TRASLATE

03 diciembre, 2016

MI TÍO ÓSCAR

Lo peor de los entierros es llegar. Cuando estás de camino surge un acaloramiento interior  como de aguardiente, como si te fueran a lanzar desde un avión a dos mil metros, que no desaparece hasta darle el pésame a los más cercanos, el núcleo duro del muerto. A partir de ahí la historia cambia mucho, tanto más cuanto lejano sea uno del desaparecido, porque al que acude en calidad de vecino del tercero o de concuñado de la sobrina no le afecta tanto ese proceso de fatal asunción como al que acude en grado de viejo amigo o de hermanito del alma. Ahí surge la controversia de la que se deriva la absoluta falta de naturalidad que rige este rito secular.

En todo cementerio que se precie puede uno asistir a ese baile a tres entre los contingentes, los prudentemente necesarios y el citado núcleo duro con la viuda o viudo -en adelante la parte singularizada- a la cabeza. Se le podría añadir a estos tres grupos un cuarto según la familia, el de las plañideras custodias de la parte singularizada a pie de féretro, pero computan mejor dentro de ésta, como mero complemento, ya que tampoco interactúan más allá del muerto y la explicación se simplifica.

El último funeral al que asistí fue el de un tío mío cuya vida fue de lo más variopinto. Fue un evento soporífero y mentido pero me tuvo los siguientes días sin poder quitarme a mi tío de la cabeza. Él mismo solía tener la maravillosa costumbre de emborracharse hasta las trancas en cada entierro, aportando un emblemático contrapunto festivo a los fallecimientos familiares.

Ahí yacíamos nosotros de pie, los suyos, los últimos testigos de su existencia entonando juntos un rezo en torno a la transcripción plastificada, mi prima y su marido, los niños, mi otra prima con el suyo, y yo con mi nueva novia pelirroja.

De natural alcohólico y parado, mi tío Óscar aprovechaba las escasas reuniones familiares para cargar las tintas y engañar un rato la abstinencia. Gracias a ello pude conservar -al menos hasta mi comunión- una imagen positiva y cariñosa de él, de tío divertido y buena gente aunque un poco desastrao, como decía siempre papá.

En los entierros, la parte singularizada -de haberla- es la que más sufre, como indica la propia lógica, y adopta el rol de pelota de pinball frente a contingentes y necesarios. En familias numerosas el núcleo duro se centrifuga formando pequeños subgrupos en los que coexisten individuos de toda índole. No fue así en el entierro de mi tío, en el que todos los asistentes habríamos cabido perfectamente en un taxi grande.

Al hacerse mayor, a mi tío Óscar le consiguieron plaza en un centro para la tercer edad, allí pudo desengancharse de la bebida y vivir en paz sus últimos años, si bien no perdería jamás esa melancolía congénita, esa pena oscura que lo acompañó siempre y, según dicen, ya desde la niñez.

Una vez fui a visitarle al centro y le llevé bombones, no sé por qué. El bueno de mi tío se los comió todos de golpe -incluso los de licor- y me soltó que ya me podía ir si quería. Noté que, pese a su edad y su pasado, era perfectamente capaz de masticar mientras hablaba sin que se le escapase un gramo de chocolate. La sobriedad le daba un punto de juventud a su vejez, sus movimientos eran escasos pero decididos. Francamente lo vi bien. Le di un beso y me fui.

Tras la oración salimos a fumar y nos despedimos de mis primas y su prole en medio de la más yerma de las desidias. Teniendo en cuenta que mi tío Óscar era el último de sus hermanos, quién podría decir cuándo sería la próxima vez que nos volveríamos a ver, o si la habría.


En tales casos no queda más remedio que meterte en el coche y poner la radio, guardar silencio y desatar la mente. Esperar a que te empape la empatía y la tristeza se te coma el alma por un rato, ese momento en que pones cara a tu propio entierro y te lo imaginas con todo detalle, con extras y todo. Te preguntas cuál será la lista invitados, cuáles de ellos traerán ese acaloramiento como de aguardiente en la garganta por tener que visitar tu cadáver. El vello se te eriza sin darte cuenta al ver tu rostro amarillento, cerúleo, postrado entre raso y flores. Oscilas entre nihilismo y el carpe diem… Bueno, pero tú sigues vivo. Quizá esto te suena egoísta y te disculpes mentalmente con el muerto, pero invariablemente acabas dibujando una sonrisa en la incorporación a la comarcal porque entonces lo peor, que es el momento de llegar a un entierro, ya ha pasado. Así hasta el siguiente.

24 noviembre, 2016

TIERRA DE NADIE

Los primeros llegaron al borde del anochecer. La cadena humana se extendía a lo largo de cientos de kilómetros como una serpiente que en pocas horas se fundiría en una masa informe de piernas, enseres y rostros sucios. Justamente ahí, ante el portón electrificado que daba acceso a otro sitio, a otra puerta, desembocaba la nube de polvo. Más y más gente iba llegando ante el reojo abúlico de los soldados, muchos de ellos aún con las gafas de sol pese al ocaso. Gracias a los voluntarios, los demás nos íbamos enterando de lo que ocurría delante, en la vanguardia de la comitiva.

