TRASLATE

12 mayo, 2014

HOLA, HEIDI


Marco volvió a casa, aprobó la ESO y su madre seguía sin volver. Apareció en su dieciocho cumpleaños, colgada de un maromo llamado Draku, un tipo duro del Este. El tío pegaba a Marco casi todos los días hasta que el chico se cansó y se volvió a ir de casa. Su madre no pensó ir tras él.

Por suerte, Heidi lo acogió un tiempo en su finca..., pero surgieron roces entre Clara y él. Clara llevaba una temporada algo tensa. Vivía enganchada a los antidepresivos pero tanto Heidi como el abuelo preferían mirar para otro lado. Nadie se atrevía con Clara, y menos el viejo, que no salía del kirsch y del cannabis y de la historia de Petra, su primera mujer. Heidi –que no era tonta- sabía que al abuelo ya le daba todo igual, por eso había traído a Marco. Sin embargo, los roces entre Marco y Clara derivaron extrañamente. Acabaron casándose.

Con el paso de los meses, Heidi fue comprobando cómo las circunstancias le iban comiendo el terreno y, un buen día, agarró las maletas rumbo a otra vida. Conoció en Macondo a Gastón -el ex de Bella-, que andaba rehabilitándose de una cleptomanía mal curada, y se fueron a vivir a Cádiz donde montaron un camping en el que aún hoy viven.

11 mayo, 2014

EL PRIMER BESO


Cerraron los ojos a la vez y se acercaron despacio, cogidos de la mano bajo el viejo castaño. El recreo bullía en un segundo plano con los gritos de los apostadores de tazos, los versados en liebre o los reyes del futbito -entre otros muchos-, repartidos por el patio en pacífica coexistencia.
A
Ellos estaban al margen, al fondo, en la zona prohibida. Siguieron acercándose más y más, muy despacio, hasta que sus diminutas bocas colisionaron en un beso. El primero de Bea. Qué guapo era Jorge, el que más de la clase. Bea sucumbió a una sonrisa desconocida, rara, mayor. También le había quedado un regusto a caucho en los labios. Abrió los ojos y se vio sola bajo el viejo castaño. Quiso otro beso pero ni rastro de Jorge.
A
Empezaron a oírse gritos en el arenero. En unos minutos todo el patio estaba allí curioseando. También Bea se acercó a ver qué pasaba, saboreando todavía en ese sabor a caucho lejanamente familiar. Aún le dolían los labios por culpa de los brackets de Jorge, pero era tan guapo… Y con esos ojos, tan azules…
A
En el epicentro del griterío, una rana gorda y fea planeaba la huida entre el alboroto de manos y cubos y abrigos, brincando hacia el despacho del director.

Inmediatamente Bea se exculpó consigo misma de haber convertido a Jorge en un sapo. En fin, ¿cómo iba a saber ella que lo del beso funciona también en la vida real? ¡¡¿¿y al revés??!!

Como llegara a oídos de don Ángel, se la iba a cargar entera. La castigarían, llamarían a sus padres y también ellos la castigarían. Total, por un beso.
A
Mayores y pequeños perseguían a la rana hasta la entrada del aulario, vociferando y empujándose como posesos. Bea fue sorteando a unos y otros hasta llegar al origen. Enganchó la rana de un certero agarrón y lo primero que hizo fue mirarla a los ojos, por si se deshacía el hechizo, pero no. Ni siquiera los tenía azules. Bea dudó un instante acerca de la diferencia entre las ranas y los sapos; luego salió del tumulto entre las quejas de los mas mayores, indignados por la repentina interrupción del escarnio. Uno de ellos le quitó la rana de las manos y, con una mueca de placer, cargó el brazo con todas sus fuerzas. Bea se desvaneció ante la imagen del pobre Jorge proyectado a esa velocidad contra la pista de baloncesto.

A
De pronto todo era oscuridad y Bea creyó escuchar que la llamaban desde lejos.

Doña Úrsula golpeó varias veces en la mesa con el dorso del borrador, pronunciando cada vez más alto el nombre y los apellidos de Bea, que dormía plácidamente sobre sus pequeñas manos llenas de pulseras de colores. En el pupitre contiguo, Rubén le soltó un codazo entre risas nerviosas. Por fin Bea sacó la cabeza de entre los brazos, roja de vergüenza, y continuó leyendo en voz alta por donde Doña Úrsula le indicó.
A
Leyó sin ganas de leer, deseando estar aún dormida, sin bobos al lado pintándole el estuche o rompiéndole las ceras. Mejor estaría allí fuera,  bajo el árbol, besándose con Jorge.

