, patrón de los amantes, los apicultores y
los epilépticos. Déjame entrar y charlamos cuando no tengas clientes que
atender. Si es que sí, estoy en la acera de enfrente. No tienes más que
levantar la mano. Sino entenderé que no quieres verme, pero que sepas que me
vas a romper el corazón. Y ya no volvería nunca más, ni a hacer fotocopias ni a
recargar el móvil ni a nada.
Siempre
tuyo,
Anónimo
31 julio, 2012
UNA DEL OESTE
El
día que Margaret se armó de valor y le contó a su marido lo que había ocurrido,
ya habían pasado casi dos meses, y una incipiente curva surgía de su vientre.
Aquel día, una enorme tormenta de arena azotaba el valle, danzando a su antojo
por entre los macizos y las crestas ocres, enturbiándolo todo. Margaret cosía
en el porche y pensaba en aquellos días en que su madre la enseñaba a coser y
le hablaba de cuando era un bebé.
Pasaron
varias horas hasta que la tormenta, poco a poco, se fue alejando por el oeste.
Margaret cavilaba en el porche, la mirada perdida, cuando vio salir de entre la
tormenta a un grupo de jinetes. Habían pasado varios meses desde que Horace
Sutton partiera con sus hombres hacia Tucson a ajustar algunas cuentas.
Margaret
supo que era él y creyó parársele el corazón. Entró en la cocina y puso café al
fuego, las manos le temblaban violentamente. Salió a recibirlos.
—Cielo santo, Horace… -gimió conciliadora.
Horace
Sutton bajó de su montura y, sin abrir la boca, se acercó lentamente al
establo; estaba vacío. Soltó un bufido y se encaminó hacia la casa. Margaret –con
Felicity a sus faldas- lo seguía a cierta distancia, en silencio, los brazos
sobre el vientre. Cuando Horace cruzó la puerta y comprobó que también habían
arrancado de la pared su apreciada cabeza de búfalo, montó en cólera y destrozó
uno por uno cada rincón de la casa. Margaret, tras el quicio de la puerta,
arrancaba pelotillas del vestido de Felicity y lloraba en silencio.
Cuando
hubo terminado con todo, Horace agarró a su mujer del brazo y la llevó fuera,
lanzándola más allá del porche hasta morder el polvo.
—Habla, mujer.
Horace
atendía a los balbuceos entrecortados de Margaret y daba grandes bocanadas a un
cigarrillo, la mirada perdida, observando la tormenta de arena alejarse. Cuando
hubo acabado el pitillo, escupió y miró a su mujer con desdén. Era todo furia.
Caía
el sol contra la tierra baldía, las mesetas ocres y las flores de cactus, vistiéndolos
de carmesí. Margaret y su pequeña caminaban fatigosas y polvorientas remontando
el valle hacia el Sur.
—Mamá, ¿qué tienes en la cara?
Margaret
sacó un pañuelo floreado del escote y se palpó la cara. La sangre iba tiñendo
el pañuelo, la pequeña torció la mirada al horizonte donde el sol se fugaba
tras reflejos malva.
Ya
en la noche, dieron a sus pies con una larga lengua metálica, Margaret pensó
que le gustaría haber montado alguna vez en el ferrocarril. Siguieron el camino
de las vías en la oscuridad hasta encontrar un lugar donde resguardarse.
Reanudaron
la marcha al alba, era una mañana clara. Tras algunas millas vieron unas
columnas de humo alzarse hacia el cielo como bandadas de cuervos. Bienvenidos a
Hillmond City.
~ * ~
Una
calle principal con un par de tiendas, un saloon y el puesto de correos era
todo lo que podía uno encontrar en Hillmond City, un lugar de tránsito para
viajeros y comerciantes donde la ley, en los últimos tiempos, era poco más de
un chiste. Al último aspirante a sheriff lo colgaron y lo echaron a los
cerdos; desde entonces, la oficina sirve de refugio para chuchos y maleantes, y
la justicia, en fin, se administra de otros modos.
