El PARÉNTESIS RÚNICO es una de las especies más extrañas de nuestro planeta. Habita en las sombras que hacen las farolas cuando amanecen las ciudades, y se alimenta de colillas y de exhalaciones nerviosas que suelta la gente que llega tarde al trabajo. El paréntesis rúnico es una especie de código de barras en 3D. Carece de brazos y piernas, aunque cuenta con una boca diminuta en el centro, en forma de raqueta de padel, por cuya mitad abierta resbala, cual corbata, una fina lengua de varios metros de largo. Al cumplir la mayoría de edad, el paréntesis rúnico muda su vocabulario y la lengua se le cubre de velcro –ó de la mitad suave de éste-. Gracias a esta mutación, el paréntesis rúnico adulto atrapa malos humos que obtiene del malestar generalizado y los convierte en petróleo refinado. El paréntesis rúnico, de la familia de los signos de puntuación, se perpetúa como especie mediante reproducción asexual, aunque no por ello abandona las poses de tipo duro, de ser-hecho-a-sí-mismo, con las que deambula orgulloso por la urbe, día y noche, en busca de la verdadera femme fatale -esa hembra autodestructiva que le lance una bocanada de humo en plena cara-. Pero la realidad actual para esta especie es delicada, pues no hay evidencias de que exista una verdadera femme fatale. Paralelamente a su búsqueda y mientras tanto, el paréntesis rúnico se entretiene coleccionando posavasos que encuentra en los alrededores del barrio de las Huertas y La Latina. Los recolecta a toneladas por entre las terrazas, toneladas que luego usará para la construcción de grandes palacios secretos en las llamadas ‘regiones vírgenes’ del planeta -a modo de plan de pensiones-. Todo a través de complejos softwares de metaespeculación selvática. El paréntesis rúnico, como sus hermanos cirílico y hebreo, muda su carcasa vítrea cada 24 otoños y nunca vive más de 80 años humanos. Ninguna persona lo vio jamás, a mí me lo contó mi perro que se llama Dios y tiene más de dos mil años.
TRASLATE
18 mayo, 2012
BESTIARIO ( #721 - PARÉNTESIS RÚNICO )
El PARÉNTESIS RÚNICO es una de las especies más extrañas de nuestro planeta. Habita en las sombras que hacen las farolas cuando amanecen las ciudades, y se alimenta de colillas y de exhalaciones nerviosas que suelta la gente que llega tarde al trabajo. El paréntesis rúnico es una especie de código de barras en 3D. Carece de brazos y piernas, aunque cuenta con una boca diminuta en el centro, en forma de raqueta de padel, por cuya mitad abierta resbala, cual corbata, una fina lengua de varios metros de largo. Al cumplir la mayoría de edad, el paréntesis rúnico muda su vocabulario y la lengua se le cubre de velcro –ó de la mitad suave de éste-. Gracias a esta mutación, el paréntesis rúnico adulto atrapa malos humos que obtiene del malestar generalizado y los convierte en petróleo refinado. El paréntesis rúnico, de la familia de los signos de puntuación, se perpetúa como especie mediante reproducción asexual, aunque no por ello abandona las poses de tipo duro, de ser-hecho-a-sí-mismo, con las que deambula orgulloso por la urbe, día y noche, en busca de la verdadera femme fatale -esa hembra autodestructiva que le lance una bocanada de humo en plena cara-. Pero la realidad actual para esta especie es delicada, pues no hay evidencias de que exista una verdadera femme fatale. Paralelamente a su búsqueda y mientras tanto, el paréntesis rúnico se entretiene coleccionando posavasos que encuentra en los alrededores del barrio de las Huertas y La Latina. Los recolecta a toneladas por entre las terrazas, toneladas que luego usará para la construcción de grandes palacios secretos en las llamadas ‘regiones vírgenes’ del planeta -a modo de plan de pensiones-. Todo a través de complejos softwares de metaespeculación selvática. El paréntesis rúnico, como sus hermanos cirílico y hebreo, muda su carcasa vítrea cada 24 otoños y nunca vive más de 80 años humanos. Ninguna persona lo vio jamás, a mí me lo contó mi perro que se llama Dios y tiene más de dos mil años.