Los más rápidos fueron los niños. Vagaban solos en grupos de veinte o treinta, pululaban descalzos entre la multitud como moscas alrededor de un cadáver. Los adultos que llegaban iban formando corros y discutían por lo bajo, como temerosos de una posible reacción de los tanques aparcados más allá. Seguramente no sabían ni qué decir llegado tal punto, a quién dirigirse, qué pedir exactamente…, así que se volvían ante sus compadres en busca de apoyo y consenso. Entretanto se les iban sumando por cientos los recién llegados, todos cargados con pesados sacos y bolsas de basura. Aquello no era ya Serbia ni todavía Hungría, era tierra de nadie.

Avancé entre la multitud con Samir en brazos hasta llegar a un claro desde el que pude ver la puerta. Allí, en el epicentro de las miradas, alcancé a ver lo que parecía una tranquila conversación entre un oficial húngaro y el grupo de periodistas acreditados. Otros tantos periodistas aguardaban tras el cordón policial mezclados entre la marabunta. Éstos parecían visiblemente menos tranquilos a juzgar por el brillo en sus ojos y la orientación de sus comisuras. Los primeros voluntarios comenzaron a llegar a la zona, diseminándose entre la gente con los brazos extendidos, embutidos en sus petos fluorescentes tachonados de siglas.

Las primeras en ser llamadas fueron las mujeres con bebés. Samir lloraba a pleno pulmón entre el hedor y el polvo pero no recuerdo hacer nada por taparle la cara o protegerle de alguna forma. Alrededor otras madres se aprestaban a seguir al voluntarios de turno como si así fueran a darles una visa de inmediato, cosa que evidentemente no ocurrió –a la postre todos descubriríamos tristemente cómo todo va mucho, muchísimo más lento incluso en el mejor de los casos, salvo contadas excepciones–. Yo preferí aguardar unos instantes más para ver si sacaba algún detalle de la conversación, algún gesto o ademán que pudiera advertir por dónde estaba fluyendo el asunto entre el ejército húngaro y los mediadores internacionales. Alrededor se escuchaban rezos y llantos, niños correteando entre ancianos de mirada perdida. Aún hoy recuerdo sus rostros ajados por el tiempo y el éxodo, sus comisuras desinfladas, sus pechos vaciados buscando el resuello en algún punto de su pasado, la pupila perdida en la grava.

Siempre se me dio bien leer las caras, traducir los gestos, interpretar las miradas… De joven siempre pensé que me convertiría en analista política –quizá la mejor, soñaba– justo en el momento en que todo cambiaría, justo al rebufo del progreso. Por fin mi país luciría orgulloso la bandera de la modernidad, sin nada que envidiar a los demás, ni siquiera a América. Poco tardó la vida en demostrarme lo contrario, lo equivocados que estábamos entonces, lo tarde que reaccionamos…

Por más que los observaba no pude sacar una vaga conclusión de la conversación entre el oficial, los periodistas y las delegaciones de voluntarios. Caía la noche sobre nuestras cabezas y ninguno de nosotros había logrado cruzar al otro lado –tampoco las madres con bebés– por lo que empecé a pensar que el ejército quizá tendría órdenes de no dejar pasar a nadie. A nuestras espaldas, cientos de miles abandonaban territorio serbio borrando nuestras huellas con las suyas.

Cada vez que hago memoria de aquel día veo a Samir en mi regazo llorando sin descanso y, sin embargo, no recuerdo haber hecho un solo movimiento por acallarle. Toda mi atención –como la de casi todos los demás– era absorbida por lo que pudiera estar debatiéndose en ese epicentro migratorio en medio del campo, un campo cualquiera postrado a lo largo de tres países vecinos con banderas y gobiernos distintos. Fue entonces cuando vi la cámara.

Al principio solo vi el haz de luz y pensé que se trataría de una linterna o quizá un foco de luz con el que visibilizar al oficial húngaro, tal como se aplica con los domadores en los circos. Entonces el haz rotó sobre sí mismo y pude ver la enorme cámara de video asida al hombro de un hombre pelirrojo entrado en años. A su lado, un joven reportero daba instrucciones sin mirarle, braceando nerviosamente sin mirar realmente a ningún sitio. Probablemente se prepara para entrar de lleno en el meollo y lanzar su pregunta, pensé en aquel momento.

Fui abriéndome paso lentamente entre la muchedumbre hasta colocarme cerca, esperé el momento oportuno y entonces, en ese preciso momento, todo pensamiento desapareció de mi cabeza. Lo que vino después muchos ya lo conocen. Una madre tirada en el suelo tratando de proteger a su bebé, lágrimas cayendo, alarmas y empujones, gritos desesperados que prenden la mecha de la marabunta… Por un momento pensé que moriría sepultada bajo el mar de piernas, que después de tantos kilómetros, tanta muerte y sacrificio todo acabaría ahí, antes de llegar a ninguna meta. Sólo era capaz de seguir el haz de la cámara y llorarle, gritarle, desgañitarme ante esa luz que llega a las casas de la gente sin guerra.