Margaret
y su hija enfilaron Main St. entre una nube de hombres y mujeres y ganado
llegados de todas partes del condado. Por todo el bulevar colgaban de fachada a
fachada guirnaldas rojas, blancas y azules. Una muchedumbre festiva se
concentraba por toda la ciudad. Sobre la entrada al saloon del viejo Billy
colgaba un cartel: “Feria de ganado del condado de Winkler. Acreditaciones aquí”.
Margaret
y la niña cruzaron el umbral bajo la mirada de la bulliciosa clientela, que
entonces, muda, escrutaba aquel cuerpo amoratado, ese rostro encostrado:
Margaret. Ajena a las numerosas miradas, se acercó a la barra y pidió una
zarzaparrilla. Billy se lo sirvió en silencio; de un sólo trago la mujer vació
el vaso, soltando después un profundo suspiro. Luego llamó otra vez a Billy y,
tendiendo el brazo sobre la barra, le susurró suplicante algo inaudible para la
jauría de vaqueros que asistía en silencio.
—
Señor… -y rompió a llorar.
Billy
salió de la barra y se llevó a Margaret hacia las escaleras, al piso de arriba.
La pequeña permanecía aún junto a la puerta, muda y desaliñada. Uno de los
vaqueros se levantó de su mesa y se acercó a la niña; el pelo enredado y la
punta de la nariz quemada por el sol. El vaquero la invitó a sentarse. Iba con él
un tipo desdentado que sacó una petaca de la pantorrilla y le ofreció un trago
a la pequeña.
—Maldita sea, Rick. ¿No ves que no es más que una niña?
El
vaquero obsequió al tal Rick con un certero puntapié en el trasero. Entonces,
de un recodo del salón empezó a emerger una fila de bailarinas semidesnudas, en
fila india, elevando sincrónicamente sus brazos y batiéndolos como piezas de
una locomotora. Los vuelos de sus faldas hipnotizaban a la parroquia y la
brevedad de una liga furtiva despertaba los instintos animales de más de un
feligrés. Entretanto, el vaquero –llamado Mr. Hatfield- miró bien a la niña,
pensando que aquella muchachita tenía algo especial.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Felicity, señor.
—Vaya, un nombre precioso, Felicity... –dirigiéndose a Rick– ¿Has oído,
muchacho? Esta niña tiene mas modales de los que tú tendrás nunca… -acomodándose
en la silla y volviendo la mirada hacia ella –¿Quieres un poco de agua,
Felicity? Billy traerá agua.
El
pianista terminó la pieza y las bailarinas bajaron las escalerillas del
escenario entre silbidos, huyendo como hormigas entre el gentío. Margaret salió
con Billy de uno de los cuartos de arriba, enjugándose los ojos y la boca con
el pañuelo moteado de sangre.
Más
tarde, Margaret hubo de explicar su situación a las rameras, contarles qué hacía
allí y todo lo ocurrido: el asalto al rancho, la destrucción y los abusos… la
vuelta de Horace, su furia y el destierro. Las mujeres acordaron por unanimidad
darles amparo, acogerlas como a una más de ellas y darle a Margaret un empleo
en el saloon con el que ganarse unos centavos.
~ * ~
Cuando,
algún tiempo después, Horace Sutton llegó con sus hombres a Hillmond City, no
quedaba ya ni rastro del jolgorio que días atrás abarrotara el pueblo en
celebración de la Feria ganadera de Winkler. Horace Sutton amarró a su bestia a
la baranda y se dirigió a la puerta del saloon; las espuelas titilaban
gradualmente más deprisa en sus talones. Traspasó las portezuelas abatibles,
llegando hasta la barra.
—¿…y Marge?–hosco, los ojos clavados en el tabernero.–¿Dónde está esa…?
La
clientela enmudeció con la súbita aparición de aquel feroz cowboy. Todos le
miraban en silencio, algunos fumando con tenso disimulo; Sutton daba vueltas
por la estancia perjurando.