BESTIARIO ( #374 - COMEFLORES VOLADOR )
Durante los meses de invierno, el COMEFLORES VOLADOR anida en lo alto de enormes baobabs centenarios en el África tropical; mientras que, en los meses estivales, migra a las cimas del Indu Kush, en el Asia central, en busca de nieve fresca para beber. El comeflores volador se alimenta de flores secas que recoge con su largo pico, en forma de tobogán trapezoidal, con el que es capaz de arrancar cientos de ellas de una sola vez -su sistema gástrico no digiere otra cosa-. El comeflores volador tiene una visión escatopédica que le permite detectar un prejuicio a cien kilómetros; y sus alas están cubiertas de un plumaje negro como fondo oceánico sobre el que, según la hora y la estación del año, la luz dibuja una rapsodia de reflejos amarillos, rojos o morados. Su particular, o mejor dicho, su heterodoxa forma de piar se asocia más a un ruido que a una forma de comunicación. Curiosamente, se tiene la creencia de que la exposición continuada al canto del comeflores volador induce a un estado de trance neuroléptico seguido de una pérdida total de pensamiento crítico y de memoria a medio y largo plazo. Según esta creencia popular, la llegada en 1897 de una expedición occidental habría desatado una lucha de dimensiones exosféricas entre el comeflores volador y el hombre blanco, de cuyo desenlace no existe constancia empírica que pueda arrojar algo de luz sobre la intensa producción del imaginario local. Meses más tarde se inventó la publicidad.
09 enero, 2012
YOGUR DE COCO
2 de Mayo de 1997, Madrid
El maldito ordenador se ha estropeado
otra vez y no paro de toser.
Me desperté a media noche con
la almohada empapada y los ojos como dos nectarinas chorreando agüilla
retiniano. Mete la cabeza bajo el grifo, anda. Los ojos
me escocían como ríos llenos de pirañas.
El agua me ha calmado el escozor,
pero no veía un carajo. Sólo sombras y bultos raros, y eso me ha mareado una
barbaridad. Encima he puesto perdidas las paredes del pasillo al pasar con el
pelo chorreando y, para colmo, casi resbalo.
He tenido que meterme en la cama
otra vez. Toda la habitación giraba en torno a mí como un tiovivo. Pero al rato
se me ha ido pasando; los párpados han dejado de palpitarme ansiosamente, y las
sienes ya no me arden.
Suena el teléfono.
Pi-pi-pí… Pi-pi-pí… Pi-pi-pí…
Estoy viendo COLORES.
He cogido el teléfono justo a
tiempo para escuchar ese pitido triple de cuando ya han colgado; pero estoy
flipando en COLORES. Cuando nací, nadie se dio cuenta y tardé toda una niñez en
descubrir, por no sé qué historia de mi ADN, que no capto los colores de las
cosas. Lo llaman acromatopsia.
*
Pero ahora estoy viéndolos,
infinidad de COLORES. No se cuál es cuál pero los veo todos. Son tantos y tan
raros… Creo que ya entiendo porqué la gente hace cola en los museos o en los
estadios; o en el H&M.
Me quedo embobada mirando por la
ventana de mi cuarto. Me vuelven a llorar los ojos, ahora de emoción. La calle
a mediodía es del mismo color que mi peluche de Bob Esponja, cogiendo polvo en
la estantería.
Estoy alterada, me siento
alterada. Creo que el picor de ojos me ha descoordinado los hemisferios
cerebrales. Me voy a tomar un yogur.
Mi piel ha adquirido un tono extraño
que me preocupa. Sospecho que puede ser otro síntoma, como el picor de ojos, y
me da un aire repipi que me va a hundir el autoestima.
Pero, síntomas... ¿de qué?
Sólo sé que me he despertado
llorando y… ¡Joder! Ahora parezco un yogur de fresa. Hasta las paredes de mi
cuarto, que toda la vida han sido blancas, resultan ser también de ese color.
Encontré el bote de pintura entre las cajas del trastero y en la base ponía “SALMON
nº217”.
El armario también es color “salmón
217”, aunque yo siempre lo vi color madera. La puerta izquierda guarda la ropa
blanca; y la derecha, ropa y calzado negros.
No sé si me acaba de gustar tener
la piel del mismo color que un pez, un armario o un yogur; al menos, no es lo
que imaginé durante estos años. Mientras pienso eso, mi cabeza se llena de
focas verdes, tigres azules y mariposas naranjas…
Es una locura preciosa esto de los
colores, aunque temo por mi salud. La reacción cutánea no se quita y empiezo a
acojonarme de verdad.
Toso a ratos, y me ha salido un
moratón gigantesco en el dedo gordo del pie.
Hola, sr. Morado.
Ahora, ya sé de qué color son las
moras… ¿y los moros? Vaya… un país de gente morada como mi dedo gordo.
Un placer, sr. Morado. Pero quiero
conocer a los demás colores. Salir a verlos o que alguien me los enseñe; puros
y mezclados. Esos amarillos que andan por las calles, todo el día chillando; y
esos verdes de los que hablan, adictos al pistacho. Al menos, hay doscientos de
ellos…
Estoy decidida a salir a verlos todos; pero el cerrojo de la puerta está atascado otra vez. Las llaves nunca
aparecen por ningún lado. Yo las sigo buscando por cada rincón, no
paro jamás. El cerrojo está atrancado.
Yo sigo... Estrangulo el bombín
entre mis manos...
*
3 de Mayo de 1997, Madrid
Mierda. Ana Rosa Quintana en blanco y negro.
