Cada día a las 20.00 la gente sale a ventanas y balcones a aplaudir. Un virus se extiende por el mundo y nos sentimos más unidos que nunca, al menos por el rato que dura el aplauso. A diferencia de twitter, asomarse a las ventanas físicas de nuestro confinamiento nos está dando otra perspectiva. Una que hasta ahora creíamos no necesitar.
Madrid, 2020. En mi calle hay un poco de todo. Con el paso de los días voy conociendo a mis vecinos del bloque de enfrente como si de una novela por fascículos se tratara. Episodios inconexos, si no fuera porque en todos ellos el malo es el mismo. Un antagonista común es lo único que une a las víctimas de este cuento. Todos somos protagonistas, pero como estamos confinados, la narración llega fragmentada en pequeñas unidades dramáticas que, como mucho, confluyen al calor de una mierda de perro recién hecha. Los que tienen perro bajan con bolsitas, hoy más que nunca.
Tiene algo de simbólico que, aún en estas circunstancias, es más fácil y más gráfico observar lo que ocurre en la fachada de enfrente que en la propia comunidad. Dicen que algunos portales se coordinan para facilitar la convivencia en tiempos de crisis. Apenas sé nada de los de la mía, a parte de la vecina de abajo, que nos dijo el otro día que ha estado ingresada dos semanas por el puto virus. Lo que veníamos oyendo no eran ladridos, sino sus arranques de tos. Querríamos ayudar, pero no sabemos cómo. La del 1ºB resulta ser psicóloga, nos ofrece apoyo y asesoramiento a través de un sobre rojo que ha dejado en el felpudo. A nosotros y al resto de vecinos. Puerta por puerta. Con un lacito y una frase reconfortante en el anverso. Al verlo se nos puso la piel de gallina. Ayudar, pero cómo.
Enfrente, en cambio, el edificio cada día nos regala una nueva historia. Un chispazo de lo que están viviendo otros a solo unos metros, justo al otro lado de la calle. Aquí van algunas en orden cronológico:
La señora del 3ºB ha puesto el Sobreviviré -el de Manzanita, no el de la Naranjo- a todo trapo y sale al balconcito a ofrecer su mejor playback. Una mano en la barriga, la otra en alto, los rulos puestos y de fondo una hilera de bragas tendidas. Se contonea despacio mirando de reojo al exterior, sabe que hay ojos que la miran, pero le da igual. O por eso mismo.
Un portal más allá, en el 2ºA, un chico pelirrojo con pinta de gustarle la acampada y los programas de supervivencia decide poner punk vasco a todo trapo en respuesta a otro vecino cercano que se empeña en hacernos bailar cada tarde a ritmo de Manolo Escobar. Por un momento parece que volvemos a las dos Españas. Unos días después, el pelirrojo incluso saca una bandera republicana y la cuelga de ventana a ventana. Ah, es porque hoy se conmemora la proclamación de la II República. En los días siguientes comprobamos cómo uno y otro conviven sin mayor problema. Esos mismos que compiten musicalmente de balcón a balcón, de bafle a bafle, van a jugar dentro de unos días al bingo con otros vecinos del final de la calle. Es lo que tiene el confinamiento, que relativizas por encima de tus posibilidades.
Justo enfrente, a mi misma altura, un chaval de unos veintitantos va y viene a la cocina con mirada legañosa. El primer día le veo cortando cebollas. De cuando en cuando mira por la ventana, arriba, abajo, pero sigue lloviendo. Lleva días que no para. La siguiente vez que coincidimos -coincidimos-, está vertiendo leche sobre un tazón de cereales. De noche se ve todo mejor porque la calle está oscura y las luces, sobre todo las de la cocina, inundan los cubículos. Si tuviera cereales, yo también me echaría un bol. De todas formas no tengo hambre, ya hemos cenado.
La tercera y la cuarta vez que le veo entrar en la cocina ya ni se asoma a la ventana. Total, sigue lloviendo. Noto que cada vez entra con más decisión, directo al armarito de arriba. Lleva un pijama nuevo, bueno, distinto del de estos días. El chaval de veintitantos saca una botella de J&B del armario y le pega un lingotazo a palo seco. Y luego otro. Y otro por la tarde. Y por la noche. Y a la mañana siguiente. Dicen que el alcohol es bueno para las heridas y que lo que no te mata te hace más fuerte. Yo no tengo whiskey, pero queda un culo de ginebra de la última vez que vinieron amigos a casa. Desenrosco y le doy un lingotazo mirando a su ventana. No sé por qué. Ni siquiera nos conocemos.