—¡¡¡Maggie!!! –bramaba a cada tanto, cada vez más fuerte. –Maggie, sé que estás
agazapada en algún rincón de esta maldita pocilga. Puedes quedarte ahí y
esconderte cuanto quieras… ¡pero escúchame! Ten por seguro que no me largaré de
esta ciudad hasta que acabe contigo y con ese bastardo que llevas dentro… –comenzó
a gimotear levemente, un murmullo surgía de entre las mesas. Sutton daba
vueltas sobre sí mismo, arrebatado –No eres más que una puta… Zorra asquerosa,
estarás contenta… Dejaste que esos malnacidos se lo llevaran todo…
*
Aquella
calurosa mañana de Mayo, Margaret se encontraba de vuelta del pozo cuando vio a
la banda de Sullivan descabalgar frente al porche. Uno a uno, los cuatreros la
violaron y golpearon como a una mula; desvalijaron la casa y se marcharon por
el horizonte con los caballos de Horace. Margaret quedó encinta.
*
En
el saloon de Billy, todos guardaban silencio mientras Horace Sutton, ofuscado e
iracundo, iba de un lado para otro.
—¡¡¡Margaret!!! –gritaba histérico. –Acabaré contigo, lo juro, y luego iré a por
esa sabandija de Malcolm Sullivan y haré una diana con su culo… –tomando un
instante para recobrar el aire- ¡¡Maldita sea, Margaret!!
Desde
el fondo de la barra, Mr. Hatfield apuraba su whisky. Golpeó el vaso contra la
barra, se calzó el sombrero y, alzando la voz entre la expectación, se dirigió
a Horace.
—Eh, tú, escoria… –Horace se volvió furioso -…ya hemos oído todos lo que tenías
que decir. Ahora lárgate.
Al
borde del mediodía el silencio se adueñó de Hillmond City, todo el pueblo
cerraba sus ventanas; no se veían más que perros por Main St. Por fin, el reloj
de la oficina de correos dio las doce en punto: de un lado, Horace Sutton
sudaba profusamente, con el rostro brillante goteando deshonor, inspiró
ansioso; de otro lado, Mr. Hatfield se desprendía con sosiego del sombrero y la
casaca, depositándolos sobre Billy, que seguidamente echó a correr. Sutton
acarició su revólver, Hatfield estiró los brazos en ademán dispuesto. El
silencio se hizo ensordecedor.
Instantes
después, un salvaje estremecimiento recorrió la espalda de Margaret, agazapada
junto a la ventana. Afuera el aire era plúmbeo y olía a pólvora, todo permanecía
inmóvil como en una fotografía del Winkler Post. Ambos hombres yacían muertos.
Maggie no lloraría por Horace, se dijo.
Calvo
y chaparro, el viejo Billy apareció entonces en plena calle, fantasmal y
desierta. Unos buitres rondaban en el cielo. El anciano caminó algunos metros,
se acercó al cadáver de Hatfield y, agachán-dose, agarró el reloj que pendía de
su chaleco. Cubrió el cuerpo con la casaca, se incorporó y, calzándose el bombín,
volvió al saloon. Margaret y Felicity hacían calceta junto a la ventana. En el
horizonte, una tormenta de arena azotaba los macizos y las crestas ocres,
enturbiándolo todo.
~ * ~
09 enero, 2012
YOGUR DE COCO
2 de Mayo de 1997, Madrid
El maldito ordenador se ha estropeado
otra vez y no paro de toser.
Me desperté a media noche con
la almohada empapada y los ojos como dos nectarinas chorreando agüilla
retiniano. Mete la cabeza bajo el grifo, anda. Los ojos
me escocían como ríos llenos de pirañas.
El agua me ha calmado el escozor,
pero no veía un carajo. Sólo sombras y bultos raros, y eso me ha mareado una
barbaridad. Encima he puesto perdidas las paredes del pasillo al pasar con el
pelo chorreando y, para colmo, casi resbalo.
He tenido que meterme en la cama
otra vez. Toda la habitación giraba en torno a mí como un tiovivo. Pero al rato
se me ha ido pasando; los párpados han dejado de palpitarme ansiosamente, y las
sienes ya no me arden.
Suena el teléfono.
Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Pi-pi-pí…
Estoy viendo COLORES.