Mierda, mierda, mierda.
Otra noche en el sofá, la tele encendida toda la noche.
Un yogur de coco incrustado en mi lumbago.
02 enero, 2012
MIRO POR LA VENTANA, HAY UNOS CHAVALES, PONGO MÚSICA
andan
despacio.
La navidad
cada año
llega más
pronto
a mi ciudad
lejana,
sin luces.
Los chavales
de mi calle
andan
cabizbajos.
Tragan suelo
y subsuelo.
Consumen,
callan y sonríen.
Hacen
puentes de papel de arroz
y beben
birra.
Los chavales
de mi calle
andan
burlones.
La pega del
fuego
es que
quema.
Las cosas
son
como son las
personas.
Espontáneas.
Tediosas.
Casi todas...
...los
chavales de mi calle
andan
amagaos.
Yo sueño ser
solo de
saxo
y
cautivarte.
Ojalá.
Ojalá.
Estás muy lejos
y aún te
huelo.
Aplaco mi
ansia tuya
dando triste cuenta
de otra flor muerta.
de otra flor muerta.
08 diciembre, 2011
NADIE DECÍA NADA
Nevaba copiosamente en la ciudad.
Era 22 de diciembre del año 2011 en la fábrica de Embalajes Madrid. De buena mañana,
la fornida becaria, que apenas llevaba unas semanas entre nosotros, preparaba
café para todos en la sala de descanso. Los del almacén se arremolinaban en
torno a la televisión, parloteando en los sillones de cuero. También andaban
por ahí, risueñas, varias de recursos humanos, y algún que otro vendedor adicto
al juego, si la memoria no me falla.
Todos formaban un semicírculo en
torno al televisor, en el que salían tres jovencitos uniformados ascendiendo en
fila india hasta un gran escenario. Yo estaba detrás, donde las bandejas con
galletas, pasando la fregona a un café derramado por el suelo. Mi turno ya había
acabado hacía unos veinte minutos, pero en fin, no me importunó volver a por el
cubo y la fregona, aunque no llevaba ya ni el mono de faena. Me quedé para ver
el sorteo, con todos. Después de limpiar el café derramado me serviría yo mismo
uno, pensé. Lo que son las cosas, carajo. Aquella mañana el Estado nos haría
ricos, aunque entonces aún no sabíamos nada.
Terminé con la fregona y la devolví
al cuarto de limpieza. Cerré la puerta y entonces fue cuando comencé a oír
cierto griterío desde el salón. A medida que caminaba por el pasillo, las voces
eran cada vez más intensas, desatadas, resonando con estridencia creciente por
los falsos techos. Mi mente dudaba mientras mi corazón ya daba triples vueltas
de campana divagando. Entré en la sala, con las sienes palpitándome rabiosas, y
entonces vi a todo el mundo saltar y abrazarse, y sentí que mis ilusiones
cristalizaron, mis buenos presagios se habían cumplido. En ese momento algo me
punzaba en el pecho con violencia, pero no me importó, nos había tocado el
Gordo de la Lotería Nacional. Achaqué el malestar a un achaque de la edad, al
alegrón del premio. Un Gordo de la Loto no era para menos, todos llamaban por
teléfono a sus casas, sabedores de que bien solucionaba un ERE que nos empezaba
a destruir seriamente. Fue entonces que una especie de relámpago me electrificó
de pies a cabeza, haciendo de mi alma un infarto.
Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.
Durante unos segundos me invadió un dolor insoportable, un pinzamiento vital extremo, como una chispa surcando el agua. Después de eso desapareció el dolor. Caí con torpeza lenta sobre la moqueta, y desde el suelo pude observar cómo el bullicio se iba atenuando poco a poco.
Ya en silencio, un nuevo corro se formaba a mi alrededor, tendido y moribundo.
No podía mover un solo músculo, pero los distinguía a todos de fondo, como en
un segundo plano. Entonces vi cómo una figura se agachaba a mi lado. Podía oír
sus pasos, su respiración entrecortada. Se acercó a mi cara y me miró
fijamente. Concluyó no ver ya vida en mí tras sondear mis ojos, sedados, insensibles
ya, o casi. Mi cuerpo estaba inmerso en una tormenta de dolor mudo, estático,
pero aún distinguía a aquel hombre. Alzó la cabeza, dirigiendo una mirada a
todos los presentes, y metió la mano en el bolsillo interior de mi
chaqueta. Sacó mi boleto premiado y lo trituró ante los ojos de todos. Los míos perdían foco exponen-cialmente; mi cerebro, colapsado,
desconectando poco a poco mi visión. Mientras palmaba, alcancé a ver cómo
todos me observaban, en silencio, cómo nadie decía nada.
29 noviembre, 2011
LUTO EMBARRADO
Silba el mozo ante el camino
alegres voces del pasado,
voces sabias
inscritas,
letradas
sobre el cielo blanco,
decidido el
texto a alegrarle
a aquel
pimpollo el mal trago.