Aunque fuera un sapo.

05 mayo, 2014

LA MONTAÑA ROSA


A Laura

La primera vez que Otto visitó la ciudad de Gaimén, una imagen se grabó para siempre en su memoria. Le embargó una excitación desconocida, un escalofrío interno ante la visión de aquella gigantesca cúpula rosa acabada en punta. Era diez, doce veces más alta que el mayor de los rascacielos circundantes. Los distritos, urbanizaciones y barrios se extendían en cinturones concéntricos hasta más allá de donde alcanzaba la vista.

Otto se acercó a preguntar a un par de transeúntes acerca de la identidad de aquel insólito monumento que dominaba la ciudad desde la altura. Para la gente de Gaimén, la cúpula era un icono más de la ciudad, un símbolo familiar, dulce, inofensivo.

Siguió preguntando en bares, tiendas y plazas, entrevistándose con extrañas gentes en esquinas sucias; quién lo construyó, a quién pertenece, qué alberga… Nadie pudo decirle nada útil. Sencillamente, todos estaban tan acostumbrados a su epicéntrica presencia que se habían olvidado del día en que ya no se preguntaron por la razón, el motivo por el que alguien había plantado aquella extravagancia en plena metrópolis.

Ahora, solamente Otto se hacía esas preguntas.

De donde era él, las cosas extraordinarias como aquello tenían siempre una historia detrás; en algún momento habían pasado a ser leyenda y la gente lo recordaba como parte de la cultura. Otto pensó que los monumentos servían para eso. Pero no, en Gaimén las cosas eran de otra forma. Sencillamente nadie sabía nada, lo que no hacía más que avivar su curiosidad.

Otto -que, por cierto, llevaba un larguísimo viaje a sus espaldas- reconoció consigo mismo que no había nada mejor que hacer aquella tarde. Había logrado vencer la pereza, el hambre y la sed. Se puso en marcha de nuevo, observando las selvas de bloques humeando en el valle. Enfiló el radio nº9, pie tras pie, caminando hasta el mismo centro de la ciudad: desde los barrios grises hasta los etéreos distritos comerciales, todo el camino fue un símil de la historia del cine, de Griffith a Cameron en dieciséis escenas. Otto caminó en línea recta durante horas, las manos en los bolsillos, atravesando los sucesivos cinturones urbanos de la ciudad como un voyeur solitario.

Llegó, por fin, a los pies de la gran cúpula, que a esa distancia ya no dejaba duda alguna: era de cristal. Los ojos de Otto iban creciendo en el reflejo a medida que se acercaba. Lo tocó con la mano y aplastó su rostro grasiento contra la superficie fría, tratando de ver qué misterios ocuparían el interior de aquella rareza arquitectónica. ¿Qué podría haber allí dentro? ¿Por qué nadie sabía nada? Y lo que más le intrigaba: ¿Dónde estaba todo el mundo?

No se había encontrado a nadie desde que dejara atrás los suburbios. Otto se sentó a pensar un rato. Sólo unos minutos, y luego se puso en marcha de nuevo, aunque no daba con un plan. Caminó pegado al borde de la montaña sin encontrar la forma de llegar al interior. Durante el trayecto fue topándose con hasta veinte tipejos, todos físicamente muy parecidos: pequeños hombrecillos de nariz ganchuda, envueltos en trajes de neopreno negro forrados de ventosas. Por los cuatro costados de la montaña rosa se lanzaban al cristal en pro de la cima.

Después de dar toda la vuelta, Otto volvió a mirarse en el reflejo y descubrió una grieta diminuta a unos palmos del suelo. Se acercó prudentemente y la observó de cerca. Miró a un lado, al otro, a su espalda; y, sabiéndose solo, lanzó el pie izquierdo con todas sus fuerzas contra la cicatriz en el cristal. Se hizo daño en el pie pero nada más. A los cinco minutos, comenzó a llover leche.

Una cascada de líquido blanco y dulce fluyendo de la cima al suelo. Otto luchaba entre la confusión sin poder mantenerse en pie, respirando bocanadas de aire y leche fresca. Cuando cesó la descomunal cascada, la pequeña grieta se había convertido en una asombrosa abertura de entrada a la montaña. Otto se frotó los ojos, arqueó las cejas e inspiró profundamente.

Todo estaba vacío. Dentro de la gran cúpula no había gente, ni oficinas, ni comercios; ni siquiera había columnas, ni pisos, ventanas o puertas. El interior de la montaña era una gigantesca carcasa vítrea, completamente diáfana, coronada por una gran válvula marrón. La luz del atardecer se filtraba ya levemente, instaurando la penumbra. La formidable perspectiva desde allí abajo eventualmente hizo tropezar a Otto, que por primera vez reparó en la naturaleza del suelo.