He cogido el teléfono justo a
tiempo para escuchar ese pitido triple de cuando ya han colgado; pero estoy
flipando en COLORES. Cuando nací, nadie se dio cuenta y tardé toda una niñez en
descubrir, por no sé qué historia de mi ADN, que no capto los colores de las
cosas. Lo llaman acromatopsia.
*
Pero ahora estoy viéndolos,
infinidad de COLORES. No se cuál es cuál pero los veo todos. Son tantos y tan
raros… Creo que ya entiendo porqué la gente hace cola en los museos o en los
estadios; o en el H&M.
Me quedo embobada mirando por la
ventana de mi cuarto. Me vuelven a llorar los ojos, ahora de emoción. La calle
a mediodía es del mismo color que mi peluche de Bob Esponja, cogiendo polvo en
la estantería.
Estoy alterada, me siento
alterada. Creo que el picor de ojos me ha descoordinado los hemisferios
cerebrales. Me voy a tomar un yogur.
Mi piel ha adquirido un tono extraño
que me preocupa. Sospecho que puede ser otro síntoma, como el picor de ojos, y
me da un aire repipi que me va a hundir el autoestima.
Pero, síntomas... ¿de qué?
Sólo sé que me he despertado
llorando y… ¡Joder! Ahora parezco un yogur de fresa. Hasta las paredes de mi
cuarto, que toda la vida han sido blancas, resultan ser también de ese color.
Encontré el bote de pintura entre las cajas del trastero y en la base ponía “SALMON
nº217”.
El armario también es color “salmón
217”, aunque yo siempre lo vi color madera. La puerta izquierda guarda la ropa
blanca; y la derecha, ropa y calzado negros.
No sé si me acaba de gustar tener
la piel del mismo color que un pez, un armario o un yogur; al menos, no es lo
que imaginé durante estos años. Mientras pienso eso, mi cabeza se llena de
focas verdes, tigres azules y mariposas naranjas…
Es una locura preciosa esto de los
colores, aunque temo por mi salud. La reacción cutánea no se quita y empiezo a
acojonarme de verdad.
Toso a ratos, y me ha salido un
moratón gigantesco en el dedo gordo del pie.
Hola, sr. Morado.
Ahora, ya sé de qué color son las
moras… ¿y los moros? Vaya… un país de gente morada como mi dedo gordo.
Un placer, sr. Morado. Pero quiero
conocer a los demás colores. Salir a verlos o que alguien me los enseñe; puros
y mezclados. Esos amarillos que andan por las calles, todo el día chillando; y
esos verdes de los que hablan, adictos al pistacho. Al menos, hay doscientos de
ellos…
Estoy decidida a salir a verlos todos; pero el cerrojo de la puerta está atascado otra vez. Las llaves nunca
aparecen por ningún lado. Yo las sigo buscando por cada rincón, no
paro jamás. El cerrojo está atrancado.
Yo sigo... Estrangulo el bombín
entre mis manos...
*
3 de Mayo de 1997, Madrid
Mierda. Ana Rosa Quintana en blanco y negro.
Mierda, mierda, mierda.
Otra noche en el sofá, la tele encendida toda la noche.
Un yogur de coco incrustado en mi lumbago.
08 diciembre, 2011
NADIE DECÍA NADA
Nevaba copiosamente en la ciudad.
Era 22 de diciembre del año 2011 en la fábrica de Embalajes Madrid. De buena mañana,
la fornida becaria, que apenas llevaba unas semanas entre nosotros, preparaba
café para todos en la sala de descanso. Los del almacén se arremolinaban en
torno a la televisión, parloteando en los sillones de cuero. También andaban
por ahí, risueñas, varias de recursos humanos, y algún que otro vendedor adicto
al juego, si la memoria no me falla.
