TRASLATE

29 junio, 2020

EL SABER SÍ OCUPA LUGAR

El saber no ocupa lugar o sí, según se mire. A veces ocupa. Y pesa. Por eso dice Cortázar que cuando te regalan un reloj, no sólo te regalan un reloj. Te regalan el miedo a perderlo o a que te lo roben, el miedo a la impuntualidad injustificable, la certeza de que caminas hacia tu propia muerte. Con el reloj te regalan el reflejo de tu yo partido en rutinas, horarios, agendas, deberes, objetivos. Todo eso que te ocupa la vida porque abulta y pesa. Por eso los relojes tienen correa. Si no, bastaría con un trozo de velcro en la muñeca y hala, a volar. Pero incluso en el caso de un reloj que no pesara, un reloj ingrávido, hasta ese reloj ocupa lugar en algún píxel de la dimensión espacio-temporal. Sobre todo si es un reloj de caballero.

Se da la curiosa contradicción de que lo relojes de señora tienen, por tradición, la esfera más pequeña. Pero curiosamente no pesan menos, sino al revés, ya que suelen estar llenos de encajes. Por eso las mujeres tienen menos tiempo que los hombres. Porque tienen que meter más cosas en una esfera más pequeña. Hay quienes dicen no es para tanto, que por lo menos hoy en día todo el mundo se puede permitir un reloj. Hasta hace no tanto eran cuatro las que podían, pero que ya es otra cosa.

El peso puede convertirse en lujo, según las circunstancias. Esos mismos del noesparatanto apuntan también, para reforzar su postura, que hoy en día, con la democratización de la tecnología, todo el mundo -las mujeres incluidas- tiene acceso a un teléfono móvil, que también da la hora y además en formato digital, que no pesa. Bueno, los móviles sí pesan pero cada vez ocupan menos.

Frente a estos que afirman que la igualdad de género en cuestión de relojes es ya una realidad de facto, algunas mujeres han tenido que agrandarse la esfera por sus propios medios, reclamando una equidad en el diámetro que, bajo su punto de vista, no termina de llegar. Es un hecho constatable que los relojes de esfera pequeña siguen siendo los más vendidos entre el público femenino, aunque eso quizá tenga más que ver con ciertas dinámicas propias del marketing, esa ciencia de lo ingrávido que cada vez da mejores resultados a los relojeros del mundo. En cualquier caso, cada vez más mujeres y también hombres abogan por una analogía ética, una que vaya más allá de la simple dicotomía de unos y ceros que nos ofrece el mundo digital.

Volviendo al principio, cuando dicen eso de que cada persona es dueña de su silencio y esclava de su palabra, lo que quieren decir es que ese peso puede llevarse dentro o fuera, según el hueco interior de que circunstancialmente se disponga, y del peso máximo que aguanten las vísceras de cada cual. (Para esto, los alimentos ricos en fibra son mano de santo) Pero, ¿veis? Dueño y esclavo comparten la misma carga. Son dos ejemplos de que el saber sí ocupa lugar. Y pesa.

A Nina Simone le pesa todo eso que no tiene -casa, zapatos, dinero, educación, estatus…- pero se agranda la esfera a base de recordarse que es libre. A veces, excepcionalmente, hay saberes que ocupan lugar, pero no pesan, sino todo lo contrario. Hacen levitar, equilibran el ph y la altitud relativa del sujeto sobre el nivel del mar.

En la era de la información todo pesa porque se puede medir en bits, que es la unidad mínima con que funciona todo lo que carece de peso físico. La información no siempre es saber, ¿o sí? Lo que está claro es que siempre pesa.

La culpa pesa. La responsabilidad y la compasión pesan. Las expectativas pesan. Las metapreferencias, esos bichos internos que nos alertan cuando “traicionamos” a nuestro yo ideal -Nina Simone, sí; Niña Pastori, no-, las metapreferencias pesan un quintal.