De un salto
bajose del carro.
Miró al
fondo, la arboleda,
las
casuelas, el campanario,
y caminaba
preparando el gesto,
la tez de
sobrino enlutado.
Tomo en
mano, de ciencia armado,
los grandes
banquetes jamás lo agradaron.
Pero qué
sabrá él, de lo divino y lo pagano,
si en su
corta existencia fue un pobre aldeano.
Qué sabe
quién si el mundo gira,
o tú y yo
quienes giramos,
tanto todo,
que no estamos.
Arrodillóse
el muchacho, silenciado,
ante una
cruz que lo miraba raro.
Es la hora, nadie
existe.
El último
adiós, con dios,
bajo el
portón empedrado.
11 noviembre, 2011
LA CAJA
Me estaba cortando el pelo. Yo estaba sentado en el
sillón de la barbería, Beltrán ya me
pasaba las últimas rasuradas por la garganta. Saludé y me fui. Con la barba ya
dispuesta, caminé manzana y media hasta la tienda. Abrí el portón poco más
tarde de las 11 de la mañana. Apenas me había dado tiempo a prepararme un té
cuando irrumpió en la tienda un joven ganso y timorato. Era Joel, con cara de
llevar muchas horas despierto. Entonces, él aún no me conocía. Yo a él,
tampoco.
Comenzó a pasear por los pasillos enmoquetados,
observando el mobiliario, escudriñando los estantes colmados, escrutando objeto
tras objeto, a cada cual más brillante, maravillado por las lámparas y las
cristaleras de colores. Parecía un niño en un almacén de caramelos. Me hizo un
par de preguntas vanas, a las que respondí solícito, y me puse a reparar una
vieja marioneta sobre el buró. No pasaron quince segundos cuando Joel salía
presuroso por la puerta de la tienda, fugaz como un estornudo, y se alejaba
calle abajo hasta hacerse píxel. A mí, dueño del objeto y NARRADOR de la
presente, se me enfriaba el rooibos
de atender.
El chico corrió y corrió hasta salir de Chamberí, y al
fin se paró en una esquina a examinar el botín. Era una caja de nácar, bronce y
caoba, con diminutos brillantes dibujando ojos y ondas. Mi objeto más valioso,
mi antigualla mágica. La contempló satisfecho el chaval. Resolvió que bien
podría valer un viaje. Ahora lo que seguía era empeñar el botín y comprar un
billete a Cádiz. Y de ahí, por el mar a Nueva York.
Caminaba por Princesa, embelesado con Manhattan,
cuando chocó de bruces contra una refinada anciana, una de esas viejas glorias
de gran ciudad que destilan moralejas. La señora se giró enojada a regañarlo,
colocándose el foulard entre gruñidos. Andaba cerca un policía que había
presenciado la escena, y comenzaba a caminar lentamente hacia él, colocándose
el cinto con grandilocuencia. Joel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. De
dos zancadas alcanzó a doblar la esquina, tenía que pensar algo. El agente
avivó el paso con gesto suspicaz, mientras Joel, a la vuelta y contra la pared,
trataba de idear una solución. No pueden reconocerme, sentenció, y escondió el
DNI en el interior de la caja robada. En caso de problemas, diría que no lo
llevaba encima.
Cerró los ojos, tiritando de ansiedad. No quería
mirar. Musitaba lo poco que recordaba del Padre
nuestro, paralizado, sacando punta lentamente al segundero entre hondos
jadeos, cuando un dedo le pulsó en el hombro por dos veces. No quería abrir los
ojos.
-Qué pasa, Joel. ¿Jugando al escondite? –soltó burlón
el policía frente al chico. Éste no daba crédito a la actitud del agente, que
tras una breve cháchara, se alejó dando recuerdos para todos, ante la
perplejidad del chico. Aquello no tenía explicación.
Continuó el camino por Rosales en busca de un
empeñista donde deshacerse del mamotreto. Caminaba por el Paseo cavilando sobre
lo que acababa de ocurrirle con aquel madero,
cuando comenzó a percibir algo extraño. Todo el mundo lo conocía. Los
viandantes, sin excepción, lo saludaban amablemente y por su nombre, al
cruzarse con él, adjuntando solemnidades y gestos con la cabeza o la mano. Joel
no se lo podía explicar. Correspondía a medias a los tantos saludos, mientras trataba
de despertar de lo que creía un mal sueño, un sueño muy raro en cualquier caso.