Todos formaban un semicírculo en
torno al televisor, en el que salían tres jovencitos uniformados ascendiendo en
fila india hasta un gran escenario. Yo estaba detrás, donde las bandejas con
galletas, pasando la fregona a un café derramado por el suelo. Mi turno ya había
acabado hacía unos veinte minutos, pero en fin, no me importunó volver a por el
cubo y la fregona, aunque no llevaba ya ni el mono de faena. Me quedé para ver
el sorteo, con todos. Después de limpiar el café derramado me serviría yo mismo
uno, pensé. Lo que son las cosas, carajo. Aquella mañana el Estado nos haría
ricos, aunque entonces aún no sabíamos nada.
Terminé con la fregona y la devolví
al cuarto de limpieza. Cerré la puerta y entonces fue cuando comencé a oír
cierto griterío desde el salón. A medida que caminaba por el pasillo, las voces
eran cada vez más intensas, desatadas, resonando con estridencia creciente por
los falsos techos. Mi mente dudaba mientras mi corazón ya daba triples vueltas
de campana divagando. Entré en la sala, con las sienes palpitándome rabiosas, y
entonces vi a todo el mundo saltar y abrazarse, y sentí que mis ilusiones
cristalizaron, mis buenos presagios se habían cumplido. En ese momento algo me
punzaba en el pecho con violencia, pero no me importó, nos había tocado el
Gordo de la Lotería Nacional. Achaqué el malestar a un achaque de la edad, al
alegrón del premio. Un Gordo de la Loto no era para menos, todos llamaban por
teléfono a sus casas, sabedores de que bien solucionaba un ERE que nos empezaba
a destruir seriamente. Fue entonces que una especie de relámpago me electrificó
de pies a cabeza, haciendo de mi alma un infarto.
Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.
Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.
Ya en silencio, un nuevo corro se formaba a mi alrededor, tendido y moribundo.
No podía mover un solo músculo, pero los distinguía a todos de fondo, como en
un segundo plano. Entonces vi cómo una figura se agachaba a mi lado. Podía oír
sus pasos, su respiración entrecortada. Se acercó a mi cara y me miró
fijamente. Concluyó no ver ya vida en mí tras sondear mis ojos, sedados, insensibles
ya, o casi. Mi cuerpo estaba inmerso en una tormenta de dolor mudo, estático,
pero aún distinguía a aquel hombre. Alzó la cabeza, dirigiendo una mirada a
todos los presentes, y metió la mano en el bolsillo interior de mi
chaqueta. Sacó mi boleto premiado y lo trituró ante los ojos de todos. Los míos perdían foco exponen-cialmente; mi cerebro, colapsado,
desconectando poco a poco mi visión. Mientras palmaba, alcancé a ver cómo
todos me observaban, en silencio, cómo nadie decía nada.
11 noviembre, 2011
LA CAJA
Me estaba cortando el pelo. Yo estaba sentado en el
sillón de la barbería, Beltrán ya me
pasaba las últimas rasuradas por la garganta. Saludé y me fui. Con la barba ya
dispuesta, caminé manzana y media hasta la tienda. Abrí el portón poco más
tarde de las 11 de la mañana. Apenas me había dado tiempo a prepararme un té
cuando irrumpió en la tienda un joven ganso y timorato. Era Joel, con cara de
llevar muchas horas despierto. Entonces, él aún no me conocía. Yo a él,
tampoco.
Comenzó a pasear por los pasillos enmoquetados,
observando el mobiliario, escudriñando los estantes colmados, escrutando objeto
tras objeto, a cada cual más brillante, maravillado por las lámparas y las
cristaleras de colores. Parecía un niño en un almacén de caramelos. Me hizo un
par de preguntas vanas, a las que respondí solícito, y me puse a reparar una
vieja marioneta sobre el buró. No pasaron quince segundos cuando Joel salía
presuroso por la puerta de la tienda, fugaz como un estornudo, y se alejaba
calle abajo hasta hacerse píxel. A mí, dueño del objeto y NARRADOR de la
presente, se me enfriaba el rooibos
de atender.
El chico corrió y corrió hasta salir de Chamberí, y al
fin se paró en una esquina a examinar el botín. Era una caja de nácar, bronce y
caoba, con diminutos brillantes dibujando ojos y ondas. Mi objeto más valioso,
mi antigualla mágica. La contempló satisfecho el chaval. Resolvió que bien
podría valer un viaje. Ahora lo que seguía era empeñar el botín y comprar un
billete a Cádiz. Y de ahí, por el mar a Nueva York.