Mi padre hubo de cumplir cuarenta años hasta poder abrir su propio despacho y, antes de él, mi abuelo trabajó como peón de los colonos durante treinta años hasta poder abrir su granja. Mi marido abrió la agencia de viajes con tan sólo veintisiete años. Ahora todos habían muerto y yo me veía a mí misma desde fuera de mi cuerpo, yaciendo poseída en una tierra que no era la mía ante aquella caja que transporta imágenes. Rasca en tus adentros, me decía sin cesar en aquel entonces, y casi no hizo falta: un padre, un marido, un hijo… Mis ojos se llenaron de lágrimas, mis labios escupían lamentos y mis manos gritaban al Mundo, riñéndole por pasivo y por cruel.

Dales lo que quieren... Si han traído hasta aquí este artefacto tan caro es porque algo andarán buscando… Dales lo que quieren… Llora, grita, finge…

Al día siguiente mi rostro aparecía en todas las portadas, periódicos de todo el mundo me ofrecieron entrevistas y así, tuve la oportunidad de contar mi historia mientras médicos voluntarios se ocupaban de Samir. Apenas una semana más tarde recibimos una visa de asilo por parte del gobierno noruego y el veintiuno de Mayo aterrizamos en Oslo. Mi hijo Samir y yo.



PUES MIRE USTED

Mi Alfonso dice que me va a llevar a San Vicente con Mercedes y los niños, que allí se come de muerte por dos duros y que me van a sentar bien los baños en el mar. Que tengo cara de cansada últimamente y que si ya no salgo de casa. Yo le digo que es para mantener la piel blanca como la marquesa y que si tengo ojeras es porque me paso las noches pegada a la radio, como hacía padre. Él se ríe y suelta alguna coletilla para salir del paso. No le gusta que saque el tema, yo lo sé porque se le nota; aunque no lo dice se le ve en la frente y en los labios que no quiere hablar de ello, que no sabe.

La verdad es que yo no creo en Dios. Necesitaba contárselo a alguien pero no quiero que nadie en mi familia se entere. Pensé en ir a un psicólogo de esos pero al final me he atrevido a venir aquí, que es gratis. A estas alturas no quiero hacer más gasto del necesario. Espero tenga a bien que no vaya a dejar nada en el cepillo, sería hipócrita después de todo.

El caso es que ya ha insistido varias veces con el tema de la playa. Al principio yo pensé que lo decía por decir, para animarme, y no me costaba mucho esfuerzo seguirle la corriente. Pero ya no sé ni qué decir ni qué cara poner, el corazón se me parte en mil cachos. Si pudiera desaparecer sin más, borrarme de sus vidas y que todo siguiera igual... Hay que joderse... Perdón.

Disculpe, voy a sonarme...

Es que me da tanta rabia... Me quieren mucho, eso yo lo sé. El pequeño lleva un tiempo que no le da la gana de dormirse si no voy yo a cantarle, menudo genio tiene... El mayor es más tranquilo pero listo..., más listo que el hambre. Los dos me adoran, por eso en parte esta rabia de saber que no los voy a ver hacerse hombres.

Llevo tiempo preguntándome porqué me siento tan culpable sólo de pensarlo... Si fuera creyente... Y no es porque no me atreva, eso ya se lo digo.

Mire que otras veces lo pienso fríamente y lo veo claro. No queda otra solución. Esos tratamientos son carísimos, dicen que se te caen el pelo y hasta las uñas, que no te controlas y que -para más inri- parece ser dolorosísimo... Total, para acabar muriéndote de todas formas.

Yo jamás hubiera pensado que una cosa así pudiera darme a mí remordimientos. Con lo que yo he sido... Si alguien me lo hubiera dicho hace treinta años, le habría contestado bien clarito, sin vacilar. Que en mi vida mando yo, para bien o para mal, y sanseacabó.

El caso es que tengo que hacerlo, no tengo otra opción ni tampoco mucho más tiempo, pero no sé cómo. Por eso necesito que me ayude, para que mi familia no se entere y yo pueda irme tranquila, sin que sufran más de la cuenta. Entiendo que esto que le pido es para usted un pecado gravísimo pero entiéndame también usted a mí, le ruego que lo tome como mi última voluntad.


05 mayo, 2015

PATANOIA

La cafetera tiene un poso agarrado a la punta del conducto de salida. Nadie sabe aún de su existencia pero ese poso cambiará el aparentemente tranquilo discurrir del Mundo tan pronto como se convierta en moho.

En los estanques del jardín hay patos cabreados, aquellos que prefieren una vida en lago abierto se han unido y están muy cabreados. Son astutos, planean atentados, cagan sin descanso por los bordes del estanque en espera de que un pobre despistado resbale y caiga preso en su reino de nenúfares de plástico.