Pero poco tardó en comprobar que aquello no era un sueño, sino realidad, tan
real como que era de noche, pero sin explicación para él. En cualquier caso, el
policía ya se había ido. Joel abrió la caja para coger el…
Ni rastro del carnet. El cofre estaba vacío. No puede
ser. Sin documentos no podría viajar a ningún sitio, pero tampoco podía acudir
a la policía. ¿Qué carajo había pasado con el DNI? ¿Tan lerdo era para liarla
de esa forma? La caja había permanecido cerrada en todo momento, se chilló por
dentro. No se podía haber perdido. Repasó paso a paso las últimas horas,
descartando lugares y momentos donde pudiera haberlo perdido. Volvía atrás
mentalmente, sentado junto a un cajero, con la mirada perdida. Finalmente,
tornó la vista hacia la caja, y comenzó a observarla. Y la observó al detalle. Examinó
cada minucia de la exótica urna, sin perder detalle, bajo el manto amarillento
que segregan las farolas.
De pronto cambió el gesto, y se quitó las gafas. Las
introdujo con presteza en la caja pensando que así, sin gafas, quizá no lo
reconocerían. Buscó una bolsa de plástico grande donde camuflar el cofre, y se
encaminó Marqués de Urquijo arriba hacia el metro de Arguelles.
Atropellado, Joel bajó las escaleras hasta imbuirse en
el subsuelo. Se aproximó a las barreras del subterráneo y, de un salto, burló
el importe del billete. Aterrizó agarrando a mano y media el cajón, y al
erguirse, topó de frente con el vigilante de seguridad, que surgía tras la
columna. El chaval miraba al suelo, inmóvil, preparándose para el sermón del
jurado. Sin embargo, éste mantenía la mirada al frente y caminaba entre
silbidos, hasta pasar de largo por el pasillo, sin tan siquiera reparar en el
muchacho. Joel se giró confuso. Pero sin perder más tiempo, se encaminó a las
escaleras agotado, ojeroso. Se sentó en los peldaños metálicos, mecido por los
ciclos del motor, y mientras bajaba miró qué hora era. Había perdido ya más de
medio día, comenzaba a anochecer y no quería encontrarse el local cerrado al llegar.
Tenía que empeñar la urna ya. Llegando ya al final de la escalera, Joel se
incorporó del escalón a la vez que un hombre, bajando deprisa, lo arrolló por
detrás. Rodaron ambos hasta el pie de las escaleras mecánicas, y como una
centella, el chico se giró hacia el hombre, que miraba despavorido en todas
direcciones. Joel estaba enfrente, pero no le veía. Entonces lo comprendió. La
caja, el carnet, las gafas. Era invisible, transparente ante los demás. Aquello
lo maravilló.
Entró en el último vagón, sabiéndose invisible, y se
tumbó en el suelo. Se hubiera dormido ahí mismo de no ser por aquella voz
automática que, de pronto, brotó de las paredes. Próxima parada, Plaza de
España. Joel agarró la bolsa y salió a la superficie. Ahora, pensó, a Gran Vía.
La idea era utilizar aquel milagro, para entrar en un par de tiendas pequeñas y
tomar lo necesario de la caja.
Sin embargo, mientras corría por Callao invisible al
Universo entero, Joel comprendió que todo era mucho más fácil que eso, mucho
más a mano. Con todo lo ocurrido no había reparado en ello, aunque ahora se
mostraba evidente. Entonces comprendió que la urna era la clave.
Escribió en un papel “Nueva York”, y lo introdujo
iluso en la caja. No sirvió. Entonces probó con escribirlo en inglés, pero
tampoco. Luego probó con las iniciales, e incluso con una bandera adhesiva y un
mapa que robó en un kiosco de prensa. Nada de nada. En un primer momento, había
pensado que, si al meter el carnet lo conocían y al introducir las gafas, nadie
le veía, quizá si metía algo de Nueva York le llevaría mágicamente a la ciudad.
Necesito descansar, se dijo. Pero no podía ser, había perdido la identidad y
los ojos comenzaban a escocerle. Comenzó a sentir sudores fríos y temblores, y
pensó que quizá también fuera efecto de aquella maldita caja árabe. Tengo que
deshacerme de ella, pensaba, no puede ser buena.
Joel se sentía cada vez peor, y callejeó hasta
encontrar un lugar apartado y sombrío. Cada vez más ciego, Joel tuvo una idea.
Quizá si introdujera directamente dinero en la caja, no tendría nunca más que
pagar nada. O podría ser que al meter dinero dentro, se convirtiera
directamente en millonario. Visto lo visto, ¿por qué no?, pensó. Observó el
billete de cinco euros mientras los introducía en el cofre, deseando que fueran
suficientes, y cerró la caja pensativo.
Esperó un rato y después entró en unos ultramarinos a
por algo de comer, pero poco tardó en percatarse de que el dinero introducido
aún no había surtido efecto, o simplemente que aquello no funcionaba así.
Decidió entonces abrir la caja y, al minar en su interior, por poco no cayó en
desmayo.
En el interior forrado de la urna había una mano. Una
mano humana, masculina, tosca y morena, de uñas largas que había brotado en el
interior de improviso. Joel se decidió a examinarla, pues no sangraba ni
parecía hincharse cuando, de repente, la mano se hizo brazo desde el fondo del
brillante cofre y, tomándolo por la pechera, arrastró a Joel dentro del cofre.