Caminaba por Princesa, embelesado con Manhattan,
cuando chocó de bruces contra una refinada anciana, una de esas viejas glorias
de gran ciudad que destilan moralejas. La señora se giró enojada a regañarlo,
colocándose el foulard entre gruñidos. Andaba cerca un policía que había
presenciado la escena, y comenzaba a caminar lentamente hacia él, colocándose
el cinto con grandilocuencia. Joel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. De
dos zancadas alcanzó a doblar la esquina, tenía que pensar algo. El agente
avivó el paso con gesto suspicaz, mientras Joel, a la vuelta y contra la pared,
trataba de idear una solución. No pueden reconocerme, sentenció, y escondió el
DNI en el interior de la caja robada. En caso de problemas, diría que no lo
llevaba encima.
Cerró los ojos, tiritando de ansiedad. No quería
mirar. Musitaba lo poco que recordaba del Padre
nuestro, paralizado, sacando punta lentamente al segundero entre hondos
jadeos, cuando un dedo le pulsó en el hombro por dos veces. No quería abrir los
ojos.
-Qué pasa, Joel. ¿Jugando al escondite? –soltó burlón
el policía frente al chico. Éste no daba crédito a la actitud del agente, que
tras una breve cháchara, se alejó dando recuerdos para todos, ante la
perplejidad del chico. Aquello no tenía explicación.
Continuó el camino por Rosales en busca de un
empeñista donde deshacerse del mamotreto. Caminaba por el Paseo cavilando sobre
lo que acababa de ocurrirle con aquel madero,
cuando comenzó a percibir algo extraño. Todo el mundo lo conocía. Los
viandantes, sin excepción, lo saludaban amablemente y por su nombre, al
cruzarse con él, adjuntando solemnidades y gestos con la cabeza o la mano. Joel
no se lo podía explicar. Correspondía a medias a los tantos saludos, mientras trataba
de despertar de lo que creía un mal sueño, un sueño muy raro en cualquier caso.
Pero poco tardó en comprobar que aquello no era un sueño, sino realidad, tan
real como que era de noche, pero sin explicación para él. En cualquier caso, el
policía ya se había ido. Joel abrió la caja para coger el…
Ni rastro del carnet. El cofre estaba vacío. No puede
ser. Sin documentos no podría viajar a ningún sitio, pero tampoco podía acudir
a la policía. ¿Qué carajo había pasado con el DNI? ¿Tan lerdo era para liarla
de esa forma? La caja había permanecido cerrada en todo momento, se chilló por
dentro. No se podía haber perdido. Repasó paso a paso las últimas horas,
descartando lugares y momentos donde pudiera haberlo perdido. Volvía atrás
mentalmente, sentado junto a un cajero, con la mirada perdida. Finalmente,
tornó la vista hacia la caja, y comenzó a observarla. Y la observó al detalle. Examinó
cada minucia de la exótica urna, sin perder detalle, bajo el manto amarillento
que segregan las farolas.
De pronto cambió el gesto, y se quitó las gafas. Las
introdujo con presteza en la caja pensando que así, sin gafas, quizá no lo
reconocerían. Buscó una bolsa de plástico grande donde camuflar el cofre, y se
encaminó Marqués de Urquijo arriba hacia el metro de Arguelles.
Atropellado, Joel bajó las escaleras hasta imbuirse en
el subsuelo. Se aproximó a las barreras del subterráneo y, de un salto, burló
el importe del billete. Aterrizó agarrando a mano y media el cajón, y al
erguirse, topó de frente con el vigilante de seguridad, que surgía tras la
columna. El chaval miraba al suelo, inmóvil, preparándose para el sermón del
jurado. Sin embargo, éste mantenía la mirada al frente y caminaba entre
silbidos, hasta pasar de largo por el pasillo, sin tan siquiera reparar en el
muchacho. Joel se giró confuso. Pero sin perder más tiempo, se encaminó a las
escaleras agotado, ojeroso. Se sentó en los peldaños metálicos, mecido por los
ciclos del motor, y mientras bajaba miró qué hora era. Había perdido ya más de
medio día, comenzaba a anochecer y no quería encontrarse el local cerrado al llegar.