En apenas veinticuatro horas los jardines se llenarán de sombreros, broches y sonrisas de pera a juego con las brochetas de fruta y los manzanos en flor. Portarán copas de champan largas y finas como los cigarros mentolados que yacen al fondo del estanque -bajo los patos que conspiran aguardando los instantes que restan- y vagarán torpemente por la gravilla durante una hora en espera del anfitrión.

En las noticias hablan de conflictos y miedo pero aún no saben nada.

El sol se pone tras la ventana de la sala de reuniones, en el primer piso, dejando en penumbra el rincón donde nuestro poso va mutando. En este preciso momento, si a tan solo uno de esos patos le gustara un buen espresso, el resentimiento de los patos y el nihilismo del poso podrían llegar a converger en una inmediata reacción involutiva que acabaría con todo en décimas de segundo. Tristemente no es éste el caso...

Mientras tanto un viejo reloj de pared arrastra el segundero como siempre, quizá algo más consciente de su rol en el mundo pero no más lento ni más rápido en cualquier caso.

La casa se llena de vestidos negros y abrigos pendientes de ser colgados. El servicio hormiguea por las estancias luciendo cara de pato cabreado, deseando llegar cuanto antes al café y los postres tras cuatro horas de frenética preparación coordinada.

En medio de una famosa pieza clásica interpretada por un quinteto de cuerda, el reloj de pared empieza a retumbar bajo las cúpulas marcando las nueve. El ama de llaves y el somelier se miran contrariados. Comienza la coreografía de muchachas con paso tenso y café humeante. En el jardín suenan tambores y al cabo un pistoletazo. En un segundo el cielo se llena de pólvora y luces de color. Los primeros patos abandonan sus posiciones en dirección a la mansión.

En el interior, vestidos negros yacen apilados babeando alfombra frente al gran mural de banderas, algunos aún con la servilleta al cuello. El servicio se ha encerrado en la cocina, presa del pánico. Cuando el reloj suena de nuevo, los patos, conscientes de lo bien que les ha salido la jugada, entran y se explayan por la estancia con júbilo infantil, encienden puros y tosen juntos por la gran victoria.

En el exterior se concentran más y más patos unidos por un mismo grito pero las puertas son gruesas y las ventanas aún más. Ya no cabe un pato más en la mansión y las puertas, en un momento de extrema tensión, terminan cerradas. Nadie en el interior alcanza a oír ya el llamado de los otros, el resto que aguarda fuera ansioso por entrar. En el interior, algunos cientos o quizá miles de patos afortunados corean el nombre del célebre cisne negro.
En el rincón del fondo de la sala de reuniones del primer piso, en la máquina de café, una hormiga y una araña se encuentran y, sin mediar palabra, se funden en un beso como si en ese preciso instante alguien les hubiera susurrado al oído que al final lo mejor es un final feliz con beso.

25 junio, 2014

A VER QUÉ VA A PASAR


Marín estaba tan cansado de las colas que decidió que, a partir de ese día, serían otros los que le esperarían a él. Con la primera vez que lo intentó le bastó para cerciorarse, encima se le daba bien. Así que se puso a formar colas indiscriminadamente: en el cajero, en la máquina de tabaco, en el torno del metro… Colas largas o pequeños congestionamientos en puntos bien estudiados, generalmente lugares con gran trasiego. Desde atascos en baños públicos o en restaurantes self-service hasta riñas absurdas con limpiabotas callejeros. Realmente no solía causar mas que algún ceño fruncido o como mucho una amenaza leve. En ningún momento algo por lo que replantearse la profesión. Se había convertido en su vida entera, incluso dejó su empleo para dedicarse en cuerpo y alma. Según crecían sus colas menguaban sus ahorros.

Se presentó una mañana en el banco, a primera hora, para arreglar el asunto. Como era de esperar, hubo de hacer cola y cuando por fin llegó su turno, resultó que era “insolvente”. Tanta espera para nada, allí debía haber un error.

Marín salió del banco y se volvió andando su casa, intrigado. La cabeza le daba vueltas cargada de preguntas e hipótesis. "¿Será posible...?" pensaba, "y de serlo, ¿qué tendrá eso que ver...?". Posó frente al espejo durante más de dos horas, analizando cada rincón de su piel. Finalmente se preparó una bañera caliente, se quitó la ropa y echó dos sobres de disolvente en polvo.

08 junio, 2014

PEDRO Y EL LOBO


La enésima vez que Pedro llegó al pueblo con el cuento del lobo, los vecinos ya no le creyeron. Se mofaron de él y algunos del fondo hasta le increparon y agredieron con piedras. Pedro se volvió al prado por donde había venido, a buen trote y sangrando de una ceja. Se quedó pensando bajo un manzano. Estaba dolido por el ridículo.