Y todo eso -culpabilidad, compasión, expectativas…- es saber humano. Saber, si se quiere, en bruto, por refinar. Pero saber al fin y al cabo. Saber que ocupa lugar. Según Milan Kundera, “el peso, la necesidad y el valor son tres conceptos íntimamente relacionados: sólo aquello que es necesario, tiene peso; sólo aquello que tiene peso, tiene valor”. Pero también dice que “no es la necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos”. ¿Será porque, al ser inesperados, los frutos de la casualidad son lo único que realmente no pesa? Por lo menos, hasta que empiezan a enlazarse en forma de secuencias causales. Ningún saber o conocimiento es tal hasta que se nos da a conocer.

También dice Kundera que el amor, cuando se hace público, aumenta de peso. De repente hay mucha más información que gestionar, mucho más saber que depende intrínsecamente de las acciones de sendos contendientes, que entonces empiezan a sentir el peso del amor y el compromiso en toda su dimensión. Menos mal que, como sabemos, peso y necesidad están intrínsecamente relacionados, y que una profunda necesidad es la piedra angular de todo personaje interesante. Realidad y ficción también están intrínsecamente relacionadas, con la diferencia de que no es lo mismo ver malnutrición en La lista de Schindler o en las noticias del mediodía que llamando a la puerta de tu casa.

Marcos Mundstock dijo una vez que “en la vida, la salud va y viene, por eso el dinero es lo importante”. El dinero es como un elevador o un teleférico. Cuando se tiene, ayuda a gestionar ciertos asuntos pesados. Cuando no, se convierte en un peso más en sí mismo. Como cuando te quedas encerrado entre piso y piso, y descubres que a lo mejor has heredado la claustrofobia de tu madre. Y el miedo a que sea verdad te paraliza, te arrastra hacia abajo aunque realmente no seas claustrofóbico. Los miedos están entre los elementos más pesados del universo.

La gravedad es la ley que rige el peso efectivo de los objetos y las palabras, lo que le da sentido a nuestro pensamiento vertical. Por eso el vértigo no es otra cosa que las ansias de una parte del cerebro de liberarse de esa ley universal y volar, aunque sepamos racionalmente que lo que produciría no es otra cosa que un charco de sangre, huesos y pelos.

El alcantarillado moderno es un inhibidor de pesos gástricos y morales. Porque la moral a veces también pesa. Los dilemas pesan, la pena y el dolor pesan. El deseo no correspondido pesa como un plato de gachas. El amor extinto, como una ducha de plomo. Según la permeabilidad del sujeto, ese peso tarda más o menos en escurrirse hasta la alcantarilla del subconsciente.

El subconsciente, entre otras cosas, sirve para gestionar los pesos más pesados. Es como un gran disco duro al que transfieres todos esos archivos enormes que no caben en el ordenador. Algo que luego desconectas, enfundas y guardas en el cajón más recóndito, aliviado porque ya no ocupa espacio entre tus vísceras. Ojos que no ven, corazón que no siente, gigabytes disponibles. Si no fuera por el subconsciente, a todos nos saltaría la ventanita de “disco lleno” antes de cumplir los treinta años. Menos mal que existe el subconsciente. Nadie soportaría la perspectiva de sesenta años en blanco. Sería casi como la inmortalidad, una pesadez.

Hay muchas cosas y muchos saberes que sí pesan. La incomprensión pesa. La sensación de insignificancia absoluta pesa muchísimo, como a Kafka cuando se descubrió boca arriba, sobre su cama, en la piel de un escarabajo. ¿Era un escarabajo? Da igual, para sus escuálidas patitas el reto de ponerse en pie era un objetivo inalcanzable, demasiado pesado para el pobre Franz.

Llamamos pesados a aquellos que nos llenan de saber inútil, que ocupa mucho más lugar del que merece o del que podemos permitirnos. Lo bueno es que, gracias al subconsciente, al oído selectivo o a la falta de vitamina B12, el saber inútil no tarda mucho en perder todo su peso. Se evapora como los charcos al sol. Todos sabemos que los gases no pesan. Si pesan, es que te has cagado encima. Porque la mierda, como los miedos, pesa. Y si algo pesa, necesariamente tiene que ocupar lugar en algún sitio.