Le serví un té mientras le hablaba. Joel permanecía
mudo, pensativo en el sillón, recomponiendo uno a uno los enigmas de las
últimas 24 horas, mientras yo le desarrollaba lo ocurrido.
Hube de explicarle el funcionamiento de la caja, sus
propiedades mágicas y su responsabilidad también. El muchacho se recreaba
arrepentido sobre el butacón, sin soltar sílaba. Le contesté que podía
quedarse, eso sí, sin robos. Asintió con la cabeza y le dio un sorbo al rooibos.
09 noviembre, 2011
CINE. DIFERENCIALES DEL 7º ARTE
El
propósito del hombre por captar la realidad en que vive ha venido siendo una
constante desde tiempos del ‘graffiti rupestre’ paleolítico, bien para
comprenderla mejor, bien para servirse de dicha realidad como un pilar sobre el
que apoyarse para construir un mensaje claro, contextualizado y reconocible por
los demás. De este modo se han ido sucediendo nuevos escalones que nos han ido
dotando de más y más medios de expresión, desde la escultura a la radio, hasta
llegar al cine. Pero, ¿acaso cree el cine ser el último escalón evolutivo en
esta carrera por expresarse? Resulta poco fiable vaticinar que no vayan a
surgir en el futuro nuevas formas de expresión superiores en matices al cine,
lo que sí parece innegable es el punto de inflexión que el nacimiento de este
medio supuso y aún supone en el bagaje comunicativo experimentado por el hombre
desde sus inicios.
El
cine sirve para satisfacer el hambre de contar o escuchar historias, pero mucho
más sirve para agarrar con las manos un ambiente en un lugar y período precisos
y, mediante su reconstrucción, expresarse. Y conviene reincidir en lo dicho, un
lugar y período precisos, puesto que es a esto, en gran medida, a lo que el
cine debe su grandeza.
Mientras
que la arquitectura o la pintura juegan con el componente espacial de aquello
que se quiere inmortalizar, otros medios expresivos como la música o la
literatura se despliegan en el tiempo, haciendo de éste su componente nuclear e
insustituible. El cine, en todo su desarrollo actual, ha logrado exprimir hasta
el extremo las posibilidades de un medio que aúna componentes espaciales y
temporales o, dicho de otra manera, ha aprendido a manejar los códigos de la
pintura, la escultura, arquitectura, la danza, la música y la literatura, y
juntarlos todos bajo sus propias disposiciones como medio, aprovechándose del
potencial de todas a la vez.
En este sentido, también
conviene recordar que todo este desarrollo experimentado por el medio cine se
ha ido produciendo en paralelo, a menudo en íntima relación, al momento
histórico, un momento –llamemos así al último siglo- en que la representación
icónica ha cobrado una desfasada atención en detrimento de otras formas como la
escrita. Buena cuenta de ello pueden dar en el mundo de la publicidad, del
mismo modo que el cambio experimentado en los hábitos relativos al ocio.
Piénsese, sin más, en la frecuencia de lectura lúdica de las generaciones hoy
adultas cuando eran niños, y compárese con la frecuencia de lectura de sus
hijos, o con las horas que éstos emplean en televisión, videojuegos, películas…
en definitiva, imagen. El cine facilita en muchos aspectos ese trabajo de
decodificación que todo receptor debe realizar para comprender lo que se le
transmite, por cuanto que la imagen siempre es más directa, más evidente y más
llamativa.
De la suma de todos estos puntos comentados surge la certeza de que
el cine es un medio con unas capacidades expresivas prácticamente inéditas en
toda la experiencia humana, y de ahí, por ende, su asombroso encanto, su ya
asumida fama.
08 noviembre, 2011
PLAN DE PENSIONES
A Montxo le pesan la barriga y los años.
Lleva media vida plantando la corbata sobre la mesa a las nueve en punto, aunque trabaja cerca de casa, eso sí; en una sucursal de la Caja Vital, por ahí por los Herrán, en pleno centro de Vitoria. Veinte años de experiencia; "hostia, hasta que me larguen", suele decir. Pero al bueno de Montxo no van a echarlo, es un hombre cabal, cumplidor y fiel.
Sin embargo, la crisis golpea duro a la banca y las comisiones trimestrales de Montxo son cada vez más pobres. Cada fin de mes irrumpe más humillante en la cuenta corriente, con los ahorros de otras décadas muriendo un poco cada día, quebrados de gastointeritis. Sobrellevando un tren de vida desfasado. Las cuentas no cuadran en casa de Ramón Amilibia.