A la mañana siguiente el pueblo entero se reunió en la plaza con inédita urgencia. A uno le habían devorado dos ovejas, a otro seis gallinas, al molinero le habían desaparecido los asnos y a su vecino de enfrente le habían descuartizado la mula. Había uno al que los demás miraban con desdén, pues no le faltaban más que un par de azadones. Todos tenían un grito que lanzar al aire y rápidamente cundió el miedo y la ira en el pueblo.

Organizaron una partida para peinar la zona, armados con tridentes y antorchas, a la caza de lo que creían un lobo. Caminaron durante días, semanas, convencidos de la necesidad de acabar con el monstruo si querían recuperar su preciada paz de meseta. Algunos cayeron enfermos por el camino hasta que, por fin, un buen día lo encontraron.

Muy al revés de la imagen que de él había ido formándose a base de burdos rumores, el lobo vestía de traje y corbata. Llamaba insistentemente al timbre de una bonita casa de ladrillo rojo. Abrieron la puerta tres pequeños cerditos con sendos chándals a juego. Pedro sacó un folleto de su maletín y comenzó a recitar de memoria. Los vecinos aguardaban ocultos en el bosque, preparados ya para el ataque cuando los mellizos invitaron al lobo a tomar té.

Aquí un cuento se acaba y otro empieza. Cualquier posible relación es arbitraria.

Peter fue un niño toda su vida y vivió a lo Gatsby. Convivía con la polémica. Llegó a hacerse una película de dibujos animados, producida por la ex jefa de prensa del mismísimo Mr. Wolfgang, alias "el lobo", en la que se ilustraban los escarceos de Peter con la pedofilia y el tráfico de menores. Años más tarde un cable del CNI desvelaría cuantiosas pruebas de las relaciones entre Pedro y el Lobo. Cohecho, tráfico de influencias, tratos de favor… La popularidad de Peter cayó un 26% según las encuestas. Lástima que, por entonces, todos los delitos hubieran prescrito. No obstante, sufrió escraches.

Posteriormente, ante las cámaras de los grandes medios, Peter y el señor Wolfgang afirmarían con total rotundidad y desde atriles distintos que todo aquel complot mediático no era más que una burda y peligrosa mentira orquestada para acabar con ellos.

ALBEDRÍO


Personajes de ficción se dan cita en un bar. Nadie sabe si es elipsis o escena pero están preparados por si acaso. Eva, su autora, no les da ni bola. Prefiere charlar con Sebas, que la observa desde el sillón de enfrente entre hondas caladas. Sebas es un autor de vocablos exóticos y expresiones certeras, pero tiene un problema. No consigue dar con un prota serio, que tenga lo que hace falta para dar voz a su genio. Hastiado, baraja retirarse a las novelas de autoayuda, sabedor de que éstas no las lee nadie. Allí –piensa– podría vivir tranquilo, huir de la presión.

Los personajes de Eva se arremolinan en torno a la barra, mezclándose con los protas descartados de Sebas, que fuman sin parar. Va formándose una pequeña multitud de relaciones no escritas que empiezan a irritar al camarero, que ve que se le acumula el trabajo. Personajes de toda índole piden rondas de chupitos como si no hubiera mañana, bebiendo más allá de lo escrito. “¿Cuánto vale un euro ficticio?” se pregunta el camarero.

Eva aprovecha para sentarse disimuladamente junto al pobre Sebas que, cansado de aspirantes, lo ha mandado definitivamente todo a la mierda. La literatura y el amor. Eva intenta animarle, hacerle saber que no siempre es fácil encontrar lo que se busca. Sebas perjura al cielo en nombre de la alta ficción, tiempos pasados siempre fueron mejores.

No hay protas perfectos, dice ella. Tú los tienes, dice él. Tómalos, son todos tuyos. No son míos, dice Sebas, son demasiado listos y también más guapos. Todos mis mejores personajes juntos no hacen un protagonista que sea capaz, de forma creíble, de acostarse con alguna de tus protas sin caer en el alcohol y sus clichés. Es desbordante, concluye triste.

Mira que eres tonto... dice Eva, lamentándose mientras se levanta. Cuando te canses, te espero en casa.

PUEDES


Puedes hablar de lo que echas de menos, de aquello a lo que aspiras, del color que más odias. Puedes hablar de tu vecino, del finde pasado, de los viejos amigos que ya no ves. Puedes hablar de amor, de dolor y muerte, de los dibujos animados que te marcaron, de las fechas que recuerdas. Los cumpleaños y teléfonos, pocos. Puedes hablar del mayor cambio de tu vida o del detalle más absurdo, de lo que haces mañana o lo que hiciste hoy. Puedes hablar de ti o de otros, o de ti con esos otros, o frente a ellos. O frente a otros ellos. Puedes hablar de soberanía, de logros deportivos o del ranking de Forbes, del último tuit de fulano o de la enfermedad del primo de mengano, presto al morbo. Puedes hablar de la virtud latente en cada vicio; viceversa. Puedes hablar de adolescentes de cadera rota y carmín envejeciendo al ritmo de la cámara del móvil, o de diosas en revistas trazando el camino. Puedes hablar de la caída del Muro, la del cabello o la del Ibex. Puedes hablar de todo, puedes hablar de lo que quieras. Y sin embargo te callas… O peor, no dices más que tonterías.