Se vio caminando sobre un mar de cables, hilos de todos los tamaños, dueños y colores. Mientras tanto, la fisura en la cúpula fue sellándose por sí misma hasta desaparecer y, de repente, sobrevino la oscuridad en el almacén de cables.

Todas las aficiones y los miedos, el consumo, las necesidades, preocupaciones, expectativas y sueños de los ciudadanos de Gaimén empezaron a surgir en la penumbra. Se encendían durante breves instantes, como cientos de fantasmas proyectados contra la nada a los ojos de Otto, clavado en el centro como un dardo ganador. Hologramas de la gente, una por una, revelándose ante la cámara durante unos segundos para luego esfumarse a media palabra; cientos de rostros relatando su historia, aparentemente sin ser escuchados. ¿Qué significaba eso? ¿Qué hacían allí, mostrándose intermitentes, todas aquellas imágenes de archivo de los ciudadanos de Gaimén? Por un momento, a Otto todo aquello le recordó a una asamblea de fantasmas, igual que una de un libro que había leído de niño. “Qué se supone que es todo esto…” se preguntaba Otto una y otra vez. “¿…una pesadilla?”

Una alarma comenzó a rugir con violencia bajo la montaña, en cuya oscuridad brotó una hilo de luz blanca desde lo alto. Otto pudo ver que unos cuantos de los hombrecillos de nariz ganchuda habían logrado conquistar la cima de la ubre y bullían agitados alrededor de la gran válvula. La alarma cesó de golpe. Entonces, un gigantesco chorro de leche salió disparado de la punta, cruzó el cielo y apagó el Sol. El mundo entero quedó a oscuras y el silencio alcanzó el último rincón de la ciudad.

En poco tiempo, las calles de Gaimén brillaban inundadas por miles y miles de metros cúbicos de leche que anegaron la ciudad y sembraron el desastre, especialmente en zonas bajas. Con el tiempo la gente acabó volviendo a hablar entre sí, incluso surgieron leyendas conversaciones clandestinas a dos y tres bandas. Lo que nadie volvió a ver es el Sol. Todo se hizo, desde entonces, a la luz de la Luna.

LA PRIMAVERA


Llegó la primavera y, con ella, llegaron los pájaros naranjas. Los pájaros naranjas se comieron las cosechas, los tendidos eléctricos y los posavasos de los bares. Las aseguradoras compraron los servicios de algunos de los mejores pájaros naranjas, asegurándose un caos sistémico que, con el tiempo, abocó a la población a los seguros basura. Las acciones del pan llegaron a valer más que el consumo anual de cereal de países enteros, mientras las esposas de los mejores pájaros naranjas inundaban las portadas de las principales revistas de tendencias. A su vez, altos dirigentes del sector editorial articulaban variopintas fusiones con magnates de las telecomunicaciones, la armamentística o el deporte, dando a luz a nuevas sociedades transnacionales que, en los albores del nuevo siglo, comenzaron a invertir en creativas campañas publicitarias que animaran a la gente a ser parte activa del sistema. Una de las más famosas fue aquélla en defensa de los bares.

Los pájaros naranjas se reunieron en secreto en una isla del Adriático, protegidos por un vasto cordón diplomático-militar comandado por el propio Mossad. Fuera, los rebeldes clamaban fría venganza envueltos en abrigos, turbantes y pañuelos. El invierno era su grito de guerra, su reivindicación, sus últimas palabras. Dentro, los pájaros naranjas afilaban sus picos para el gran festín mientras un cuervo recitaba un viejo testamento.

Las velas se apagaron de inmediato con la entrada al palacio del primer encapuchado. Le seguía una muchedumbre hambrienta cubierta de escarcha. Rompieron las estufas, ahogaron las hogueras y derruyeron las doce chimeneas de la Gran Cámara. Los pájaros naranjas sucumbieron en plena huída bajo las flechas heladas de los mejores hackers, cayendo luego a las redes desplegadas por quinientos pelotones de infantería oculta en descansillos, marquesinas y portales.

Tras la toma de la plaza, los encapuchados se quitaron las caretas, las pancartas y las capas. Comieron y bebieron desnudos entre jardines de ensueño, bajo la gran cúpula estrellada de un lejano dos de mayo. Y así, entre danzas, coitos y debates saborearon, por fin, la tan ansiada primavera.