21 junio, 2020

NOTAS DESDE MI VENTANA (III)

Madrid está en fase 2. Nos acompañan Salamanca, Ávila, Segovia, Soria, Lleida y Barcelona. Las otras tres cuartas partes del país están ya en fase 3, la última antes de la nueva normalidad.

No, yo tampoco termino a hacerme al término. Qué hay de la normalidad normal, yo quería abrir la puerta de la celda y reencontrarme con el mundo pre-covid, pero parece que ya es historia. Estamos a punto de entrar en una realidad distinta. En qué se desmarca de la anterior todavía está un poco por definir. Lo iremos viendo en el nuevo día a día.

Desde mi ventana veo a un grupo de chavales enmascarillados luciendo gorra y pendiente a la sombra del albaricoquero del portal 8. Llevan más de media hora ahí sentados. Los tengo aquí conmigo, en el salón de casa. Es lo que tiene llevar un altavoz bluetooth hasta arriba de batería. De repente la voz de la señorita Spotify se cuela con dulzura entre una canción y la siguiente anunciando cosas gratis, ellos ni se inmutan. La escucho y me río, toda la calle está oyendo lo mismo. Es spam sonoro de largo alcance que, quien más, quien menos, todos conocemos. La única alternativa es ser Premium.

El barrio se levanta y se acuesta con nueva normalidad. Las calles han recuperado el pulso. Con la fase 2 hemos vuelto a salir. Para muchos se acabó el teletrabajo de estos meses, para otros se baraja implantarlo indefinidamente, visto que permite estirar la jornada laboral como chicle. En esta crisis post virus es fundamental remar en la misma dirección, de ello depende la supervivencia de la empresa. Si esa empresa, además, tiene la meliflua voz de doña Spotify, quién no se presta a echar unas horitas por la cara.

En lo personal también salimos más estos días. Ayer cenamos con amigos. Es la tercera incursión de facto en el intrigante mundo de la nueva socialización y seguimos vivos. Darle un abrazo a un familiar o tomarte un vino con un viejo amigo son cosas que en esta nueva realidad han adquirido otro aroma. Añejados por la pandemia. New flavors para entrar de lleno en el veranito.

Reencontrarte con la gente después de tres meses de confinamiento te devuelve al mundo con mayúsculas, con toda su adictiva y abrumadora complejidad, y te ayuda a poner punto y aparte al capítulo de crisis sanitaria global. En estos días mi cerebro renderiza las vivencias de los casi cien días que hemos pasado en casa entre videorecetas, vaivenes emocionales y esa extraña sensación de vacaciones indoor que por momentos tanto hemos disfrutado. Una cosa que no ha cambiado con la nueva normalidad es nuestro culto al hogar. Seguimos siendo los mismos en ese sentido.

En este tiempo he aprendido a hacer pimientos rellenos, he trasplantado ocho tomates, he escrito un piloto, he abierto una cuenta de zoom, he leído demasiado y he instaurado una rutina aeróbica para acercar posturas con mi espalda. Cocina, botánica basicorra y sentadillas mal hechas. Soy un cliché andante. Un colegial, un aspirante de MasterChef Junior sin olfato. Escritor parado. Procrastinador. Síndrome del impostor. Otra vez, soy un cliché andante.

Desde hace dos lunes cada mañana me quedo solo en casa. Con el estado de alarma llegando a su fin, la necesidad de un trabajo me nubla la vista. La soledad que tanto me gusta se vuelve áspera. Cada vez miro menos por la ventana y más al espejo, al móvil y al semáforo. Total, todo vuelve a estar igual que antes. Los trasbordos del metro, la programación televisiva, los cumpleaños. El mundo vuelve poco a poco a la velocidad máxima permitida recordándote que aún no has encontrado la respuesta a la pregunta sobre qué mierda vas a hacer con tu vida. No tengo portfolio. Tengo portfolio. No tengo portfolio. Me la suda el portfolio. Soy un cliché andante, una fotocopia, un facsímil de otros. Soy dos personas o veinte. O media. Un poco de autocompasión es balsámico pero no paga facturas. Se busca rol en la vida.