02 junio, 2014

EL RIO



Ernesto comandaba la misión desde la proa del primer bote, deshaciendo la corriente entre las yemas de los dedos para sondear las malas vibraciones. Tenía dos días y tres noches para llegar a Aracataca antes que las tropas imperiales.

El atardecer le calmó cierta ansiedad pegada al pecho, siguieron remando contra el horizonte. La tropa parecía al borde del motín, se pasaban el día hablando de sus mujeres y sus bestias, hambrientos como lobos. El río bajaba revuelto bajo el fusil de Ernesto.

Cayó la noche, sacó el diario y se confesó. Luego echó la vista atrás  y se descubrió navegando solo, encaramado a una secuoya inmensa como sus principios.

Encalló en un vado y se encontró a la Muerte, que lo esperaba en la orilla con los brazos en jarra. Hechas las presentaciones, Ernesto se metió otra vez al río y buceó hasta el fondo. Ella esperó a escuchar la última burbuja y luego puso rumbo a la Capital, que ardía desde el alba entre los fuegos de la revolución.

12 mayo, 2014

HOLA, HEIDI


Marco volvió a casa, aprobó la ESO y su madre seguía sin volver. Apareció en su dieciocho cumpleaños, colgada de un maromo llamado Draku, un tipo duro del Este. El tío pegaba a Marco casi todos los días hasta que el chico se cansó y se volvió a ir de casa. Su madre no pensó ir tras él.

Por suerte, Heidi lo acogió un tiempo en su finca..., pero surgieron roces entre Clara y él. Clara llevaba una temporada algo tensa. Vivía enganchada a los antidepresivos pero tanto Heidi como el abuelo preferían mirar para otro lado. Nadie se atrevía con Clara, y menos el viejo, que no salía del kirsch y del cannabis y de la historia de Petra, su primera mujer. Heidi –que no era tonta- sabía que al abuelo ya le daba todo igual, por eso había traído a Marco. Sin embargo, los roces entre Marco y Clara derivaron extrañamente. Acabaron casándose.

Con el paso de los meses, Heidi fue comprobando cómo las circunstancias le iban comiendo el terreno y, un buen día, agarró las maletas rumbo a otra vida. Conoció en Macondo a Gastón -el ex de Bella-, que andaba rehabilitándose de una cleptomanía mal curada, y se fueron a vivir a Cádiz donde montaron un camping en el que aún hoy viven.

11 mayo, 2014

EL PRIMER BESO


Cerraron los ojos a la vez y se acercaron despacio, cogidos de la mano bajo el viejo castaño. El recreo bullía en un segundo plano con los gritos de los apostadores de tazos, los versados en liebre o los reyes del futbito -entre otros muchos-, repartidos por el patio en pacífica coexistencia.
A
Ellos estaban al margen, al fondo, en la zona prohibida. Siguieron acercándose más y más, muy despacio, hasta que sus diminutas bocas colisionaron en un beso. El primero de Bea. Qué guapo era Jorge, el que más de la clase. Bea sucumbió a una sonrisa desconocida, rara, mayor. También le había quedado un regusto a caucho en los labios. Abrió los ojos y se vio sola bajo el viejo castaño. Quiso otro beso pero ni rastro de Jorge.
A
Empezaron a oírse gritos en el arenero. En unos minutos todo el patio estaba allí curioseando. También Bea se acercó a ver qué pasaba, saboreando todavía en ese sabor a caucho lejanamente familiar. Aún le dolían los labios por culpa de los brackets de Jorge, pero era tan guapo… Y con esos ojos, tan azules…
A
En el epicentro del griterío, una rana gorda y fea planeaba la huida entre el alboroto de manos y cubos y abrigos, brincando hacia el despacho del director.

Inmediatamente Bea se exculpó consigo misma de haber convertido a Jorge en un sapo. En fin, ¿cómo iba a saber ella que lo del beso funciona también en la vida real? ¡¡¿¿y al revés??!!

Como llegara a oídos de don Ángel, se la iba a cargar entera. La castigarían, llamarían a sus padres y también ellos la castigarían. Total, por un beso.
A
Mayores y pequeños perseguían a la rana hasta la entrada del aulario, vociferando y empujándose como posesos. Bea fue sorteando a unos y otros hasta llegar al origen. Enganchó la rana de un certero agarrón y lo primero que hizo fue mirarla a los ojos, por si se deshacía el hechizo, pero no. Ni siquiera los tenía azules. Bea dudó un instante acerca de la diferencia entre las ranas y los sapos; luego salió del tumulto entre las quejas de los mas mayores, indignados por la repentina interrupción del escarnio. Uno de ellos le quitó la rana de las manos y, con una mueca de placer, cargó el brazo con todas sus fuerzas. Bea se desvaneció ante la imagen del pobre Jorge proyectado a esa velocidad contra la pista de baloncesto.