En los últimos meses, el humor de Montxo ha cambiado. Al llegar a casa maldice y despotrica, y luego, cuando Artea acaba riñéndole, se va iracundo a recostarse en el sofá. Se desabrocha los zapatos mientras farfulla, y después, da un par de cabezadas en lo que dura el telediario de la cinco. Así todas las noches, todos los días.
-Fíjate hijo -le explicaba una noche a Gaizka-, así trata este país a la gente honrada, leñe. ¿Lo ves o no? Si a mí me pasa igual, es que es lo mismo. Yo siempre lo digo, si hasta el propio Gobierno se baja la faja con los banqueros, ¿qué no harán ellos, pues? ¿qué no harán esos banqueros con su propio personal? Empleaos, contra, empleaos como tu padre que nos partimos el espinazo toda la santa vida para ellos. Santa Hostia, que me traen los demonios...- tronaba Montxo enrojecido.
–Si razón no te falta, aita, pero no te calientes más que es domingo y juega ahora el Athletic. Ya verás Llorente, hoy mete dos...- le decía el chico, intentando apaciguar los ánimos de su padre. Montxo colocó los pies sobre la mesa baja y miró el periódico. No era del día, ni siquiera de los últimos meses. A saber de cuándo era aquel periódico. Montxo se quedó observándolo, meditabundo.
Al día siguiente, las primeras gotas vaticinaban una jornada gris. Montxo caminaba hacia el trabajo como todos los días, pero aquel no paró en el Aguerri’s a tomar café. Aquella mañana fue directo a la sucursal. No paraba de sonarle el móvil. Antes de entrar, lo puso en modo silencio. –Buenos días, señor Amilibia- le inquirió cordial Martina, la señora de la limpieza. Con un breve ademán, Antón le devolvió el saludo y se encerró en su despacho. Miró el reloj. Diez minutos para las nueve.
Instantes después, un hombre trajeado franqueó el portón blindado portando un maletín. Éste se acercaba al mostrador del fondo al tiempo que una anciana atravesó apurada la puerta giratoria. Montxo hablaba por teléfono tras el sillón, de espaldas junto a la cristalera. Rápidamente, colgó el auricular y sacó del primer cajón un frasco de pastillas. Se metió una en la boca y tragó con ambición.
El tercer cliente del día apareció pasados dos minutos de las nueve de la mañana. Era un señor orondo, embutido en un chándal cutre, todavía húmedo por el chirimiri. Tenía el rostro envejecido y arrugado, quizá de una antigua viruela, pero su complexión y su semblante revelaban que no llegaba a los 60 inviernos. En la cabeza, un gorro de lana le ocultaba parcialmente unas greñas negras, y le cubría la frente hasta las cejas. El tipo sacó del pantalón una bolsa negra y metió la mano dentro. Acto seguido, lanzó la bolsa al suelo. La sucursal se hizo silencio.
-¡Que nadie se mueva o me cargo hasta a la vieja!- gruñó excitado el atracador. Montxo permanecía inerte, de pie junto a la cámara de seguridad, obedeciendo con aplomo las órdenes del asaltante. Pasaron apenas tres minutos hasta que el ladrón se largaba con la bolsa medio llena, arrancaba un monovolumen color satén detenido frente a la puerta y se perdía paseo abajo por la calle Arana.
En la sucursal, el hombre del maletín se apresuraba a sacar el móvil del bolsillo, agitado, y marcaba el número de emergencia entre temblores. A su alrededor, los presentes se iban agrupando en torno a las sillas de la entrada, en silencio. La oficina parecía recobrar el oxígeno en el aire, todos resoplaban aliviados tras el incidente. Todos salvo la pobre anciana, que yacía sin conocimiento, tiesa y orinada sobre el frío mármol. Montxo no había reparado en ella cuando, entre tanto, apareció la ertzaintza.
Aparcaron enfrente dos vehículos policiales, al borde de las diez de la mañana, a los que siguieron otros dos. Los ertzainas entraron sin titubeos y con las armas enfundadas. Breves instantes después, Montxo salía de la oficina, conducido por varios de los agentes, hasta el exterior de la sucursal. En torno a la puerta del banco, una multitud de curiosos parloteaban sin tregua, aventurando versiones hipertrofiadas sobre lo sucedido, cuando de súbito, se hizo el silencio entre el gentío, un silencio ensordecedor.
Es don Ramón, se decían los unos a los otros tenuemente. El mutismo dio paso al murmullo colectivo, y éste al griterío. Los vecinos, aglutinados en corrillos, no daban crédito al ver a aquel hombre, al que muchos habían acudido en horas bajas, entrar en el coche policial con la mirada ausente, sin articular gesto alguno.
Desde el interior, Martina alcanzó a ver cómo se llevaban a don Ramón detenido, y se acercó con premura a uno de los agentes. -¡Oiga, que se llevan detenido al director, que él no ha hecho nada! –le espetaba frenética al ertzaina. Éste se giró severo y la reprendió secamente. –Señora, ya hemos detenido al atracador y identificao el vehículo. El señor Amilibia ha perdido la cabeza.