Otro día, los del 1ºB se quedan un rato más en la ventana después de las 20.00. Suenan aplausos, como todos los días, pero más fuerte. Desde una esquina empieza a sonar el cumpleaños feliz de Parchís. Busco la fuente sonora pero no me da el alféizar. Las ondas rebotan como un pinball y es imposible detectar de dónde sale. Por más que me estire no sé de dónde viene el regalo. No te desquicies.
Vuelvo a mirar a los del 1ºB. Unas manitas pequeñas se agarran a la barandilla, una niña vestida de princesa, con tutú y todo, aparece en cuadro aupada por su madre. Asumo que es su madre porque comparten rasgos. Joder, y porque quién va a estar ahí, a su lado, intentando endulzarle el día a la nena, si no es su santa madre. Alguien pregunta a voces cuántos añitos cumple la princesa. La niña, que aprendió a hablar hace cuatro días, responde agitando los dibujos que ha pintado estos días. Su hermana mayor se los va dando para que los enseñe al vecindario. Es como un powerpoint de colorines visto desde lejos que levanta más y más aplausos. La mamá contesta con una media sonrisa afectada. La princesa hoy cumple dos añitos. Seguro que le han hecho una tarta estupenda, si es que han tenido suerte de encontrar harina en el supermercado.
Al día siguiente, después de comer, vuelven a sonar aplausos. Cierro el grifo y dejo la olla a medio fregar. O he perdido la percepción del paso del tiempo o se han adelantado cuatro horas. O nos hemos vuelto todos locos y ya nos da por aplaudir a cualquier hora.
Pues no, nada de eso. Al asomarme veo a una mujer joven, no tendrá más de cuatro o cinco años más que yo. Lleva mascarilla y guantes de látex, el pelo recogido en un moño y una mochila grande donde llevará vete tú a saber qué. La comida, quizá, una muda, un libro para el camino. A los aplausos se suman vítores, silbidos constructivos, de aliento, y gritos de apoyo que no me atrevo a recordar por miedo a acabar dándole otro lingotazo a la ginebra. Soy un flan. Me digo que la vida es para los fuertes, como mi vecina desconocida que un día más sale a bregar en el frente. Trago saliva tres veces seguidas a ver si pasa el nudo. Yo, aquí, haciendo nada por nadie. Mientras avanza por la acera, más y más gente sale a la ventana y se suma al homenaje. Este es todo para ella. Todo… Nada. Algunos no hacemos nada. Pienso que, o bien ha aparcado en otra calle, o se está yendo al trabajo en metro. Por lo menos va en esa dirección. Si va a tener que ir en transporte público, espero que por lo menos el libro sea bueno. Para cuando dan las 20.00 y volvemos a salir, ya no queda ginebra en la botella. La vida es para los fuertes.
Hay una vecina que no logro ubicar, no sé de qué portal sale. La veo por la mañana, por la tarde y a veces también por la noche, manteniendo el equilibrio a pesar de las sacudidas de su perro, un dogo gigante que caga como si comiera montañas de pienso. Ella va siempre con el mismo conjunto, un pijama rosa de pelo gordo con la cara de Hello Kitty en el pecho. No se lo cambia nunca -cosas en común, yo tampoco-, es como si estuviera haciendo luto perpetuo hasta que todo esto acabe. Como mi abuela, cuando decidió vestir de negro nazareno por la muerte de mi abuelo y pasaron años hasta que consiguieron convencerla de volver, al menos, a la falda negra y el suéter holgado.
La vecina del perro sale cada día con el uniforme, el moño medio deshecho, las manos llenas de anillos de oro. A juego con el pijama lleva unas alpargatas desgastadas, también de pelo rosa. Claro, pienso, así cómo no te vas a resbalar con los tirones del perro. Qué facilísimo es juzgar desde las alturas, protegido tras mi ventana. Yo, que no tengo perros ni críos ni hipoteca ni muertos cercanos ni nada que realmente justifique porqué ya no queda ginebra en la puta botella. Lo que no te mata te hace más fuerte o te llena de prejuicios. El diablo llamando a la puerta de tu ego, y tú preguntándote si habrán repuesto la vitrina de licores del Día.
Unos días después, al anochecer, un taxi se detiene frente al portal de enfrente. De él se baja una señora con tres niños: uno de trece, una de diez y uno de seis o siete. No lo sé, pero lo supongo porque los he visto mucho. Parecen buena gente, gente animada. Todos llevan mascarillas, guantes no. Salen despacio del coche y se aproximan al portal. La puerta del taxi se queda abierta, no se han acordado de cerrarla al salir. Caminan despacio, arrastrando los pies. Los cuatro llevan las bocas tapadas, pero aún así se intuye lo que no se ve. Mientras la madre busca las llaves uno de los niños se rompe, mamá se da la vuelta y los abraza a los tres. Los agarra fuerte, en silencio, movimientos pesados. El tiempo se congela.