A
De pronto todo era oscuridad y Bea creyó escuchar que la llamaban desde lejos.

Doña Úrsula golpeó varias veces en la mesa con el dorso del borrador, pronunciando cada vez más alto el nombre y los apellidos de Bea, que dormía plácidamente sobre sus pequeñas manos llenas de pulseras de colores. En el pupitre contiguo, Rubén le soltó un codazo entre risas nerviosas. Por fin Bea sacó la cabeza de entre los brazos, roja de vergüenza, y continuó leyendo en voz alta por donde Doña Úrsula le indicó.
A
Leyó sin ganas de leer, deseando estar aún dormida, sin bobos al lado pintándole el estuche o rompiéndole las ceras. Mejor estaría allí fuera,  bajo el árbol, besándose con Jorge.

Aunque fuera un sapo.

05 mayo, 2014

LA MONTAÑA ROSA


A Laura

La primera vez que Otto visitó la ciudad de Gaimén, una imagen se grabó para siempre en su memoria. Le embargó una excitación desconocida, un escalofrío interno ante la visión de aquella gigantesca cúpula rosa acabada en punta. Era diez, doce veces más alta que el mayor de los rascacielos circundantes. Los distritos, urbanizaciones y barrios se extendían en cinturones concéntricos hasta más allá de donde alcanzaba la vista.

Otto se acercó a preguntar a un par de transeúntes acerca de la identidad de aquel insólito monumento que dominaba la ciudad desde la altura. Para la gente de Gaimén, la cúpula era un icono más de la ciudad, un símbolo familiar, dulce, inofensivo.

Siguió preguntando en bares, tiendas y plazas, entrevistándose con extrañas gentes en esquinas sucias; quién lo construyó, a quién pertenece, qué alberga… Nadie pudo decirle nada útil. Sencillamente, todos estaban tan acostumbrados a su epicéntrica presencia que se habían olvidado del día en que ya no se preguntaron por la razón, el motivo por el que alguien había plantado aquella extravagancia en plena metrópolis.

Ahora, solamente Otto se hacía esas preguntas.

De donde era él, las cosas extraordinarias como aquello tenían siempre una historia detrás; en algún momento habían pasado a ser leyenda y la gente lo recordaba como parte de la cultura. Otto pensó que los monumentos servían para eso. Pero no, en Gaimén las cosas eran de otra forma. Sencillamente nadie sabía nada, lo que no hacía más que avivar su curiosidad.

Otto -que, por cierto, llevaba un larguísimo viaje a sus espaldas- reconoció consigo mismo que no había nada mejor que hacer aquella tarde. Había logrado vencer la pereza, el hambre y la sed. Se puso en marcha de nuevo, observando las selvas de bloques humeando en el valle. Enfiló el radio nº9, pie tras pie, caminando hasta el mismo centro de la ciudad: desde los barrios grises hasta los etéreos distritos comerciales, todo el camino fue un símil de la historia del cine, de Griffith a Cameron en dieciséis escenas. Otto caminó en línea recta durante horas, las manos en los bolsillos, atravesando los sucesivos cinturones urbanos de la ciudad como un voyeur solitario.

Llegó, por fin, a los pies de la gran cúpula, que a esa distancia ya no dejaba duda alguna: era de cristal. Los ojos de Otto iban creciendo en el reflejo a medida que se acercaba. Lo tocó con la mano y aplastó su rostro grasiento contra la superficie fría, tratando de ver qué misterios ocuparían el interior de aquella rareza arquitectónica. ¿Qué podría haber allí dentro? ¿Por qué nadie sabía nada? Y lo que más le intrigaba: ¿Dónde estaba todo el mundo?

No se había encontrado a nadie desde que dejara atrás los suburbios. Otto se sentó a pensar un rato. Sólo unos minutos, y luego se puso en marcha de nuevo, aunque no daba con un plan. Caminó pegado al borde de la montaña sin encontrar la forma de llegar al interior. Durante el trayecto fue topándose con hasta veinte tipejos, todos físicamente muy parecidos: pequeños hombrecillos de nariz ganchuda, envueltos en trajes de neopreno negro forrados de ventosas. Por los cuatro costados de la montaña rosa se lanzaban al cristal en pro de la cima.

Después de dar toda la vuelta, Otto volvió a mirarse en el reflejo y descubrió una grieta diminuta a unos palmos del suelo. Se acercó prudentemente y la observó de cerca. Miró a un lado, al otro, a su espalda; y, sabiéndose solo, lanzó el pie izquierdo con todas sus fuerzas contra la cicatriz en el cristal. Se hizo daño en el pie pero nada más. A los cinco minutos, comenzó a llover leche.

Una cascada de líquido blanco y dulce fluyendo de la cima al suelo. Otto luchaba entre la confusión sin poder mantenerse en pie, respirando bocanadas de aire y leche fresca. Cuando cesó la descomunal cascada, la pequeña grieta se había convertido en una asombrosa abertura de entrada a la montaña. Otto se frotó los ojos, arqueó las cejas e inspiró profundamente.