FIN
19 octubre, 2011
EL LLAVERO DE MARGA
Con las
piernas cruzadas y el pelo por la cara, Marga parecía una puta más colgada de
la barra, pero no lo era. Años atrás, quién sabe, pero eso es otra historia. Hacía
ya casi 7 años que trabajaba como secretaria para un dentista de barrio, un
cincuentón hosco y poco hablador que, unas horas antes le había revelado, con
suma economía de palabras, la mala nueva. "Que la crisis...", pausa y suspiro, "la
crisis no me permite sostenerte, Marga, hazte cargo".
Aquella misma
noche pegada al vaso, Marga fantaseaba con las marcas de las botellas de licor,
firmes como soldados tras la barra, esperando a entrar en combate, y
desempolvaba entre cobardes tragos toda suerte de recuerdos tiempo atrás
exiliados. De pronto se acordó de los discos de Janis, de los jueves sin
excusa, del olor al cuero de otro siglo. Todas aquellas etiquetas coloridas se
reflejaban en la pared de espejo parcheando la silueta de Marga, todo lo más erguida
que alcanzaba entre el verdor luminoso de los lamparones pendientes del techo.
Se había tomado ya dos copas, quizá tres, cuando Fabián entró en el pub gabardina en mano y un cigarro en la
oreja.
"Qué
pinta..." pensó Marga, sin reparar en la suya. —Tiene guasa, el yogur ¿eh...? —burlona, al camarero.
Fabián
dobló la gabardina en dos dobleces y, mirando fijamente a Marga, se sentó a su
lado. Aún no había dejado la chaqueta cuando brotó de la mujer la carcajada más excelente de la historia de aquel bar. Marga deshecha contra la barra, cachondeándose a pleno pulmón. Risas y más
risas, cada cual más ahogada que la anterior, hasta fundirse al fin en una
sonrisa ebria, alargada y agridulce; mitad júbilo, mitad tristeza. Fabián,
protegido al contraluz del bar, no había desviado la mirada un solo instante
del carcajeo desbordado de Marga; expectante, callado, pétreo salvo por el
lento y cadente gesto de llenarse la boca de humo, jugar expulsándolo, en fin, por
acompañar el vodka.
Fabián se acomodó despacio en el plasticoso taburete y, con voz cálida
y mesurada, le preguntó por el motivo de tanta risa floja. Atropellando
palabras, Marga le confesó que, al verlo entrar, le había parecido un pipiolo
tonto con esos zapatos viejos, esos pantalones pesqueros y esas greñas rizadas
demodé. "Eso es más de mi época, guapetón". Marga siguió hablando sin espacios para réplica. El
chico era un saco de huesos a un perfume unidos, un enclenque imberbe y
probablemente algo putero, pero era guapo el condenado, y olía a edenes. De haberlo
retratado en óleo, habría sido eterno como el mejor Dorian.
Marga no se reía así desde hacía muchos, muchísimos,
demasiados años. Había desenterrado del olvido aquellas noches en que un
cualquiera -cierta vez quizá incluso dos- la rondara por las calles del Madrid poeta,
el Madrid drogadicto y baldío. Se acercó a su oído y le besó el cuello.
Marga charlaba y contaba y hablaba ante la permanente
atención del chico, un frontón de monosílabos enredados aquí y
allá por entre el discurso luengo de la señora.
Bebieron y
hablaron hasta cerrar el bar. Tras la penúltima, Marga y Fabián franquearon el
portón acristalado, adentrándose en la noche. De no ser por la hora, casi
pasaban por madre e hijo paseando, pero Marga se sentía tan ajena, y a la vez,
tan plena de todo que no pudo reprimirse a invitarlo a la última, ya en casa. Sabe Dios cuántas noches habían pasado desde la última vez... El trayecto se hizo dulzura. Era mediados de Octubre,
pero el verano se había alargado tanto ese año que la temperatura, de
madrugada, era agradable. Hasta sobraba la blusa, o
todo, susurraba el subconsciente de Marga.
Subieron las
escaleras a la par que su lívido, borrachos de simbiosis, y Marga fingía entender lo que explicaba Fabián, que ahora sí, le narraba sin tregua
sus más profundas reflexiones. El tema daba igual, sólo faltaban unos escalones
más. Marga sacó las llaves y observó el chupete anclado al manojo de llaves. "Putas puertas blindadas…" gimió tambaleándose. Entraron.
Se paró el
tiempo hasta que la tragó en sus brazos. Besándola tras las orejas, acariciándola, horizontales, con la potencia fértil de un
torrente. Marga se sintió Rita, se juzgó etérea, sensible, célebre mientras cabalgaba. Gritó sin voz hasta fundirse el sexo en sueño y, finalmente, tras el clímax, babeó la almohada dulcemente hasta las tres de la tarde del día siguiente.
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