Cuando deshacen la piña me fijo en que también mamá está llorando. También está rota. Entran. Unos segundos después se enciende la luz en la cocina del 1ºA. El de trece años saca la cabeza por la ventana y llora solo, sin consuelo, ajeno a nuestros ojos. Del interior brotan gritos de dolor y de rabia, gritos que me atraviesan como me imagino que estarán atravesando al resto de vecinos que están escuchándolo todo desde detrás de sus ventanas. Hasta entonces, todo lo que sabía de los del 1ºA es que son una familia numerosa, dominicanos, quizá, porque les gusta poner bachata los sábados por la mañana, y que tienen otro hijo más, el mayor, de unos dieciséis años, al que a menudo vienen a buscar un grupito de chicas de su edad. El chaval, aún sin barba, es todo un guaperas. De repente la ventana vuelve a estar vacía. El niño, el chico, se ha ido. El llanto es cada vez más fuerte en el interior, todo el rato es la misma persona. La madre. Nadie puede llorar más alto que una madre, es ley natural. Alguien baja la persiana con afán de contener la expansión del dolor. Hasta las culturas más abiertas, más sociales, se encierran ante una tragedia real porque la muerte no hay quien la endulce con Me gustas ni simpatía ni empatía ni nada. En este mundo nuevo los trapos sucios se siguen lavando en casa, a lo mejor aún más que antes, y lo mismo con las pérdidas humanas.
Pero no. Al cabo de unos minutos vuelve a subirse la persiana y aparece una chica joven, guapa, demacrada. Se asoma para mirar hacia el final de la calle como buscando algo. Al cabo de unos minutos llega al portal otra mujer con dos niños agarrados de la mano. La chica en la ventana desaparece y vuelve a aparecer abajo, en el portal. Al abrir, el contacto visual hace que la chica guapa se rompa también y se funden en un abrazo cuya onda expansiva atraviesa los cristales. Los dos niños, que no entienden pero entienden, aportan como pueden aferrándose a las piernas de su madre y su ¿tía? ¿prima? Da igual. Al cabo van llegando más y más familiares. Padres, madres, adolescentes, niños...
La distancia social pasa a un segundo plano cuando se trata de estar al lado de un ser querido al que la vida acaba de tumbar de una hostia. Por eso sería mejor hablar de distancia física, porque la distancia social no fluctúa según las normas de ningún gobierno. La distancia social -la cercanía social, coño- no desaparece ni desaparecerá por mucho que se nos caiga el mundo encima. En todo caso, será internet quien nos aísle socialmente. Pero hoy no. A medida que va llegando más y más gente, no puedo evitar que mi mente formule ese asqueroso razonamiento racionalista. ¿Se estarán poniendo en peligro los unos a los otros? Si el piso tiene el mismo tamaño que el mío, hace rato que han sobrepasado el aforo. Poco a poco el llanto y la rabia van amainando, al menos en nuestros oídos. De los suyos quizá ya no se vayan nunca, pienso, imaginando cómo sería si fuese yo quien sube y baja las persianas de enfrente.
El caso es que hace una semana de todo esto y yo, ojalá me equivoque, temo no volver a verlos. Las ventanas no se han vuelto a abrir, los párpados de la casa están cerrados a cal y canto... Y yo no dejo de preguntarme dónde está el mayor de los hermanos, el romeo de acento caribeño que correspondía con flirteos inocentes a las julietas de hormonas exaltadas que solían hacer fila bajo su ventana.
Mientras tanto, algunos vecinos están empezando a perderle el miedo al Miedo y se reúnen por la tarde en los escalones del nº21. Siempre respetando la distancia física de seguridad, el sucedáneo del contacto humano es una caricia al perro del otro, golpes de cuello y preguntas vacías. Y en la tele, que un tigre del zoo del Bronx está enfermo del virus. Hace unas pocas semanas los habría juzgado, por irresponsables, quizá hasta habría salido a increparles. Con la que está cayendo. Como esas ancianas amargadas que nos echaban la bronca de pequeños por colarnos a jugar al fútbol en el césped del jardín municipal. No tiene nada que ver, pero yo me entiendo. Bueno, no sé.
Cada día me siento más viejo. Igual ese que veo en el reflejo al bajar la persiana se esté convirtiendo en una anciana amargada. Si es así, por lo menos espero ser capaz de no echar más leña al fuego, de no verlo todo bajo el filtro de mi propio miedo. ¿Cuál es la verdad? A lo mejor es que ya no hay más verdad que aquella con la que cada uno alcanza a vivir. La posverdad y toda esa mierda que nos podemos permitir porque twitter es gratis. Basta con hablar de Islandia para que, de repente, los banners me bombardeen con vuelos low cost a Reikiavik. Con la que está cayendo, y yo cabreado con el mundo porque no es como yo quiero. Puto miedo.