Tenía que empeñar la urna ya. Llegando ya al final de la escalera, Joel se
incorporó del escalón a la vez que un hombre, bajando deprisa, lo arrolló por
detrás. Rodaron ambos hasta el pie de las escaleras mecánicas, y como una
centella, el chico se giró hacia el hombre, que miraba despavorido en todas
direcciones. Joel estaba enfrente, pero no le veía. Entonces lo comprendió. La
caja, el carnet, las gafas. Era invisible, transparente ante los demás. Aquello
lo maravilló.
Entró en el último vagón, sabiéndose invisible, y se
tumbó en el suelo. Se hubiera dormido ahí mismo de no ser por aquella voz
automática que, de pronto, brotó de las paredes. Próxima parada, Plaza de
España. Joel agarró la bolsa y salió a la superficie. Ahora, pensó, a Gran Vía.
La idea era utilizar aquel milagro, para entrar en un par de tiendas pequeñas y
tomar lo necesario de la caja.
Sin embargo, mientras corría por Callao invisible al
Universo entero, Joel comprendió que todo era mucho más fácil que eso, mucho
más a mano. Con todo lo ocurrido no había reparado en ello, aunque ahora se
mostraba evidente. Entonces comprendió que la urna era la clave.
Escribió en un papel “Nueva York”, y lo introdujo
iluso en la caja. No sirvió. Entonces probó con escribirlo en inglés, pero
tampoco. Luego probó con las iniciales, e incluso con una bandera adhesiva y un
mapa que robó en un kiosco de prensa. Nada de nada. En un primer momento, había
pensado que, si al meter el carnet lo conocían y al introducir las gafas, nadie
le veía, quizá si metía algo de Nueva York le llevaría mágicamente a la ciudad.
Necesito descansar, se dijo. Pero no podía ser, había perdido la identidad y
los ojos comenzaban a escocerle. Comenzó a sentir sudores fríos y temblores, y
pensó que quizá también fuera efecto de aquella maldita caja árabe. Tengo que
deshacerme de ella, pensaba, no puede ser buena.
Joel se sentía cada vez peor, y callejeó hasta
encontrar un lugar apartado y sombrío. Cada vez más ciego, Joel tuvo una idea.
Quizá si introdujera directamente dinero en la caja, no tendría nunca más que
pagar nada. O podría ser que al meter dinero dentro, se convirtiera
directamente en millonario. Visto lo visto, ¿por qué no?, pensó. Observó el
billete de cinco euros mientras los introducía en el cofre, deseando que fueran
suficientes, y cerró la caja pensativo.
Esperó un rato y después entró en unos ultramarinos a
por algo de comer, pero poco tardó en percatarse de que el dinero introducido
aún no había surtido efecto, o simplemente que aquello no funcionaba así.
Decidió entonces abrir la caja y, al minar en su interior, por poco no cayó en
desmayo.
En el interior forrado de la urna había una mano. Una
mano humana, masculina, tosca y morena, de uñas largas que había brotado en el
interior de improviso. Joel se decidió a examinarla, pues no sangraba ni
parecía hincharse cuando, de repente, la mano se hizo brazo desde el fondo del
brillante cofre y, tomándolo por la pechera, arrastró a Joel dentro del cofre.
Le serví un té mientras le hablaba. Joel permanecía
mudo, pensativo en el sillón, recomponiendo uno a uno los enigmas de las
últimas 24 horas, mientras yo le desarrollaba lo ocurrido.
Hube de explicarle el funcionamiento de la caja, sus
propiedades mágicas y su responsabilidad también. El muchacho se recreaba
arrepentido sobre el butacón, sin soltar sílaba. Le contesté que podía
quedarse, eso sí, sin robos. Asintió con la cabeza y le dio un sorbo al rooibos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)