Anoto algo en el cuaderno y escucho gritos fuera. Últimamente no miro nada por la ventana, no sé qué hacen los vecinos estos días. La chica del pijama rosa, Carlos el del carlino, la señora del 3ºB. Como hay más movimiento y tenemos las ventanas siempre abiertas, se oyen las conversaciones y los motores que arrancan. Y, como que me basta para imaginarme el resto, no me da por asomarme. Definitivamente el desconfinamiento me ha arrebatado ese contacto ventana-ventana y ventana-calle, ese clima raro de estado de excepción que me unía al personal. Y es en parte por mi culpa. Volver a salir ahí fuera y reencontrarme con mi vida al completo me ha devuelto a la introspección. Solo yo, yo, yo. Qué paradoja. Salir para encerrarte aún más en ti mismo.

La fase 2 ha terminado con la narración coral del barrio. Ya no aplaude nadie. No compartimos canciones ni arengas. Ya no somos una misma voz de aliento. Era de esperar. Hemos recuperado el pudor y las rutinas de siempre. El clima de excepción ha acabado y la rueda tiene que seguir girando por el bien de todos. Otra paradoja.

Unirnos de nuevo a la coreografía de la ciudad nos permite pasar desapercibidos los unos a los otros, como tapados por un manto de invisibilidad que convierte individuos en masas borrosas que te cruzas de camino a algún sitio. Ver las noticias vuelve a ser tan poco emocionante como antes. Ocho horas para dormir, ocho horas para trabajar, ocho horas para vivir. De vuelta a la vorágine de la vida moderna, la necesidad de economizar la atención nos lleva a eliminar lo superfluo como hace la ley d´Hondt con los partidos que no alcanzan el mínimo de votos. Son tiempos de apretarse el cinturón en todos los sentidos y la atención es un bien cada vez más preciado. Lo que no se puede digerir, se ignora por seguridad y economía…

Y bla, bla, bla. Solo yo. Tiempos en plural pero solo yo. Yo, yo, yo. Tengo para todos.

Las dos Españas están más lejos que nunca. Los médicos y sanitarios más jodidos que ídem. Las pymes y los curritos más ídem de ídem. Todos más jodidos que nunca y las diferencias ideológicas marcan el tono en reencuentros familiares y grupos de whatsapp. Las trincheras ya no son dos sino infinitas. La libertad es un centrifugador social. La nueva libertad, una incógnita. La segmentación publicitaria ha ganado. Es tiempo de conspiraciones y memes, sectarismo, haterswannabes y conciertos por streaming. Algunos dicen que se acerca una nueva guerra mundial. La tercera. No, la nueva I Guerra Mundial. Imposible. Cómo va a ser posible a estas alturas.

Durante la cena un amigo comenta que el mundo está loco como lo está un psicópata. Estoy de acuerdo y lo expreso con determinación y hasta con un hilillo de ansiedad. Es formidable volver a ver a otra gente y estar de acuerdo en cosas. Quizás estemos equivocados y el mundo siempre ha estado así de loco y somos nosotros los que nos creemos especiales en estos nuevos locos años 20. O quizás es verdad que nunca antes en la historia ha habido semejante concatenación de avances, revoluciones y cambios de paradigma como en las últimas décadas.

Si por lo que fuera el día de mañana somos millonarios, cosa que nunca conviene descartar, tendré la posibilidad de pasar mis últimos días en una agradable residencia espacial en plena cara buena de la luna. No es que me interese lo más mínimo, pero el caso es que podría hacerlo. Según los científicos, esto es algo que va a ser una realidad en solo unas décadas. ¿No es una puta locura? Me da escalofríos pensar en cómo será la tierra cuando exista una opción B para los más afortunados. Eso sí que es una nueva realidad.

Menos mal que tenemos paz, amor y videorecetas a punta pala. A mí no se me ha perdido nada en la luna, lo sé sin necesidad de ir para allá. Si ya es difícil ponerse de acuerdo en la Tierra, allí la cosa va a ser imposible. Entre su ingravidez relativa y que habrá cuatro gatos, eso debe ser como una partida de Risk: todos contra todos.  En fin, nunca digas nunca y menos cuando estás en búsqueda activa de empleo. Al final es una cuestión de disponibilidad geográfica y horaria. El famoso espacio-tiempo ese.