Medianoche. Juan
abandona el salón de juego y camina sin prisa hasta el coche, un BMW verde
botella con fundas en los asientos. Tiene 53 años y es adicto al juego y al
tabaco. Nació en la Corea del 58 como el quinto de seis hermanos y medio siglo
después se despierta solo cada mañana en un piso de otro barrio a las afueras
de Madrid.
Avanza ensimismado
entre hileras de farolas a los pies de la autopista, camino de vuelta, probando
a dejar la mente en blanco por un rato. Apesta a tabaco tras otro día de vicio
y estadística, cigarro y probabilidad, cubata y nervio.
Cada mañana, al verlo
llegar, el camarero del salón se abotona la americana con los buenos días de
rutina. Juan se sienta en la butaca arrimando el cenicero con una mano
mientras, con la otra, echa mano al bolsillo del pecho. Se enciende un cigarro
en lo que el camarero le sirve café y fichas. -Toma,
Juanito. No te lo gastes muy rápido, que está tragona -bromea.
Huang vuelve a la
consciencia del volante a ciento cincuenta kilómetros por hora con la sensación
de haber tenido un dejá vu, algo cada vez más característico del espíritu flaco
en el que se ha ido convirtiendo con los años, rostro anguloso, barbilla
homicida y nariz geométrica sobre lo que fuera una tez dura, porte serio y
recto, ahora más ácido y más ciego.
Algunos días manda al
chico de turno a por un paquete de tabaco, o al McDonalds. Los viernes se
permite un J&B con cola tras el café de las cuatro. Pero sólo los viernes,
como ofrenda a la suerte. Jugando tampoco bebe más de la cuenta. Podría perder
dinero pero Juan es más listo. Por eso van los otros a copiarle la apuesta y él,
aunque le jode, nunca dice nada. En dos horas, juega cuatrocientos treinta
euros en la ruleta.
-¡Niño!,
¡¿esto no suelta hoy o qué?! -masculla
al camarero con acento grotesco. Las tiempos están mal para hacer dinero. Casi
no queda margen para malos peores. Hay que ganar. Cambio a fichas y jugada por
valor de treinta y cuatro euros para tantear la máquina.
La carretera está
casi vacía. Juan estrecha el volante con desgana, pensando inevitablemente en todo
lo perdido.
Aparca el viejo automóvil
a dos calles de su portal. Ya es miércoles, ha recuperado casi todo lo perdido
el lunes, y sin embargo, ya cruzando al jueves, ni la soledad ni la edad ya le
dan pie a mucho vaivén. Bastante reto representan cada noche los sesenta y
siete escalones que separan el portal del cuarto F. Siempre le molesta el
traqueteo del contador de luz. Huang Kim no tiene ascensor, pero tampoco lo
quiere. Prefiere subir andando, pese al reuma incipiente y pese a todo. Porque
un día fue joven, sano, un soldado contaba las batallas por victorias.
Juan detesta los
ascensores. Especialmente los que tienen espejo. Esas estúpidas placas de realidad
son correazos a su estima de inmigrante solitario. Ochenta y tres pasos después,
Juan se limpia con mesura los pies antes de entrar en casa. -Noventa y
ocho, noventa y nueve… y cien.
Juan siempre abre la
puerta, se quita los zapatos y los deja en el cajón. Luego va hasta el baño, se
quita la camisa, los pantalones y los calcetines, deja el cinturón sobre el váter
y mete la ropa en un cesto. Se lava las manos, la cara y los pies. Recoge el
cinto del váter y lo guarda en la cómoda junto a la cama. Se emboca un pito y
se tumba a hacer recuento de caudales.
Esta noche Juan entra
de seguido hasta el dormitorio, saltándose todos los pasos. Se sienta a los
pies de la cama, una calma agridulce le invade el gesto al verse a sí mismo tumbado
en el suelo, el pecho hinchado, la mirada clavada y los ojos abiertos, esperando tener más suerte en la siguiente vida.
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