Todo estaba vacío. Dentro de la gran cúpula no había gente, ni oficinas, ni comercios; ni siquiera había columnas, ni pisos, ventanas o puertas. El interior de la montaña era una gigantesca carcasa vítrea, completamente diáfana, coronada por una gran válvula marrón. La luz del atardecer se filtraba ya levemente, instaurando la penumbra. La formidable perspectiva desde allí abajo eventualmente hizo tropezar a Otto, que por primera vez reparó en la naturaleza del suelo.

Se vio caminando sobre un mar de cables, hilos de todos los tamaños, dueños y colores. Mientras tanto, la fisura en la cúpula fue sellándose por sí misma hasta desaparecer y, de repente, sobrevino la oscuridad en el almacén de cables.

Todas las aficiones y los miedos, el consumo, las necesidades, preocupaciones, expectativas y sueños de los ciudadanos de Gaimén empezaron a surgir en la penumbra. Se encendían durante breves instantes, como cientos de fantasmas proyectados contra la nada a los ojos de Otto, clavado en el centro como un dardo ganador. Hologramas de la gente, una por una, revelándose ante la cámara durante unos segundos para luego esfumarse a media palabra; cientos de rostros relatando su historia, aparentemente sin ser escuchados. ¿Qué significaba eso? ¿Qué hacían allí, mostrándose intermitentes, todas aquellas imágenes de archivo de los ciudadanos de Gaimén? Por un momento, a Otto todo aquello le recordó a una asamblea de fantasmas, igual que una de un libro que había leído de niño. “Qué se supone que es todo esto…” se preguntaba Otto una y otra vez. “¿…una pesadilla?”

Una alarma comenzó a rugir con violencia bajo la montaña, en cuya oscuridad brotó una hilo de luz blanca desde lo alto. Otto pudo ver que unos cuantos de los hombrecillos de nariz ganchuda habían logrado conquistar la cima de la ubre y bullían agitados alrededor de la gran válvula. La alarma cesó de golpe. Entonces, un gigantesco chorro de leche salió disparado de la punta, cruzó el cielo y apagó el Sol. El mundo entero quedó a oscuras y el silencio alcanzó el último rincón de la ciudad.

En poco tiempo, las calles de Gaimén brillaban inundadas por miles y miles de metros cúbicos de leche que anegaron la ciudad y sembraron el desastre, especialmente en zonas bajas. Con el tiempo la gente acabó volviendo a hablar entre sí, incluso surgieron leyendas conversaciones clandestinas a dos y tres bandas. Lo que nadie volvió a ver es el Sol. Todo se hizo, desde entonces, a la luz de la Luna.

LA PRIMAVERA


Llegó la primavera y, con ella, llegaron los pájaros naranjas. Los pájaros naranjas se comieron las cosechas, los tendidos eléctricos y los posavasos de los bares. Las aseguradoras compraron los servicios de algunos de los mejores pájaros naranjas, asegurándose un caos sistémico que, con el tiempo, abocó a la población a los seguros basura. Las acciones del pan llegaron a valer más que el consumo anual de cereal de países enteros, mientras las esposas de los mejores pájaros naranjas inundaban las portadas de las principales revistas de tendencias. A su vez, altos dirigentes del sector editorial articulaban variopintas fusiones con magnates de las telecomunicaciones, la armamentística o el deporte, dando a luz a nuevas sociedades transnacionales que, en los albores del nuevo siglo, comenzaron a invertir en creativas campañas publicitarias que animaran a la gente a ser parte activa del sistema. Una de las más famosas fue aquélla en defensa de los bares.

Los pájaros naranjas se reunieron en secreto en una isla del Adriático, protegidos por un vasto cordón diplomático-militar comandado por el propio Mossad. Fuera, los rebeldes clamaban fría venganza envueltos en abrigos, turbantes y pañuelos. El invierno era su grito de guerra, su reivindicación, sus últimas palabras. Dentro, los pájaros naranjas afilaban sus picos para el gran festín mientras un cuervo recitaba un viejo testamento.

Las velas se apagaron de inmediato con la entrada al palacio del primer encapuchado. Le seguía una muchedumbre hambrienta cubierta de escarcha. Rompieron las estufas, ahogaron las hogueras y derruyeron las doce chimeneas de la Gran Cámara. Los pájaros naranjas sucumbieron en plena huída bajo las flechas heladas de los mejores hackers, cayendo luego a las redes desplegadas por quinientos pelotones de infantería oculta en descansillos, marquesinas y portales.

Tras la toma de la plaza, los encapuchados se quitaron las caretas, las pancartas y las capas. Comieron y bebieron desnudos entre jardines de ensueño, bajo la gran cúpula estrellada de un lejano dos de mayo. Y así, entre danzas, coitos y debates saborearon, por fin, la tan ansiada primavera.